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el entendimiento entre sus dos principales partidos.

      El Pacto de Bayona, firmado el 31 de marzo de 1945 por todas las fuerzas políticas y sindicales vascas del exilio, representó la vuelta del nacionalismo y de su carismático líder a la senda de la moderación: el reconocimiento de la legalidad republicana y la aceptación del marco estatutario que se derivaba de ella112. Aun así, se retrasó hasta agosto de 1946, en Bayona, la formación del segundo Gobierno de Aguirre, con la misma coalición que el constituido en Guernica diez años antes y con la entrada de tres nuevos consejeros socialistas: Fermín Zarza, Enrique Dueñas y Sergio Echeverría.

      La política aislacionista del PNV desde el final de la Guerra Civil dio un giro radical en agosto de 1945, con la entrada de Irujo en el Gobierno republicano de José Giral. A partir de ese momento y hasta agosto de 1947 —tiempo en el que pareció posible remover a Franco con ayuda de los vencedores en la Guerra Mundial—, Aguirre e Irujo controlaron en gran medida el exilio español. Como afirma Ludger Mees, «los dos años que Irujo permaneció en el Gobierno republicano, y durante los cuales la política española se encontraba en el centro neurálgico de las actividades del lehendakari, forman el espacio de tiempo de mayor influencia política que el nacionalismo vasco ha tenido en la res publica española a lo largo de toda su historia»113.

      El 13 de febrero de 1945, nada más terminar la conferencia de Yalta, en la que Churchill, Roosevelt y Stalin se comprometieron a ayudar, no solo «a los pueblos liberados del dominio de Alemania», sino también «a los antiguos satélites del Eje a fin de que resuelvan por medios democráticos sus urgentes problemas políticos y económicos», Prieto escribió a Fernando de los Ríos para advertirle de que en la conferencia de San Francisco, prevista para el mes de abril, iba «a ventilarse el porvenir político de España». En consecuencia, la Junta Española de Liberación debía seguir «desde cerca y minuto a minuto, por medio de algunos de sus miembros», el desarrollo de la conferencia de paz y trabajar para que los delegados de los países reunidos en California no olvidaran la causa de los republicanos españoles. De los Ríos, que acababa de verse en Nueva York con Aguirre y el consejero republicano Ramón Aldasoro, a los que había encontrado en un «estado de espíritu verdaderamente abierto y fecundo», le insistió en la conveniencia de no llegar a esta cita «desunidos y en pugna»114. En efecto, desde el fracaso, por falta de quórum, de la reunión de las Cortes republicanas en México en el mes de enero, seguido de la dimisión de Martínez Barrio como presidente de la JEL, los republicanos españoles aparecían ante la comunidad internacional más divididos y enfrentados que de costumbre.

      Tanto Prieto como Aguirre asistieron en persona a la conferencia de San Francisco, que inició sus sesiones el 17 de abril. La carta fundacional de las Naciones Unidas condenó a los regímenes que habían recibido ayuda militar del Eje y, en consecuencia, dejó a la España franquista al margen de la ONU. Este triunfo, unido a la derrota definitiva de los fascismos en Europa, creó un ambiente de esperanza y optimismo entre los exiliados.

      En San Francisco, el lehendakari trató sin éxito de mediar entre las facciones enfrentadas del exilio republicano. Para ello, quiso organizar una comida para reconciliar a Prieto con Negrín, pero el primero se negó en redondo a sentarse a la mesa con su antiguo amigo y correligionario. «¡Pero qué empeño tiene usted en mezclarse en la política española!», espetó Prieto a Aguirre en presencia de testigos. El comentario dejó en el presidente vasco un recuerdo amargo:

      Para Prieto mi posición personal, así como la del Presidente catalán, sería la de unos funcionarios de aduanas, sujetos a leyes establecidas y estáticas sin tener en cuenta que representamos cuerpos vivos y en desarrollo y progreso constante y a quienes interesa directamente la solución del caos que él muy principalmente contribuyó a crear.

