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ajustada hasta los xercos, las sandalias de anchas correas.

      Alegremente conmovida por las agradables palabras de Tamaide, que sonaron en sus oídos como las dulces sonoridades de un caramillo, dio la princesa su consentimiento. Después corrió presurosa a la caverna del rey para llevar a su padre la buena nueva.

      Apoyado en su elástico banot, la jabalina de madera oscura de fresno, contempló encantado a la joven…

      Había llegado el día del Beñesmén. En Alfaribor, el espacioso desfiladero de Taoro, dominaba gran actividad. Jóvenes maguadas, sagradas sacerdotisas, que hoy debían actuar como damas de corte de la reina de honor, se encontraban allí para ataviar a Guaima. Lindos collares de conchas colgaron de su blanco cuello, clavaron en su pelo las rojas flores del miracielos y le ciñeron en sus caderas un cinturón de abigarradas flores silvestres. Después condujeron a Guaima al sagrado manantial, cuya superficie cristalina devolvió la adorada imagen de la reina de honor.

      La prolongada tonalidad del fatuto, un caracol de mar, que por tres veces se escuchó, avisó del comienzo del festival. Rápidamente se organizó la comitiva y, seguida de las maguadas, avanzó Guaima, con la cabeza erguida, al sitio de las competiciones.

      El amplio círculo del tagoror estaba adornado con hierba fresca y flores de colores vivos. Entre ramas de laureles y adornos de palmas, embalsamaban el ambiente las blancas flores de la retama.

      Bajo el viejísimo árbol del drago, el rasgo característico de Taoro, estaba sentado, sobre una piedra cubierta con una piel, el rey Bentinerfe, rodeado por los príncipes y nobles de su reino. Sobre la cabeza del gobernante colgaba el estandarte tejido de líber, la añepa, símbolo de poderío ilimitado. Alrededor del campo de combate estaban agazapados los vasallos sobre piedras hasta allí llevadas, mientras que los niños jugaban en la arena. En todos los rostros se traslucía una viva expectación.

      Solemnemente se aproximaba el séquito de Guaima y las sacerdotisas, que en honor de Acorán entonaban un canto de alabanzas. Seguían jóvenes con tajarastes, pequeños tambores de mano, y chiflas, flautas. Después de la comida iniciarían la danza los guatativoa.

      Portadores de angarillas con frutas del mocán y del madroñero iban de aquí para allá, para establecerse bajo las palmeras de abanico, alejados del polvo de la pista de combate. Se amontonaban también jugosas zarzamoras en cestos tejidos con líber, gofio cuidadosamente preparado, trigo tostado y después molido, leche fresca de cabra en enormes cántaros de arcilla y tortas de yoya. Se aspiraba el aromático olor de erizos y baifos, cabritos, asados, y en asadores se preparaban sabrosos carneros.

      Sin una nube resplandecía el cielo como oscuro zafiro, hacia el que levantaba el cono del Teide su centelleante cima. De oro parecía el divino Magec, el sempiterno sol, lanzando sus dardos bienhechores sobre el feliz valle de Arautápala.

      Comenzaron las competiciones. Se alternaban las carreras con lanzamientos de piedras y de lanzas. Saltos de altura y de anchura iban acompañados de gritos alentadores. Ya oblicuaban los rayos del sol sobre las alturas del Tigaiga cuando el rey Bentinerfe mandó hacer alto.

      De nuevo resonó un caracol, y penetró altivo en la pista el hercúleo Tagara, maestro en la lucha, a quien nadie hasta entonces había logrado derribar. Inclinándose con profunda reverencia ante el rey, le dirigió el saludo real: «¡Zahaniat Guayohec!». Soy tu vasallo. Después miró a su alrededor en busca de un contrincante. Bien claro se leía en su mirada que hoy alcanzaría el máximo galardón destinado al vencedor: la encantadora hija del rey.

      También había penetrado la princesa Guaima con sus damas de corte en el círculo del tagoror. En la mano sostenía el gánigo, la pequeña vasija de barro, símbolo de la victoria. A quien lo ganase pertenecería ella en cuerpo y alma. ¡Así lo quiere la ley de los guanches! Aunque era su indiscutible derecho señalar al adversario del retador.

