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que las preceden, donde se explica lenta y cuidadosamente el significado de cada uno de los conceptos clave. Pero la presentación formal debería evidenciar en cada caso cómo todo lo discutido antes de modo informal encaja entre sí. Por último, cada capítulo concluye con una larga sección que aborda diversas objeciones que han sido o pueden ser planteadas al argumento en cuestión. Aquí es, a veces, donde aparece el material más técnico.

      En concreto, el contenido de los cinco primeros capítulos es el que sigue. El capítulo 1 defiende lo que llamo la prueba aristotélica de la existencia de Dios. Empieza con el hecho de que en el mundo hay cambio real, lo analiza en términos de la actualización de potencialidades y argumenta que ninguna potencia podría ser actualizada a menos que hubiera algo que pudiera actualizar sin ser él mismo actualizado: un «actualizador puramente actual» o Motor Inmóvil, como caracterizó Aristóteles a Dios. Aristóteles desarrolla un argumento similar en el libro 8 de su Física y en el 12 de su Metafísica. Aristotélicos posteriores como Maimónides o Tomás de Aquino construyeron sus propias versiones: la primera de las cinco vías tomistas es una de ellas. Estos autores expresaron la idea con nociones científicas arcaicas (como el movimiento de las esferas celestes) pero, tal y como han mostrado los aristotélicos modernos, el núcleo esencial del argumento no depende en absoluto de esta carcasa anticuada. El capítulo 1, pues, busca presentar la idea central de la prueba como habría sido desarrollada por Aristóteles, Maimónides o Tomás si hubieran estado escribiendo hoy en día.

      El capítulo 2 defiende lo que llamo la prueba neoplatónica de la existencia de Dios. Empieza con el hecho de que las cosas de nuestra experiencia son compuestas o están hechas de partes, y argumenta que su última causa sólo puede ser algo absolutamente simple o no-compuesto, aquello que Plotino llamó «el Uno». Cabe encontrar la idea central de tal argumento en las Enéadas de Plotino, y Tomás de Aquino también le dio expresión. En efecto, la tesis de la simplicidad divina es absolutamente central a la concepción de Dios del teísmo clásico, aunque haya sido extrañamente descuidada por los autores contemporáneos de la teología natural, teístas no menos que ateos. Entre los objetivos de este libro está contribuir a restituirla a su lugar propio.

      El capítulo 3 defiende una prueba agustiniana de la existencia de Dios. Empieza argumentando que los universales (la rojez, la humanidad, la triangularidad, etc.), las proposiciones, las posibilidades y otros objetos abstractos son reales en algún sentido, pero rechaza la idea platónica de que existen en una especie de «tercer reino» distinto tanto de toda mente como del mundo de las cosas particulares. El único fundamento último posible de tales objetos, se concluye, es un intelecto divino: la mente de Dios. Esta idea tiene también sus raíces en el pensamiento neoplatónico, fue central para la comprensión de Dios de San Agustín y fue defendida del mismo modo por Leibniz. Este libro ofrece, hasta donde sé, la presentación más detallada y sistemática de dicho argumento hasta la fecha.

      El capítulo 4 defiende la prueba tomista de la existencia de Dios. Empieza argumentando que para cada cosa contingente de nuestra experiencia hay una distinción real entre su esencia (lo que la cosa es) y su existencia (que es). A continuación argumenta que nada en lo que se dé tal distinción real podría existir ni siquiera por un instante a menos que fuera causado por algo en lo que no se dé tal distinción, algo cuya misma esencia simplemente sea existir, y que pueda por lo tanto impartir la existencia sin, a su vez, tener que recibirla: una causa incausada de la existencia de las cosas. Tomás presentó un argumento de este tipo en su pequeño opúsculo Sobre el ente y la esencia, y muchos de sus seguidores lo han considerado como el argumento tomista paradigmático de la existencia de Dios.

