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en Veracruz— que se puede tornar —según el ángulo del sol— en silueta revolucionaria, digna de aparecer en algún mural de nuestros edificios públicos.

      Su labor como historiador estuvo siempre a la sombra de sus labores en el despacho de abogados Medina-Murillo-Cifuentes y Veragua, lúgubre caverna leguleya desde donde Severiano se especializó en la redacción de actas y testamentos, en la constante relectura de códigos y constituciones de empresas y en la obligación semanal de atestiguar embargos, citatorios y matrimonios. De aquí que las horas que lograba dedicar a la investigación histórica no sólo fueran desdeñadas por su familia, sino incluso tipificadas como "desperdicio mental".

      A lo anterior habrá que agregar que Severiano nunca tuvo tiempo de formalizar académicamente su verdadera vocación. Además de que le producía una pereza infinita tener que cuadricular con créditos y horas de clase la efervescente emoción que le producían las tardes en el Archivo General de la Nación. Por otro lado, Severiano descubrió desde muy temprana edad que sus mutaciones faciales se producían con mayor facilidad ante la lectura o conversación de temas históricos. Sus gestos se aceleraban con solo hojear México a través de los siglos y con la obra de Lucas Alamán era capaz de cambiar de pigmentación. Enfrentarse a ocho semestres de explicaciones y burlas de parte de maestros o compañeros, le resultaba francamente inaceptable.

      Tengo la fortuna de conocer a este Zelig mexicano y, mientras que su familia insiste en que su don es materia para algún cirujano plástico, he procurado visitarlo por lo menos dos veces a la semana. Ante mis propios ojos he visto como su rostro —al hablar de Porfirio Díaz— se transforma de una filiación oaxaqueña y morena hacia una faz europea, blanqueada y con luengos bigotes. En el breve lapso de unas horas, al releerle unos párrafos de La sucesión presidencial de 1910, el rostro de Severiano se encogió y rejuveneció con todo y barbita de candado.

      Hace unos meses hice el experimento de leerle a Severiano, en una misma mañana, párrafos selectos y alternados de dos excelentes biografías de Hernán Cortés y Nezahualcóyotl escritas por mi querido maestro José Luis Martínez. Valga como elogio agradecido al autor, que Severiano no sólo pasaba de las barbas y el castellano, que lo hacían don Hernán, al antiguo rostro casi lampiño del Rey-Poeta, sino que además tuvo a bien comentar un sinfín de circunstancias y datos que complementaban mi lectura de esos libros.

      Las mañanas con Severiano me han permitido conocer en persona los gestos —que yo creía hoscos y altaneros— de Antonio López de Santa Anna y me han conferido el privilegio de platicar con Bernal Díaz del Castillo, como joven soldado y como viejo memorioso, ¡en un mismo día! Incluso, he probado si la memoria de Severiano es internacional y, una mañana que preparaba un artículo sobre el fascismo europeo, este genial coyoacanense me divirtió con las ridículas gesticulaciones de Benito el Duce, los grotescos movimientos de bigotito y fleco del deleznable Führer y la voz tipluda casi inconcebible del Caudillo Franco.

      Además del gran valor historiográfico que he obtenido con las enseñanzas de Severiano, he de informar que también domina la literatura. Así, hay mañanas en que lo he visto encanecer y filosofar como Alonso Quijano el Bueno y me consta que Sancho Panza no era tan gordo como lo pintó Gustave Doré. De este tipo de pláticas, la mejor mirada que se le pone a Severiano es cuando hemos releído juntos a Marcel Proust, ojos a media asta, gomina en el pelo, etcétera.

      En el Prefacio a sus Vidas Imaginarias, Marcel Schwob ataca a los historiadores que desdeñan a los individuos a cambio de enfatizar las acciones generales, subrayar procesos colectivos o ensalzar movimientos impersonales. Schwob menciona que los razonamientos del filósofo Pascal en torno a si la longitud de la nariz de Cleopatra —o las arenillas en la uretra de Cromwell— hubieran influido en el curso de la historia son "hechos individuales (que) no tienen más valor sino porque modificaron los acontecimientos o porque hubieran podido cambiar su ilación". El extraño caso de Severiano en Coyoacán, la extravagante rareza de sus mutaciones histórico-faciales, me han llevado a reconocer la importancia significativa de las biografías dentro de las crónicas; gestos, ánimos y humores se me han vuelto igual de importantes que los números de las cuentas económicas o los anónimos desencantos de la política.

