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de aquel día—, los coreografiados corceles del H. Colegio Militar que también jugaron su papel en la "Marcha de la lealtad", el infortunado rocín de Bernardo Reyes que huyó despavorido a las puertas de Palacio Nacional, el revolucionadísimo garañón con el que entró Pancho Villa a Torreón o el noble y pajarero corcel con el que entró Emiliano Zapata al corazón de la Ciudad de México.

      La magna investigación de Lorenza Caballero llega hasta la biografía de Misionero, montura incansable que, en más de una gira, llevó a Lázaro Cárdenas por los confines de México. Su interés historiográfico, sin embargo, no se limita solamente a los cuadrúpedos célebres: también incluye solípedos anónimos y olvidados, potros y jacas desconocidas, potrillos y potrancas cuyas carreras, trotes y pasitos han quedado en la noche de los tiempos. De igual manera, su investigación —aunque destaca y respeta las biografías equinas individuales— también atañe y espulga las circunstancias e intervenciones en tropel, los estragos de las caballadas, las cabalgatas colectivas (en parada, maniobra, revista o procesión) y los desfiles en peregrinación o en retirada. Por lo mismo, la investigación de Lorenza Caballero delata los tropiezos y malpasos de cuanto matalote, penco, asno y mula ha cabalgado por los vericuetos de nuestra historia.

      Entre algunos historiadores, compañeros de su generación, predomina el desprecio cuando se habla de Lorenza. La consideran una loca, que para saciar los vaivenes de su psiqué —y justificar su parecido— se inventó los relinchos y trotes propios de una yegua de archivo. Otros ven en ella la encarnación del mítico Pegaso, caballo alado que encierra los símbolos de México y de su pasado o la reencarnación de los más célebres caballos que han atestiguado nuestra historia. Lo cierto es que Lorenza Caballero es una más de los incansables rastreadores de nuestro pasado, historiadora sin más pretensión que buscarle más ventanas al pretérito para brindarnos el placer de conocerlo, pastar en sus datos y cabalgar sobre sus circunstancias. Nobilísimo empeño por el cual le perdono sus arranques repentinos, su masticación resonante, su lógica aversión a la tauromaquia —en particular, la suerte de varas y el arte del rejoneo— y sus intempestivos viajes a los pastizales de Kentucky o Querétaro.

      Apostilla equina

      Debo a la conjunción de varios afortunados azares más noticias de Lorenza Caballero. La primera coincidencia: mi amigo Adolfo Morán se la encontró en la librería Gandhi, comprando un ejemplar de la exitosa novela El hombre que le susurraba al oído a los caballos. Dice Adolfo, que La Caballona se puso algo nerviosa no sólo porque sabe de nuestra amistad, sino porque quizá le daba pena verse comprando novelas, cuando ya es bien sabido que ella sólo cabalga por largas lecturas de historia.

      Me contó Adolfo que Lorenza me mandaba agradecer el artículo que le dediqué en el periódico y que incluso parecía que arqueó su cuello y acomodó su crin como yegua orgullosa. Ya entrados en gastos, se tomaron un café en la planta alta de la librería y, según Adolfo, Lorenza le regaló una de las pláticas más sabrosas que él recuerde.

      Sucede que La Caballona expuso todo un tratado de historia literaria de México, en menos de cuarenta minutos, que dejó atónito y sin comentarios a mi amigo. Empezó por revelar el profundo sentido psicoanalítico que tuvo para Alfonso Reyes la muerte su padre, el general Bernardo Reyes, a lomo de un corcel en pleno Zócalo. "Eso lo marcó para siempre, Adolfo", dijo Lorenza. "Para mayor confirmación, ahora explícate por qué don Alfonso se refería al ensayo como 'el centauro de los géneros literarios'. Sabía de caballos, Adolfo, y por eso... sabía de letras. Revisa el Quijote, relee a Quevedo, retoma a Faulkner o cualquier autor de tus anaqueles y te aseguro que no entenderás su verdadera dimensión literaria, en tanto no sopeses su vida con caballos, carruajes, calesas y berlinas".

      Se despidió de Adolfo con el clásico relincho que la hizo famosa en la Universidad: "Te regalo mis ideas" y agregó: "Ojalá te sirvan para un centauro... digo, ensayo". Cuando Adolfo me platicó de este encuentro, bromeábamos sobre el equívoco: a lo mejor le dijo centauro con claras intenciones de ligárselo, o bien, le insinuó lo de "Te regalo mis ideas" en alusión a mi artículo. Lo cierto es que pocos meses después, hubo otra coincidencia con La Caballona.

