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Lozada, ingeniero frustrado y guitarrista ocasional; Rebolledo, médico retirado, pero laboratorista aficionado y el gran Bedoya, protoejemplo del aviador burocrático. Los cinco formábamos la "Quinta del Olvido", apodo que nos ganamos por nuestra clara afición y adicción a los libros, chismes, anécdotas y leyendas de la historia de México.

      Todas las mañanas nos repartíamos el periódico por secciones e iniciábamos nuestra ronda de lectura; no sólo era una democrática manera de compartir la prensa, sino una excelente estrategia para dejar pasar las primeras horas de la mañana gubernamental. Nunca olvidaré la mañana del 9 de julio cuando Lozada descubrió entre los anuncios clasificados el enigmático recuadro que anunciaba las Clases Vivas de Historia Heterodoxa de la Miss Weber. (Por cierto, este anuncio aparecía en columnas bajo otro que ponía: "Señora enseña el búlgaro. Llamar tardes." Tuvimos que explicarle a Bedoya que se trataba de un idioma.)

      Esa misma mañana hablé con la Miss Weber e inscribí —telefónicamente— a la "Quinta del Olvido" en lo que sería una de las más alucinantes aventuras de nuestra verdadera vocación. Historiadores de medio tiempo, noctámbulos lectores e investigadores de madrugada, los que formábamos la ya mentada "Quinta" sólo habíamos tomado algunos cursos aislados —en calidad de oyentes— de historia en general o de historia de México. Poco nos imaginábamos de las sorpresas que nos revelaría la Miss Weber

      Para empezar, su escuelita: un lúgubre y pequeñísimo departamento enclavado en un vetusto edificio de la calle Donceles. Para continuar, su aspecto y presentación: una modosita y madura mujer que lucía suéter tejido por ella misma, pelo más que canoso, azulado, y su voz con el típico acento de los oriundos o nacidos en Moroleón. Desde la primera entrevista se refirió a nosotros como "mis muchachos" y con un despliegue casi maternal de cariño, evidente en el hecho de que con nosotros cerró inscripciones. "Les dedicaré mi tiempo completo, muchachos, para que realmente aprovechen su cursito."

      Como en todas nuestras decisiones burocráticas —asuetos, cantinazos, justificantes médicos apócrifos, pretextos de emergencia, colectas, deudas, etcétera— la "Quinta del Olvido" votó esa misma tarde si proseguir con el curso de la viejita o programar una nueva ronda de visitas a museos y bibliotecas de la Ciudad de México, instead. Fue Mendívil el que nos convenció de inscribirnos —ya con pago— en el curso de Miss Weber con el nada débil argumento de que se trataba de un pretexto ideal para estar fuera de la oficina (en esa época, los cursos académicos extra-laborales no sólo eran bien vistos, sino incluso alentados por la H. Secretaría de Proyección y Rendimiento).

      Entre los métodos que utilizó la entrañable profesora Weber para que su curso se convirtiera realmente en Clases Vivas de Historia Heterodoxa, destacaré aquí las "Excursiones por la historia", "Ejercicios de recuperación física de la memoria" y "Recreaciones heroicas", que ella llamaba "Seminarios Pedagógicos". En el primero de estos seminarios, nos hizo caminar a lo largo de todo el Paseo de la Reforma y anotar en una libreta todas las leyendas de las estatuas que alinean sus aceras. Posteriormente, teníamos que hacer una descripción —apologética o crítica— de cada uno de esos hieráticos próceres que conformaron buena parte del enrevesado siglo xix mexicano.

      Los "Ejercicios de recuperación física de la memoria" consistían en recrear física y mentalmente cualquier momento —glorioso u oprobioso— de nuestra historia. Aunque a otros les parecería ridículo, mencionaré que a la "Quinta" nos sedujo particularmente este singular seminario de Miss Weber: revivimos la intensidad de la Decena Trágica, ataviados con trajes más o menos de época, en plena Ciudadela. Es decir, a pesar de que más de un transeúnte nos miró feo, los cinco entusiastas —guiados por nuestra Miss— reprodujimos no sólo el correteo de las balas y el estruendo de las bombas (cada quien hacía sonidos con la boca), sino el intercambio de órdenes, insultos y vivas.