      Como bien me lo ha demostrado Severiano, la historia no sólo se lee en proclamas y edictos, sino que se comprenderá mejor con caras, linajes, sonrisas y llantos. Pero tampoco hay que exagerar la gesticulación, pues como él mismo apunta: "Imagínate si sólo me leyeras la Notre Dame de Víctor Hugo. Me verías siempre con cara de Cuasimodo... y eso sólo lo hago cuando quiero asustar a mis nietecitos."

      Las infusiones de Wang Feng

      Aunque nacido en Mexicali, Baja California, y bautizado como Faustino por sus padres inmigrantes, Wang Feng lleva en su aspecto, acento y en muchos años de ejercicio profesional, una auténtica personalidad de mandarín de siglos pasados. Hay quienes aseguran que se trata de un verdadero caso de personalidad omnipresente —que en las noches duerme en Beijing y que despierta involuntariamente en plena Ciudad de México— y que sus atributos más que de fármaco oriental, se deben a oscuras conjuras mágico-esotéricas. Lo cierto es que Wang Feng es más mexicano que el mole poblano y que la confusión de sus virtudes se debe a la efectividad de sus recetas.

      Inmerso en el enigmático barrio chino de la ciudad más grande del mundo —barrio microscópico si se compara con el Chinatown neoyorquino o la Gran Comunidad de San Francisco— se encuentran las dos habitaciones que, desde 1953, alquila mi amigo Wang Feng. En lo que parece un fumadero de opio —más copiado de las películas norteamericanas que de fotografías auténticas— Wang Feng recibe a los clientes con una variedad infinitamente cromática de batas orientales, gestos y sandalias inconfundiblemente pequinesas y una sonrisa que no es exagerado calificar de eterna.

      La mayor parte de su clientela responde a un añejado anuncio que Wang Feng coloca en un periódico desde hace ya treinta años y, por lo mismo, buscan aliviar insomnios, dolores de muela y problemas renales. Así, Wang Feng se ha especializado a tal grado en estos males que con unas pequeñas bolsitas de yerbas —orientales y xochimilcas— despacha a su clientela con una sola cita, lo cual ha fomentado su mitificación.

      Por buenos y largos años que desayuné a diario en un café de sus paisanos —"La flor del cachanilla" que se ubicaba en la calle de Artículo 123— me consta la verdadera biografía de Faustino Wang Feng y, aunque nunca he comprobado su fama de viajero nocturno del espacio, sí puedo corroborar sus habilidades como viajero de los tiempos. Resulta que en mi ya recurrente afán por recorrer el pretérito de México, una mañana le pregunté al buen Feng si no manejaba somníferos o alucinantes que me permitieran estudiar mejor esa época que en los libros llaman Revolución Mexicana. Le expliqué que durante mis estudios siempre me parecieron insípidas las clases del profesor Malandrina que, ni por edad ni por vocación, conocía realmente el tema. Además, Jacinto Malandrina no le imprimía ninguna emoción a toda esa época que se inicia con el derrumbe de don Porfirio y que, según los discursos, aún sigue dando vueltas en nuestra cronología política.

      A mi parecer, y gracias a unas lecturas fuera de clase, más que Una Revolución esa época reúne varias revoluciones, algunas rebeliones y un mosaico de pasiones: desde la configuración geográfica de los que se alzaron, los particulares motivos que los orientaron y las utópicas metas que se propusieron los distintos bandos. Con todo, ya tenía yo elaborada una hipótesis que dividía a esa época de México en distintas etapas: la apostólica-democrática de Madero, la revancha-reversa-etílica de Victoriano Huerta, la reivindicación-bandolera y febril de Francisco Villa, la constitucionalista de Carranza, la terrenal-autóctona de Zapata y otra serie de divisiones definitorias.

      Para mi fortuna, y en un gesto de verdadera cortesía oriental, Wang Feng me permitió conocer loa íntimos secretos de su consultorio. Rodeado de dragones de papel y rociado de inciensos maravillosos, mi amigo Wang me mandó, con la fuerza de un té de tila con limón, directamente a la ciudad de Celaya en 1915. La rara infusión que me recetó este mágico personaje (que de no ser por Mexicali, lo hubiera creado Woody Allen) me permitió conocer en persona —y en un mismo día— las impresiones de Álvaro Obregón y Francisco Villa a punto de enfrentarse en una de las dos batallas

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