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de la revelación es la filosofía misma. Fides quaerens intellectum: he ahí el principio de toda especulación medieval; pero ¿no sería también una confusión de la filosofía y de la teología, que arruinaría a la propia filosofía?[6].

      Entre un neoescolástico semejante y un puro racionalista queda, sin duda, una diferencia fundamental. Para el neoescolástico, la fe subsiste, y todo desacuerdo entre su fe y su filosofía es signo cierto de error filosófico. En ese caso, tiene que volver al examen de sus conclusiones y de sus principios, hasta que descubra el error que los vicia. Sin embargo, aun entonces, si no se entiende con el racionalista, no es porque no hablen el mismo lenguaje. No será él quien cometa el error imperdonable de un san Agustín o de un san Anselmo, y cuando se le pida que pruebe a Dios, primero nos invitará a creer en él. Si su filosofía es verdadera, a su sola evidencia racional se lo debe; si no consiguiera convencer a su adversario, no sería juego limpio de su parte acudir a la fe para justificarse, no solo porque esa fe no la admiten sus adversarios, sino además porque la verdad de su filosofía no se apoya de ningún modo en la de su fe.

      Pero lo más curioso no está en eso. Así como ciertos agustinianos le reprochan al tomismo de ser una filosofía falsa, porque no es cristiana, ciertos tomistas replican que si esta filosofía es verdadera, no puede ser en modo alguno porque es cristiana. De hecho, no pueden dejar de adoptar esta posición, porque desde el momento en que se separa la razón de la fe en su ejercicio, toda relación intrínseca entre el cristianismo y la filosofía se toma contradictoria. Si una filosofía es verdadera, no puede serlo sino en cuanto racional; pero si merece el título de racional, no puede serlo en cuanto cristiana. Hay que elegir, pues. Un tomista no admitirá jamás que en la doctrina de santo Tomás haya la menor cosa contraria al espíritu o a la letra de la fe, pues profesa expresamente el acuerdo de la revelación y de la razón como no siendo otra cosa sino el acuerdo de la verdad consigo misma; pero no deberá sorprendemos demasiado si vemos a algunos de ellos aceptar sin pestañear el clásico reproche de los agustinianos: vuestra filosofía deja de tener carácter intrínsecamente cristiano. ¿Y cómo podría tener ese carácter sin dejar de ser? Los principios filosóficos de santo Tomás son los de Aristóteles, es decir, los de un hombre para quien no existían ni la revelación cristiana, ni aun la revelación judía; si el tomismo precisó, completó, depuró al aristotelismo, nunca lo hizo apelando a la fe, sino deduciendo más correctamente o más completamente de cuanto lo hizo Aristóteles las consecuencias implicadas en sus propios principios. En suma: mientras nos mantenemos en el plano de la especulación filosófica, el tomismo no es más que un aristotelismo racionalmente corregido y juiciosamente completado; pero santo Tomás no tenía por qué bautizar al aristotelismo para hacerlo verdadero, como no hubiera tenido que bautizar a Aristóteles para entenderse con él: las conversaciones filosóficas se mantienen de hombre a hombre, no de hombre a cristiano.

      Ante semejante concordancia de la observación de los hechos y del análisis de las nociones, parecería absurdo querer ir más allá, si no recordáramos oportunamente la complejidad de las relaciones que unen las ideas a los hechos. Es muy cierto que, simple colección de hechos, la historia nunca resuelve ninguna cuestión de derecho, pues la decisión pertenece siempre a las ideas; pero es igualmente cierto que los conceptos se inducen a partir de los hechos, de quienes se convertirán en jueces una vez inducidos. Ahora bien: es un hecho cierto que, si bien se ha deducido mucho, se ha inducido muy poco al tratar de definir la noción de filosofía cristiana; y agreguemos que se ha inducido muy poco colocándose en el punto de vista cristiano. ¿Cómo han concebido sus relaciones el pensamiento filosófico y la fe cristiana? ¿Qué conciencia tenían respectivamente de lo que daban y recibían en los cambios que se establecían entre ellos? Cuestiones inmensas, a las que no faltan respuestas tajantes, cuya investigación metódica desafía las fuerzas del pensamiento, no solo a causa de la multiplicidad de los problemas particulares que sería necesario resolver

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