      Me tocó a mí encontrármela, ¿en dónde más podría ser?: en el Palacio de los Deportes, ¡la noche que se presentaron los famosos Corceles Blancos de Vienna! "Quiúbole —me dijo Lorenza, como si nos viéramos muy seguido—, ya me imaginaba encontrarte aquí. Con tu artículo parece que ya reconoces que mis hipótesis equinas realmente ayudan a los historiadores. Por cierto, ¿no te dijo Adolfo que nos encontramos en Gandhi? En una de esas y también le sirven mis rollos para sus libros".

      Durante el espectáculo casi no intercambiamos palabra. Lorenza miraba a los caballazos austríacos como si fueran miembros de su familia. Yo le miraba sus inmensos ojotes, convencido que en vez de aplaudir relincharía, mientras ella permanecía casi inmutable, si no fuera por el constante acomodo de sus rodillas y sus taconeos al ritmo de un vals. Cuando terminó la función, comprobé que Lorenza sigue haciendo ese ruidito con los labios, como trompetilla, que tantas burlas le costó en la Universidad.

      Me pidió la llevara a cenar (obviamente, a donde hubiera muchas ensaladas) y luego de que masticara alrededor de siete cubitos de azúcar, que nos trajeron con el café, me soltó una de sus ya famosas peroratas. En el mismo tono en que le lanzó a Adolfo aquello de "Si no sabes de caballos, no sabrás de letras" a mí me endilgó toda una cabalgata de conceptos que, hasta el momento, me hacen reflexionar. Me dijo que había avanzado muchísimo en la redacción de La historia equina de México y que ya se andaba animando a dejar que se lo publicaran, ("Hay que ser como los caballazos austríacos y dejarse lucir en público, ¿no crees?”). De aquí que me contara que, a medida que iba completando los siete tomos de su magna investigación caballar, "se me ha ido revelando un nuevo giro en la historia reciente de México y hasta en las noticias de actualidad. Estoy convencida de que la historia del siglo xx mexicano, simplemente, no se entiende, si no se entiende de caballos".

      Lorenza notó mi incredulidad y, al tiempo que pedía una extemporánea orden de zanahoria, me regaló las siguientes pistas: "Emiliano Zapata era caballerango de la Hacienda de Chinameca, propiedad de Ignacio de la Torre, yerno de don Porfis. Todos sabemos que a Nachito le gustaba vestirse de mujer… ¿Quién te dice a ti que en alguna visita a las caballerizas de Chinameca, Nachito no le haya visto rasgos antojables a Emiliano? ¿Imagínate si lo llegó a pellizcar? ¡Ái tienes otra explicación para el levantamiento en armas!". Tenía ganas de decirle que ya parecía Caballo Loco, pero Lorenza ni me dejó: "Ái te va más: ¿No crees que la debilidad de Maximino Ávila Camacho por los caballos y las rejoneadoras explica muchos misterios de quién llevaba realmente las riendas del poder en el sexenio de su hermano? y ¿no te acuerdas de José López Portillo cabalgando en un rocín imponentemente blanco, cuando

      entregó tractores en Teotihuacán? ¡Se creía Quetzalcóatl y si no le rascamos a su teatralidad hípica, jamás entenderemos sus verdaderas intenciones!".

      Pedí la cuenta, convencido de que Lorenza perdió ya todas las canicas o, mejor dicho, los estribos. La encaminé al metro, no sin antes tener que soportar sus últimos comentarios. "Te regalo una super para otro de tus artículos: si quieres, ponme La llanera solitaria, pero ahora ando tras la pista del único Presidente de la República que ha competido profesionalmente en concursos hípicos. ¿Será cierto que mató a su caballo en los Juegos Panamericanos? ¿Será cierto que su hermano fue detenido cuando regresaba de un espectáculo hípico en Estados Unidos? ¿No es coincidente que el asesino del secretario del pri haya sido un caballerango traído de Tamaulipas? ¿Por qué dicen que Irlanda —esa noble tierra donde aún se respeta y ama a los caballos, como si fueran iguales a los hombres y en donde, además, se fabrican los mejores aparejos para caballistas— es el mejor refugio para mexicanos que buscan asilo?".

      Era ya tarde y me despedí de Lorenza como quien se despide de un miedo que jamás se quiere volver a vivir, como quien se baja de un caballo desbocado. Desconozco qué resultados tengan las investigaciones equinas de La Caballona, pero reconozco que no dejo de pensar en sus elucubraciones. Hoy salió Bill Clinton, en una foto del periódico, montando un caballo idéntico al de Toro o Tonto, compañero inseparable del Kemosabe enmascarado... ¿Andará por allá La llanera solitaria?

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