      En otro de estos memorables ejercicios, que los norteamericanos llaman reenactments, la Miss Weber nos permitió recuperar físicamente la faena de David Liceaga al toro "Zamorano" realizada en la década de los cuarenta. Por el breve lapso de unas horas, los Viveros de Coyoacán se convirtieron en la antigua Plaza El Toreo de la colonia Condesa y, a pesar de algunos desmañanados aeróbicos que cruzaron el ruedo haciendo sus ejercicios, Bedoya personificó a la perfección la nobleza y bravura de aquel memorable toro, mientras Mendívil se convirtió en Liceaga con todo y banderillas, estoconazo y vuelta al ruedo con oreja y larguísimo rabo. (Vale mencionar que Rebolledo hizo la ambientación del público con sus olés, reproducidos con un inexplicable eco, y que a mí me tocó ser peón de brega, mientras Lozada fungió de monosabio.)

      Por último, y en el mismo tono, las "Recreaciones heroicas" del curso de Miss Weber consistían en la resurrección teatral y anímica de los momentos heroicos de nuestra historia de bronce o monumental. Según la entrañable viejecita, al recrear estos "grandes episodios nacionales" estaríamos en mejores condiciones de sopesar su verdadero valor y significado. Así, guiados por su atenta cátedra, los "Cinco fantásticos" recreamos el asesinato de Álvaro Obregón en lo que quedó del restaurante "La Bombilla". Bedoya puso la mesa, mantel y vajilla, por lo tanto, actuó de mesero; Lozada actuó de León Toral y a Rebolledo le tocaron los "balazos". Para no alargar más mis recuerdos, sólo mencionaré que la más célebre de nuestras recreaciones fue la Retoma del Castillo de Chapultepec. Los cinco burócratas con afición vocacional por la historia, le estaremos siempre agradecidos a Miss Weber por la oportunidad de convertirnos —aunque sólo fuera de mentiras y por unas horas— en Niños Héroes de carne y hueso.

      Con todo, ¿qué extraño motivo nos movía a seguir en ese curso de la Miss Weber? ¿Qué provecho le podíamos sacar a un calendario de recreaciones Teatrales —cuasi infantiles— un reducido grupo de burócratas, historiadores de afición? Evidentemente, hay cinco diferentes respuestas: para Lozada, toda la aventura con Miss Weber se debió a que, de niños, ninguno de nosotros fue aceptado en los Boy Scouts. Según Rebolledo, todo se explica a través de la teoría del Complejo de Edipo de Freud, mientras que Bedoya nunca ha dejado de insistir en que se trató de un desenfreno más que nos permitió evadir —como debe de ser— nuestras responsabilidades laboral-burocráticas. Coincido con Mendívil en que el curso de Clases Vivas de Historia Heterodoxa de la Miss Weber por lo menos nos sirvió como una loca diversión, que según dice él, "es virtud poco mencionada de la investigación histórica".

      He de subrayar que no todo fue pura diversión. Cuando recreamos la batalla de Chapultepec, Bedoya nos sorprendió a todos cuando se aventó del barandal del Castillo —no envuelto, pero sí bien agarrado de la bandera nacional— hacia la verde pendiente del cerro. Asido del lábaro patrio, quizá creyó ganarse una mejor calificación con la Miss Weber o quizá se sintió realmente la reencarnación de Juan Escutia. Lo cierto es que se rompió unos huesos y hasta la fecha se niega a compartir sus impresiones de aquel vuelo.

      Martilio Cantera, el Estatuario

      Nacido irónicamente en Marfil, Guanajuato, Martilio Cantera es quizá el promotor más entusiasta de nuestra historia monumental, aquella que ha quedado fundida en las estatuas de nuestros paisajes urbanos, misma que se ha colado hasta las entrañas de nuestros sentimientos cívicos. Desde los primeros años de su juventud, Martilio Cantera decidió que su vocación sería la de historiador, pero no a secas, sino historiador monumental, cronista de las estatuas, tallador intelectual de las formas y figuras que nos han dado patria.

      Descendiente de arrieros esforzados, Martilio goza de una corpulencia poco común: torso minero, hombros soviéticos, bíceps de interés social, tríceps con agua caliente y estacionamiento para dos coches, cuello americano, tipo acerero de Pittsburgh... en fin, musculatura olímpica. A esto habrá que agregar sus facciones de litografía bélica, tez de calendario de taller de hojalatería, mirada felina, inexplicablemente clara, y una cabellera digna de una fábrica de brochas y pinceles. ¡Ah: los pies!, como dos canoas de bronce, con dedos perfectos y uñas impecables.

      Lo conocí en la Preparatoria de Guanajuato cuando apenas iniciaba sus alardes estatuarios. Lejos de pasar las tardes en la biblioteca, Martilio posaba en el cerro del Pípila, imitando al ídem, debidamente ataviado, horas y horas sin cambiar de postura. Decían que la piedra que traía sobre sus espaldas no pesaba lo que aparentaba y decían que tanta

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