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el viento. Parecía dominar una paz arcádica en el valle boscoso que Zeus había destinado como morada a la ninfa Pyrene. Y, sin embargo, no era así.

      Allá en lo alto, en las espaciosas cavernas de los escarpados abruptos que parecían escalar el cielo, hacían de las suyas los salvajes Gigantes, jugando a la pelota con nubarrones desgajados por el viento, precipitando grandes bloques de piedra sobre las laderas rocosas y viviendo en sempiterna lucha entre sí. Sus vociferaciones resonaban como retumbos de truenos, y sus gritos semejaban silbidos de tempestad que pasasen raudos a través de barrancos insondables. Nada les era más odioso que el acogedor silencio y la soledad soñadora que dominaban en el tranquilo valle boscoso, donde saltaba el atrayente manantial, con reflejos plateados, de la ninfa Pyrene en el verde estanque.

      Una y otra vez habían intentado devastar el tranquilo valle y transformarlo en su campo de juego, aunque siempre en vano. Gigantescas moles rocosas eran precipitadas por ellos, pero el bosque las atrapaba con sus poderosos brazos, y cuantas veces se apoyaban contra los árboles, quedaban aprisionados sus pies en la espesura, los espinos arañaban sus rostros y manos, y los zarzales embarazaban su camino. Rabiosos, renunciaban al inútil forcejeo y retrocedían a las alturas para deliberar.

      Un relámpago zigzagueante les mostró cómo podían aniquilar a su terrible enemigo, el bosque. Con sus poderosos puños asieron las negruzcas nubes, cogieron el ardiente rayo y lo lanzaron con terribles alaridos a la profundidad. Acompañado de fuerte estallido fue a dar en las copas de los nudosos alcornoques. Las llamas se levaron de la maleza, y una oscura y espesa humareda ocultó el valle en tinieblas tan negras como la noche.

      Pero ya se aproximaba el vengador que Zeus había enviado para exterminar a los descomunales Gigantes y rescatar a Pyrene. Era Heracles, el amado de los dioses, que, ávido de aventuras, había desembarcado en la costa de Iberia, buscando descanso de su largo viaje en la alta montaña.

      Los gritos de los Gigantes lo despertaron de su sueño. A grandes saltos avanzó impetuosamente hacia los más empinados riscos, mirando a su alrededor, en busca de nuevas hazañas que pudieran aumentar su fama.

      Mientras tanto, los Gigantes lo habían divisado y reconocido como enemigo mortal. Por todos lados procuraban escalar las alturas, intentando lanzar al abismo al hijo de los dioses. Pero su maza silbante remolineaba sobre sus cabezas y destrozaba los brazos de los Gigantes asidos a las rocas. Al último que logró alcanzar le rompió Heracles la espina dorsal. Pesadamente se estrelló el cuerpo del monstruo en el abismo.

      Sin vida yacían los Gigantes en la falda de la montaña, si bien tenazmente proseguía su tarea destructora el fuego en el valle de la paz. Entonces percibió el oído del radiante vencedor un grito semejante a alegre tañido de campana. A la escucha, inclinó su cabeza sobre el abrupto balcón. De nuevo lo oyó… más débil…, desesperado…

      Como un alud descendió a saltos y abrió con la maza un amplio sendero a través del laberinto de los árboles ardientes, aplastó el monte bajo en ascuas y llegó pronto al sagrado manantial de Pyrene.

      Al borde del lago, medio sofocada por el acre humo, encontró tendida a la ninfa. Con presteza, la levantó y la llevó en veloz carrera a través de las ondulantes llamas a la falda salvadora, donde acomodó a la desmayada, con cuidado, bajo un risco protector. Meditabundo, contempló su hermosa figura, y de repente le parecieron todas sus gloriosas aventuras insignificantes e insulsas frente a una vida tranquila junto a esta diosa de ensueño. Y de nuevo la cogió y la transportó a la orilla para conducirla como esposa a su país natal.

      Mas la ninfa rogó con ahínco a su salvador que la dejase volver al sagrado manantial, que era su mundo, y Heracles la dejó marcharse con profunda pena, si bien disimuladamente la siguió desde lejos, pues no podía apartar de ella su vista.

