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a Hera en sus bodas.

      ¡Ay de nosotras, las Hespérides,

      cuya razón de ser ya no existe

      al haber sido robado el tesoro

      que la diosa nos confió!

      ¡Ay de vosotros, hermanos Titanes,

      que habitáis en lo alto de las montañas!

      Más potente que la cordillera

      son las aguas del Océano.

      La ruina nos está reservada

      a los hijos de la Atlántida;

      solo en las profundidades del mar

      podrá perdurar su nombre.

      Sin hacer caso de las lamentaciones de las doncellas emprendió Heracles el camino hacia su patria para ofrecer como dádiva a su diosa protectora Atenea los dorados frutos que daban eterna juventud. Al pasar por el templo de Neptuno, próximo a la ciudad de los Atlantes, le salió al encuentro el rey Atlas, al frente de sus hijos, los Titanes, para vengarse del robo de las manzanas de oro. Pero Zeus ayudó al héroe griego: un intenso temblor de tierra hizo estremecer el templo, un rayo destruyó la estatua de Neptuno y el rey Atlas quedó sepultado bajo las ruinas del santuario.

      Inmensa rabia se apoderó de los Titanes. Desgajaron árboles y blandieron sobre la cabeza de Heracles las columnas del atrio para aniquilarlo. Solo una huida acelerada podía salvar al vencedor del dragón.

      Como un cervatillo, corrió por valles y alturas en dirección Norte, perseguido por los enfurecidos hijos de Atlas, que cada vez se acercaban más. Pero no bien hubo llegado a la cúspide de la montaña de Calpe, cogió con ambas manos su potente espada, la elevó hacia las nubes y, de tremendo tajo, dividió en dos la montaña: el ángel exterminador había guiado su brazo.

      Con enorme ímpetu se mezclaron las aguas del Océano con las del mar de su país natal, remontándose y precipitándose en los valles de Atlantis, que Zeus había decidido devastar. Asustados, huyeron los Titanes a la montaña para alcanzar un lugar rocoso que los rescatase de la inundación.

      Mas Heracles regresó y buscó por la noche a Hésperis, la viuda de Atlas, cuya belleza era ponderada por toda la faz de la tierra. Con un árbol encendido a modo de tea, trepó por las ruinas de la ciudad y la encontró, temblorosa, dentro de una gruta. Nada más contemplar Hésperis el rostro del radiante héroe, se inflamó su corazón de amor repentino y lo siguió de buen grado.

      Al amanecer colocó Heracles sobre sus hombros a la reina para vadear el estrecho que, después del hendimiento de la montaña de Calpe, lo separaba de Iberia. Se apercibieron los Titanes de la huida de su madre, y desde las alturas lanzaron grandes peñascos al mar para matar al enemigo mortal. Pero Heracles alcanzó ileso las murallas de Gades.

      Allí lo esperaba el gigante Gerión, que se apoderó de Hésperis, aún sobre los hombros del héroe, y la instaló en el patio del castillo. Después cogió un peñasco, que lanzó desde la muralla contra el odiado forastero que había hecho frente al dragón Ladón. Pero Heracles amortiguó el golpe con la espalda, saltó a la muralla y mató al monstruo. Sobre la tumba de Gerión brotó un tremendo árbol, un drago, cuyo tronco lloró sangre roja por la muerte del señor del castillo.

      Mientras tanto, había trepado Hésperis a las almenas y había contemplado desde ellas la Atlántida, que se hundía en las olas del Océano. Una profunda pena embargó a la reina y, transida de dolor, se precipitó en el mar.

      Los Titanes, sin embargo, no cejaron en la lucha contra las aguas ascendentes. Escalaron la cima más elevada para construir una torre gigantesca y trepar al cielo salvador. Ya habían llegado a las nubes, solo dos dedos los separaban del cielo, cuando se vino abajo el atrevido edificio.

      Ciegos de cólera, lanzaron las ruinas de la orgullosa torre contra Zeus, que en el último instante les rehusó la salvación. El dios convocó a los elementos contra ellos: los rayos cayeron del cielo, la lluvia se precipitó a torrentes y cada vez ascendían más las olas. El ángel exterminador abrió una profunda fosa en el fondo del Océano, en la que se hundieron los Titanes. Después introdujo su espada flamígera en la vaina y se despidió de la Tierra hasta el día del Juicio final.