      Con anhelo paseó su mirada por los reunidos, acabando por encontrar al que desde hacía tiempo pertenecía su corazón. Allá, bajo el floreciente guaidil, cuyas blancas flores acampanadas caían como olorosos copos, se encontraba el pastor Tamaide, que, risueño, la contemplaba. Con voz alta lo nombró, y con paso decidido penetró aquel en el campo de lucha.

      Un rumor de asombro corrió por la multitud. ¿Tamaide? ¿Tamaide se atrevía a luchar con el hercúleo Tagara? El rey Bentinerfe buscó los ojos de su querida hija. Su mirada suplicante le descubrió el deseo de la princesa y dio la señal para el comienzo de la lucha.

      En un momento se encontraron enlazados los contrincantes. En vano procuró Tagara derribar al pastor, ya que siempre se deslizaba de entre los brazos, a modo de tenazas, del gigante. No había duda de que en fuerza no podía compararse Tamaide al hijo de la alta montaña, fuerte como un oso, y que solo su destreza podría salvarlo de una segura derrota. Sentía cómo los ojos de Guaima se dirigían a él, y sabía que, para la felicidad de su vida, debía hacer lo imposible para vencer a Tagara.

      Cada vez con más ahínco lo acosaba el hércules. Notó cómo aflojaban sus fuerzas. Entonces se fijó en la parte flaca del adversario. Como una flecha, se adelantó y lo derribó al suelo. Arrodillándose enseguida sobre el pecho del gigante, oprimió sus hombros contra el suelo. El combate había terminado: Tamaide había resultado vencedor.

      Mientras los gritos atronadores de júbilo de los jóvenes pastores resonaban, se deslizaba Tagara, cubierto de vergüenza, fuera de la pista. Lejos de Taoro viviría en adelante, lejos de sus hermanos de linaje. Esta derrota había quebrantado su corazón.

      La princesa había llegado entre tanto bajo el guaidil para coger con rapidez un ramo de brillantes campanillas, que hábilmente tejió para la corona del vencedor. Después se precipitó a adornar con ella al escogido de su corazón. Enrojeciendo, alargó al arrodillado la pequeña vasija de barro y colocó la corona de flores en su frente. Con sus manos enlazadas se presentaron ambos ante el padre, que, risueño, los atrajo hacia su pecho.

      Los vasallos lanzaron las armas al aire. Jubilosos sonaban sus clamores a lo largo del tagoror: «¡Que viva la princesa Guaima! ¡Viva el héroe Tamaide!».

      Aquella misma noche se celebró la boda. Y desde ese día se adornan los novios de Tenerife con flores del guaidil, cuando avanzan hacia el altar en la primavera…

      Vilaflor

      Allá en lo alto, en la aireada altura, próxima a la zona de la retama, yace como pájaro en reposo con alas extendidas, en las empinadas laderas del Guajara, la pequeña aldea de Vilaflor. Atractivas lucen sus casas, pintadas de diversos colores, a los rayos del sol. Por encima de los últimos edificios, que, esparcidos entre floridos cerezos, miran al valle, comienza el bosque. Aquí se elevan altos pinos silvestres canarios junto a otras coníferas, cuyas copas cubren, como gigantescas sombrillas, el suelo cubierto de pinocha. Asustados por las pisadas del caminante, emprenden el vuelo unos pinzones azules del Teide, desapareciendo en el verde oscuro del boscaje.

      Solitario caminaba yo a través del bosque silencioso, cuando dos gigantescos pinos silvestres llamaron mi atención. Mientras los contemplaba, intentando apreciar su altura y circunferencia, apareció repentinamente, como surgido del suelo, un hombrecillo de pelo blanco, que de forma pícara me miraba con ojos de aspecto juvenil, que no parecían ajustarse a su rostro, surcado por arrugas.

      «Muchos forasteros llegan hasta aquí», dijo el pequeño, sin introducción, como si prosiguiese una conversación ya empezada, «para ver el ‹Pino gordo› y la ‹Madre del agua›, si bien pocos conocen la leyenda que rodea a ambos árboles. Yo se la contaré».

      Diciendo esto se agachó, con lo que apareció del todo un enano misterioso escapado de improviso de un libro de cuentos de la niñez. También yo me senté en el suelo, incliné la espalda contra el ingente tronco del Pino gordo y presté atención a las palabras del desconocido, que subrayaba con expresivos movimientos de las manos, como si quisiese pintar en el aire las imágenes de sus protagonistas.

      «Mucho antes de que los españoles pusiesen el pie en Tenerife, vivía

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