      Con aire dolorido, la cabeza inclinada hacia el suelo, avanzó Pyrene sobre ramas carbonizadas y árboles caídos hacia el pequeño estanque, que ahora, cual sucio charco, miraba al cielo. En vez de altivos nenúfares, flotaban maderos sobre las ondas ennegrecidas por el hollín, ninguna mariposa revoloteaba ya por sus orillas, ningún canto aflautado de pájaro lejano llegaba ya a sus oídos. No era el apacible silencio de la soledad lo que ahora encontraba sino el inquietante silencio de un campo de restos quemados.

      Una vez más, elevó su cabeza y contempló entristecida los lugares devastados de su soñadora juventud. Entonces cayó muerta al estanque.

      Allí la encontró Heracles. Las lágrimas se deslizaban por las mejillas del héroe cuando transportó el cuerpo de la amada al risco más elevado, donde había vencido a sus enemigos los Gigantes. Allí erigió a la muerta, en cuarenta días y cuarenta noches, un ingente mausoleo, cuya cima penetraba en las nubes, y al que denominó Pyrenea. De aquí deriva el nombre de Pirineos con que se conoce en la actualidad a la totalidad de la cadena montañosa.

      Muchas lunas había llorado Heracles a la amada diosa, cuando decidió marchar hacia el Sur en busca de nuevas aventuras. Así, después de larga caminata, llegó a la montaña de Calpe, que ligaba Iberia con la tierra de los Atlantes. Desde su cúspide divisó por primera vez el Océano, que, como ancha faja, corría alrededor de la Tierra, así como el mar de su patria.

      A sus pies, en la costa de Iberia, se elevaba el castillo de Gades, que había construido el gigante Gerión, de tres cabezas, después de haber sido amonestado por la diosa Atenea. Despreocupado, descendió Heracles para contemplar al señor del castillo con sus propios ojos.

      Gustoso le dejó Gerión rebasar las murallas.

      La noticia de la victoria del héroe sobre los salvajes Gigantes lo había atemorizado, y temía negar la hospitalidad a Heracles. Pero, pérfido como era, ideó una treta para perder al hijo de los dioses. ¿Para qué tenía tres cabezas? Con tres se puede pensar mejor que con una. Conocía el afán de aventuras de su huésped y comenzó a hablarle de las Hespérides.

      Gea, la diosa de la Tierra y de la fertilidad, había regalado a Hera, en sus bodas con Zeus, doce manzanas de oro que proporcionaban facultades secretas. Quien comiese de ellas se volvía inmortal y disfrutaba de juventud eterna. En medio de la tierra de los Atlantes se encontraba el árbol floreciente, que guardaban las Hespérides, las siete hijas de Atlas y Hésperis. Mas astutamente le ocultó Gerión que aquellas estaban encomendadas a la protección del dragón Ladón, de cien cabezas.

      Apenas se enteró Heracles de la existencia de las frutas misteriosas, se dispuso a partir. Alegre lo despidió el gigante ante la portada de piedra del castillo, que cerró tras él, después de haberle mostrado el camino que conducía al reino de los Atlantes…

      Cuando el sol había remontado por cinco veces el disco de la Tierra, iluminaron sus rayos las manzanas doradas de Hera, que atraían relucientes entre el verde follaje de la abovedada copa del árbol, y a cuya sombra descansaban las Hespérides, de ojos azulados. Su dulce canto hizo detenerse a Heracles, extasiado ante la melodía divina.

      Tan abstraído se encontraba escuchando las encantadoras tonalidades, que no se percató cómo se deslizaba el dragón Ladón desde su guarida, oculta tras un seto espinoso, aproximándose silencioso para despedazar al atrevido héroe.

      Tan solo el cálido aliento del monstruo de cien cabezas lo sacó de su abstracción. Con rapidez se percató del peligro y se dispuso a hacer frente al ladino adversario.

      Solo cuando una docena de cabezas del animal yacían ya por tierra, se dio cuenta de que esta vez se trataba de una lucha a vida o muerte. Un salto dio el dragón hacia Heracles, aunque este pudo esquivarlo y, agazapándose, logró hundirle su espada en el corazón. Sin vida se derrumbó el monstruo junto a su vencedor.

      Mientras Heracles, con mano atrevida, cogía las doradas manzanas, que ocultaba en su jubón, entonaban las Hespérides, que sin aliento habían contemplado la terrible lucha, un canto de dolor con las siguientes estrofas:

      ¡Ay de ti, oh tierra de los Atlantes,

      cuya paz perturbó el forastero

      al matar con mano criminal

      a nuestro vigilante Ladón!

      Del árbol de la juventud

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