      Del poderoso reino de la Atlántida solo subsistieron siete cumbres de montaña, rodeadas por las aguas del Océano: siete islas, que llevaron los nombres de las Hespérides; y Zeus colocó en el cielo, como brillante constelación de estrellas, a las hijas de Atlas, las de cabellos dorados.

      Hasta aquí la leyenda. En la historia del mundo solo se conocen las islas desde que Juba II, rey de Mauritania, organizó una expedición en alta mar. El informe que le trajeron los audaces navegantes las señaló con el nombre de «Insulae Fortunatae», las «Islas Afortunadas». Sus pobladores originales, los guanches, vivieron allí sin ser conocidos, cual solitaria estrella, como hombres de la Edad de Piedra, hasta entrado el siglo XV. Entonces fueron presa de los conquistadores españoles. A partir de esa época a las islas se les aplicó el nombre de «Canarias», derivado de los grandes y pelambrosos perros (canes). Sus nombres son: Tenerife, Gran Canaria, La Palma, Gomera, Hierro, Fuerteventura y Lanzarote.

Tenerife, la isla feliz

      Flores de guaidil

      Como visión de una época ha tiempo desaparecida, cual resto del luminoso Jardín de las Hespérides, se yergue aún hoy, en la campiña de Taoro, el arbusto, alto como un árbol, al que una princesa guanche, bella como un sueño, adoptó como símbolo del amor. Con las blancas flores acampanilladas del guaidil, que del fondo de su cáliz emanan una fragancia de rosa, se hacía la corona para el vencedor del hercúleo contrincante, con ocasión del Beñesmén, la fiesta de acción de gracias por la cosecha. Aquí, en el tagoror, el lugar del Concejo, de asambleas y de celebración de los festivales, se encendió el corazón de una doncella en ardiente amor por un arrogante joven, simple vasallo de su padre, el poderoso rey de la isla.

      Llamábase ella Guaima y él, Tamaide. Ella, de sangre real, y él, un modesto pastor, aunque noble, animoso y valiente, como cualquiera de los guanches que vivían en Tenerife.

      Un día, al amanecer, descendió Guaima a la playa a escuchar el rumor de las olas, que sonaban a suspiros de amor. Largo tiempo llevaba sentada en una roca, y no se dio cuenta de que el sol iba ascendiendo cada vez más, hasta rebasar ya la hora del mediodía.

      De pronto, alcanzó su oído un agudo silbido y, volviéndose, pudo observar cómo un joven de pies ligeros saltaba por los riscos del Chichimani y desaparecía por la garganta de Guabana. Demasiado bien conocía el silbido de aquel guanche de ojos claros, que siempre se le aparecía en sus sueños y que hacía latir su corazón más deprisa desde hacía tiempo.

      Veloz corrió ella, y antes de alcanzar el arroyo que corría juguetón a través del abrupto desfiladero, se entreabrieron los arbustos de adelfas y ante ella apareció el joven pastor Tamaide, de elevada estatura. Este se inclinó profundamente ante la princesa, que, no solo por la precipitada carrera, aparecía encendida como la púrpura.

      En conversación discreta la informó Tamaide respecto a lo que los pastores de las alturas del Chichimani habían decidido en la reunión de la última noche. Y si bien sabía él que la princesa no podía rehusar el alto honor —pues quien despreciase la voluntad del pueblo era declarado enemigo de la patria y sometido al castigo de Acorán, el dios reinante—, cumplía el encargo encomendado con alegría íntima, al percatarse del resplandor en los ojos de Guaima. Y así le habló:

      «¡Noble hija del gran rey Bentinerfe, vuestro padre, cuyos fieles vasallos todos somos! Hace tiempo os buscaba en el amplio valle de Arautápala, y ahora que estáis ante mí os daré noticia de la decisión de vuestros súbditos, que me han escogido como mensajero de ellos. Por unanimidad han decidido escogeros como reina de honor para que entreguéis con vuestras propias manos el premio al vencedor en la lucha del próximo Beñesmén, quien os conducirá a casa como esposa. Os suplicamos de todo corazón que cumplimentáis nuestro

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