      El capítulo 5 defiende una prueba racionalista que empieza con una defensa del principio de razón suficiente (PRS), de acuerdo con el cual todo es inteligible o tiene una explicación tanto de su existencia como de sus atributos. Se argumenta a continuación que no puede haber una explicación de la existencia de ninguna de las cosas contingentes de nuestra experiencia a menos que haya un ser necesario, la existencia del cual se explique por su propia naturaleza. Este tipo de argumento se asocia mucho con Leibniz, pero la versión que defiendo se aparta de él en varios puntos e interpreta las ideas clave en sentido aristotélico-tomista. (Así, aunque es un argumento «racionalista» en la medida en que se compromete con una versión del PRS y con la tesis de que el mundo es inteligible de principio a fin, no es «racionalista» en otros sentidos comunes del término. Por ejemplo, mi versión no está para nada comprometida con la doctrina de las ideas innatas u otros aspectos de la epistemología de filósofos racionalistas continentales como Descartes, Spinoza y Leibniz, y mi interpretación del PRS difiere de la suya en aspectos clave).

      Habiendo presentado estas cinco pruebas de la existencia de Dios, en el capítulo 6 pasamos a examinar su naturaleza y su relación con el mundo del cual es causa. Estos temas ya habrán sido abordados de modo considerable en los capítulos anteriores, pero aquí los examinaremos en mayor profundidad y de manera más sistemática. Se empieza con la exposición y defensa de tres principios básicos fundamentales: el principio de causalidad proporcionada, según el cual lo que hay en un efecto tiene que preexistir de algún modo en su causa total; el principio agere sequitur esse, según el cual el modo de obrar o comportarse de una cosa se sigue de lo que es; y la tesis tomista del uso analógico del lenguaje. A continuación utilizaremos estos principios para derivar diversos atributos divinos y responder varias preguntas y objeciones filosóficas acerca de los mismos. El capítulo muestra, de entrada, que el término final de cada una de las cinco pruebas es uno y el mismo Dios, y que por principio no puede haber más que un solo Dios. Habiendo establecido la unicidad divina, prosigue mostrando que también tenemos que atribuirle a Dios simplicidad, inmutabilidad, inmaterialidad, incorporeidad, eternidad, necesidad, omnipotencia, omnisciencia, bondad perfecta, voluntad, amor e incomprehensibilidad.

      Entonces se expone y defiende la doctrina de la conservación divina, de acuerdo con la cual el mundo no podría existir ni siquiera por un instante si Dios no estuviera continuamente sosteniéndolo en el ser; y la doctrina de la concurrencia divina, de acuerdo con la cual ninguna cosa creada podría tener eficacia causal si Dios no estuviera impartiéndole dicho poder a cada momento en el que actúa. De camino, se muestra que estos argumentos descartan concepciones de la relación entre Dios y el mundo como el panteísmo, el panenteísmo, el ocasionalismo y el deísmo. El capítulo 6 termina con una discusión acerca de lo que es un milagro y del sentido en el que Dios podría causar uno. (Esto último, como el lector podrá apreciar, es crucial a la hora de determinar si podría haber alguna fuente de conocimiento acerca de Dios fuera de la teología natural, en alguna revelación divina especial, aunque la cuestión de si tal revelación ha tenido lugar es algo que queda fuera del alcance de este libro).

      Por último, el capítulo 7 aborda diversas críticas a la teología natural. Muchas de éstas habrán sido ya tratadas con anterioridad, pero el objetivo ahora es responderlas con mayor profundidad, además de abordar algunas nuevas. Hacia el final del capítulo, y por ende hacia el final del libro, será evidente que ninguna de las objeciones tiene éxito y que, de hecho, las más comunes están sobrevaloradas y son asombrosamente débiles.

      Soy consciente de que ésta es una afirmación muy categórica. Pero es que la teología natural, históricamente, fue una disciplina muy segura de sí misma. Una larga línea de autores desde el comienzo del pensamiento occidental hasta el día de hoy –aristotélicos, neoplatónicos, tomistas y otros escolásticos, racionalistas modernos y también filósofos de otras escuelas, fueran paganos, judíos, cristianos, musulmanes o teístas filosóficos– han afirmados que la existencia de Dios puede ser demostrada racionalmente a través de argumentos filosóficos. El objetivo de este libro es mostrar que tenían razón, que aquello que tiempo ha fue la convicción principal del pensamiento occidental tendría que volver a serlo también hoy. El debate real no está entre el ateísmo y el teísmo. El debate real está entre teístas de distinto tipo –judíos, cristianos, musulmanes, hindús, teístas filosóficos, etcétera– y empieza ahí donde la teología natural acaba. Este libro no entra en ese otro debate, ni pretende mucho menos zanjarlo. Quedaré satisfecho con que contribuya a llevarnos de vuelta al punto desde el cual cabe abordar las preguntas más profundas.

      2. Las cinco vías de Tomás

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