      En un largo informe que envió a Telesforo Monzón en estas fechas, el lehendakari, herido en su orgullo político, se desahogó y vertió algunos de los juicios más duros —y también más injustos— sobre Indalecio Prieto, al que consideraba enemigo de la nación vasca («Euzkadi […] le aterra») y al que llegaba a negar el relevante papel que jugó en la consecución del Estatuto115:

      Más tarde, septiembre de 1936, la autonomía vasca fue una realidad gracias a la intervención de Largo Caballero que favoreció decididamente los intentos vascos y de Martínez Barrio que puso el texto del Estatuto a la aprobación del Parlamento. Contraria era la opinión de Prieto explícitamente manifestada en varias reuniones que mantuvimos con él pero se encontró impotente para oponerse a las demandas vascas que la guerra hacía aún más necesarias y no tuvo más remedio que sumarse al tributo que el Parlamento rindió al pueblo vasco en armas contra la rebelión.

      Prieto quiere entrañablemente a Bilbao. Sueña con Bilbao, pero ahí termina para él cuanto represente el pueblo vasco. Me explicó sus proyectos de reforma de Bilbao que eran ingeniosos y bien concebidos. La carretera por la costa, el túnel de Artxanda, y otras obras audaces que costarían cientos de millones en las cuales también hemos pensado nosotros tantas veces porque serían utilísimas116. Su ilusión es ser Concejal de Bilbao o Diputado de la Diputación de Vizcaya, «un pequeño estado» como él decía. Pero nada más. Todo lo demás, aun suponiendo el buen humor que reflejan los deseos expresados, no le interesa nada. Euzkadi, el país, del cual Bilbao es una pequeña parte, le aterra. Todo lo que marche en aquella dirección como son las etiquetas y significado como el de Frente nacional, nación vasca, etc. etc. son sus naturales enemigos, freno y tumba a sus futuras ambiciones.

      Aguirre reconocía a Prieto una enorme capacidad de liderazgo («arrastra, porque es batallador y surge siempre en los momentos de desorientación»), pero no le veía capaz de desempeñar «ningún papel trascendental constructivo» por su egocentrismo y su extraña habilidad para sembrar polémicas y conflictos allá por donde pasaba. «Quizá por esto —concluía Aguirre— nunca ha sido indicado como Presidente del Consejo de Ministros por los suyos a pesar de ser durante veinte años la figura reputada como de mayor talento por lo menos para el juego político entre los socialistas y republicanos»117.

      No obstante, antes de partir para Francia «con carácter definitivo», Aguirre se despidió de Prieto por carta, lamentando «mucho el no haber podido hablar con usted» en Nueva York, pues el diálogo «hubiese sido útil y provechoso para los bienes comunes que, a pesar de diferencias, todos perseguimos»118.

      Prieto había aceptado en San Francisco la idea de reunir en México las Cortes republicanas para elegir un Gobierno provisional con entidad suficiente para merecer el reconocimiento diplomático de las grandes potencias. Para Negrín, tal Gobierno —el suyo— ya existía, y con la intención de defender su legitimidad viajó a México a finales de julio de 1945. El expresidente Cárdenas insistió de nuevo ante su amigo Prieto para que aceptara una reunión con Negrín, Martínez Barrio y Julio Álvarez del Vayo, con el objeto de alcanzar un acuerdo sobre el futuro de las instituciones republicanas119. La reunión tampoco se celebró esta vez. Prieto, hospitalizado en Nueva York para operarse de los ojos, se mantuvo personalmente al margen de la reunión de las Cortes en el Salón de Cabildos del Palacio de Gobierno. Diego Martínez Barrio fue investido allí presidente interino de la República el 17 de agosto y, para sorpresa de Negrín, encargó a José Giral la formación de Gobierno. Aguirre, que también viajó a México para asistir a las sesiones parlamentarias, trató sin éxito de que Negrín aceptara la vicepresidencia y el Ministerio de Estado en el Gobierno que se proyectaba; pero el expresidente, desairado por no haber recibido él el encargo de formar Gobierno en primer lugar, se negó en redondo. Negrín volvió a Europa y, en palabras de Ricardo Miralles, «a partir de aquel momento entró en una etapa de declive político de la que ya nunca saldría»120. Giral sí contó en su Ejecutivo con dos socialistas (Fernando de los Ríos y Trifón Gómez) y con Manuel Irujo como ministro nacionalista vasco. Más adelante, en marzo de 1946, el Partido Comunista entró también en el Gobierno con un ministro (Santiago Carrillo), decisión que Prieto consideró como una ofensa a los socialistas y una «tremenda torpeza» política121.

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