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Epístola (II, 14-15) que los gentiles, aunque estén desprovistos de la Ley Judía, son ley para sí mismos, porque su conciencia les acusará o les excusará en el día del juicio, san Pablo admite implícitamente la existencia de una moral natural o, más bien, de un conocimiento natural de la ley moral. Ahora bien: aun cuando el apóstol no se haya planteado esta cuestión puramente especulativa, desde ese momento era imposible que no se planteara este otro interrogante: ¿qué relaciones hay entre el conocimiento racional de lo verdadero o del bien concedido por Dios al hombre y el conocimiento revelado que el Evangelio ha venido a agregar al primero? Ese es precisamente el problema que san Justino ha planteado y resuelto.

      Puesto que —se pregunta— Jesucristo nació ciento cincuenta años antes de la fecha en que escribo, ¿cómo debo considerar a los hombres que, viviendo antes de Cristo, estuvieron desprovistos del auxilio de la revelación? ¿A todos culpables o a todos inocentes? El Prólogo del Evangelio de san Juan sugiere la respuesta que conviene dar a esta pregunta. Jesucristo es el Verbo, y el Verbo es Dios; ahora bien: está dicho en el Evangelio que el Verbo ilumina a todo hombre que llega a este mundo; de ahí resulta, pues, que debemos admitir, por el testimonio de Dios, una revelación natural del Verbo, universal y anterior a la que se produjo cuando, haciéndose carne, vino a habitar entre nosotros. Por otra parte, puesto que el Verbo es el Cristo, todos los hombres han participado en la luz del Cristo al participar en la del Verbo. Los que han vivido según el Verbo, ya fueran paganos o judíos, han sido, pues, cristianos por definición, en tanto que quienes han vivido en el error y en el vicio, es decir, contrariamente a lo que les enseñaba la luz del Verbo, han sido verdaderos enemigos de Cristo desde antes de su llegada. Si es así, la suposición de san Pablo, aun permaneciendo materialmente la misma, se halla espiritualmente transformada, pues donde el apóstol invocaba contra los paganos una revelación natural que los condena, san Justino admite en favor de aquellos una revelación natural que los salva. Sócrates llega a ser un cristiano tan fiel, que no es sorprendente que el diablo hiciera de él un mártir de la verdad, y Justino no está lejos de decir con Erasmo: «¡San Sócrates, ruega por nosotros!».

      Para quien decide adoptar esta perspectiva sobre la historia, sigue siendo verdad el decir con san Pablo que la fe en Cristo dispensa de la filosofía y que la revelación la suplanta, pero la revelación no suplanta a la filosofía sino porque la perfecciona. De ahí un trastrueque del problema, tan curioso como inevitable. Si todo lo que había de verdadero en la filosofía era un presentimiento y como un esbozo del cristianismo, quien posee el cristianismo debe por eso mismo poseer todo lo que había de verdadero y todo lo que por siempre puede haber de verdadero en la filosofía. En otros términos, y por más extraño que esto pueda parecer, la posición racional más favorable no es la del racionalista, sino la del creyente; la posición filosófica más favorable no es la del filósofo, sino la del cristiano. Para cerciorarse de ello bastará con enumerar las ventajas que esta presenta.

      Pudiéramos hacer observar en primer lugar que la gran superioridad del cristianismo consiste en la de no ser un simple conocimiento abstracto de la verdad, sino un método eficaz de salvación. El punto puede parecer hoy sin relación directa con la noción de filosofía, porque la confundimos más o menos con la ciencia; mas tanto para el Platón del Fedón como para el Aristóteles de la Ética a Nicómaco, aun cuando fuese esencialmente ciencia, la filosofía no era solo eso; era también un sistema de vida; y llegó a serlo a tal punto con los estoicos y sus sucesores, que esos filósofos se distinguían de los demás hombres por su vestidura, del mismo modo que un sacerdote se distingue hoy por la suya de los hombres que lo rodean. Ahora bien: es un hecho comprobado que los sistemas griegos aparecieron a los ojos de los cristianos del siglo II como especulaciones interesantes y aun a veces verdaderas, pero sin eficacia para la conducta de la vida. Al contrario, por el hecho de que prolongaba el orden natural mediante un orden sobrenatural y apelaba a la gracia como a una fuente inagotable de energía para la aprehensión de lo verdadero y la realización del bien, el cristianismo se ofrecía a la vez como una doctrina y una práctica, o, más exactamente, como una doctrina que traía al mismo tiempo los medios de ponerla en práctica.

      Facilísimo sería acumular ejemplos históricos en apoyo de esta interpretación del cristianismo, pero sin duda será suficiente recordar que aquí reside todo lo esencial de la doctrina de san Pablo sobre el pecado, la Redención y la gracia. Lo que el hombre quisiera hacer, no lo hace; lo que no quisiera hacer, lo hace. Una cosa es querer hacer el bien, y otra poder hacerlo; una es la ley de Dios que reina en el hombre interior, y otra la ley del pecado que reina en sus miembros. ¿Y quién, pues, hará reinar la ley de Dios en el hombre exterior, sino Dios mismo, por la gracia de Jesucristo? Nada más conocido que esta doctrina. En cambio, lo que a veces parece olvidarse es que esa doctrina está en el centro mismo de la obra de san Agustín y, por ende, de todo el pensamiento cristiano. Se ha discutido por mucho tiempo sobre el sentido del testimonio de las Confesiones, considerando algunos que san Agustín se convirtió al neoplatonismo más bien que al cristianismo y sosteniendo otros, por el contrario, que su conversión fue la de un verdadero cristiano. Personalmente no dudo de que la segunda hipótesis sea la verdadera; pero si ciertos autores han creído posible sostener la primera con gran refuerzo de textos y argumentos, es precisamente por no haber comprendido que el cristianismo es esencialmente un método de salvación y que, por consiguiente, convertirse al cristianismo es esencialmente adherir a este método de salvación. Ahora bien: si hay un punto evidente entre todos los que toca el relato de las Confesiones, ese punto es justamente aquel donde san Agustín nos dice que, a su juicio, el vicio radical del neoplatonismo reside en la ignorancia en que nos deja de la doble doctrina del pecado y de la gracia que nos libra de él.

      Volvamos, sin embargo, al plano de la filosofía puramente especulativa y del conocimiento abstracto; ahí también habremos de reconocer que para los primeros pensadores cristianos se les ofrecían muchas ventajas con el terreno de la religión. Uno de los argumentos que más fácilmente invocan en favor de su fe es el que se funda en las contradicciones de los filósofos. El hecho es bien conocido, pero su significación quizá no sea la que comunmente se imagina. Lo que parece haber impresionado a Justino y a sus sucesores no es solamente la incoherencia de las especulaciones filosóficas, sino sobre todo la coherencia de las respuestas dadas a los problemas filosóficos por una doctrina que, en lugar de ofrecerse como una filosofía entre tantas otras, se hacía pasar por la única verdadera religión.

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