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habían dado mis padres y a cambio me daba tres fichas. Luego me montaba en un coche con un amigo. Cuando sonaba la sirena metíamos una ficha en la ranura de la parte delantera. Entonces la atracción se ponía en marcha y nos divertíamos durante un rato estrellándonos contra los demás. Cuando el coche se detenía era necesario meter otra ficha para seguir jugando, y luego otra. Hasta que se acababan.

      A partir de ahí nos pasábamos el resto de la tarde algo tristes sentados en la barandilla mirando cómo jugaban los demás y deseando tener más fichas. Nos olvidábamos de que, si montar es divertido, también lo es reírse con lo que les sucede a otros en la pista o dar vueltas por el resto de las atracciones oyendo a la gente gritar. Nos olvidábamos de que es posible seguir disfrutando del bullicio de la feria de muchas otras maneras.

      Lo mismo nos sucede en la vida. Nos la pasamos esperando a tener fichas para montar. Cuando las tenemos, disfrutamos un rato, pero ese rato pasa rápido. Acto seguido nos sentamos en la barrera desanimados, deseando que lleguen más y recordando lo bien que nos lo pasamos cuando las teníamos. Mientras, olvidamos toda la diversión que hay alrededor.

      Las fichas son el fin de semana, las vacaciones, la hora de comer o de cenar, la compañía de una persona amada, quedar con amigos, una relación íntima, ver una peli. La feria olvidada es el trayecto del metro a la oficina, un atardecer, el caer dormido, el abrazo de un amigo, una ráfaga de aire fresco entrando por la ventana, una canción repentina, mirar el cielo, dar gracias por todo ello.

      Paso 4

      Ladrones en casa

      Imagina que un día entran ladrones a robar mientras estás en casa. En esa situación puedes hacer dos cosas: resistirte, oponerte, forcejear con ellos, intentar echarles fuera y atrancar la puerta; o algo tan inusual como decirles: “pasad, llevaos lo que queráis. Tomad todo lo que tengo. Es vuestro si lo queréis. Y, por cierto, si os apetece un café o algo de comer os lo prepararé con gusto”.

      En el primer caso es seguro que acabarás maniatada, amordazado, magullada y que además tu casa quedará destrozada. Pero eso no es todo. Cuando los ladrones se hayan ido, te sentirás humillado, ultrajada y vengativo. Notarás una rabia desaforada por dentro porque creerás que te han robado cosas muy valiosas, y estarás lleno de odio.

      Sé que hacer lo segundo —eso de dejarles entrar e invitarles un aperitivo— parece una locura y no es fácil, pero en realidad lo es mucho más, siempre y cuando no parta de la voluntad de que no te hagan daño, ni de que tu casa no sea destrozada ni de ser humillado; siempre y cuando surja del conocimiento de que nadie te puede robar lo esencial; del convencimiento de que se pueden llevar tus joyas, tus muebles, tu colección de discos o tus recuerdos, pero que no pueden quedarse con lo más importante.

      No hay nada, absolutamente nada, que se compare en valor a tu Paz.

      Solo cuando la das a cambio de cualquier otra cosa has sido robado. Pero no porque alguien te haya quitado nada, sino porque has dado tu diamante azul, tu perla de incalculable valor, tu fabuloso tesoro a cambio de algo —sea lo que sea— mucho menos valioso.

      Por el contrario, cuando no tienes dudas sobre qué es lo primordial, no existe persona ni situación en el mundo que pueda llevárselo. A no ser que tú se lo entregues.

      A pesar de ello, es algo que haces continuamente: dar permiso a los acontecimientos a veces más triviales (un contratiempo en el día, supuestas ofensas por parte de otros, una sensación de cansancio), o a circunstancias que pueden parecer más importantes (una enfermedad, no llegar a final de mes o la pérdida de un ser querido), para que te roben lo fundamental.

      Incluso estas últimas circunstancias que acabo de mencionar son pequeñas frente al valor de la Gran Joya.

      Solo cuando te convenzas de que tu Paz es lo más importante dejarás de darla. No volverás a entregarla jamás a trueque de nada. De absolutamente nada. Jamás.

      Entonces, cuando entren en tu casa los ladrones ante los que sueles rendir ese tesoro tuyo, ni siquiera los verás como ladrones porque ni se te pasará por la cabeza que puedan robártelo. Muy al contrario, te encontrarás diciéndoles a esas personas o a esas circunstancias con total sosiego, con pura calma, sonriendo sinceramente desde dentro, sin esfuerzo, sin ironía y sin segundas intenciones: “Entrad, llevaos todo lo que queráis. Si lo deseáis es vuestro, pero antes venid a la cocina a celebrar conmigo la permanencia de lo más precioso, compartiendo algo de comer y un vaso de vino”.

      Paso 5

      Lo peor y lo mejor de la vida

      Hace unos años, una de las primeras cosas que me dijo una persona a la que acababa de conocer fue:

      —Raúl, mi problema es que me queda lo peor de la vida.

      Se trataba de un hombre de unos 45 años, sano, muy reputado en lo profesional, bien parecido y extremadamente inteligente.

      Cuando me interesé por los motivos por los cuales decía eso, respondió:

      —Siempre he sido muy deportista, pero a mi edad ya no puedo correr la maratón como hacía antes. Mis padres están mayores y desafortunadamente tienen muchos achaques. Mis hijos ya están en la adolescencia y no me demuestran tanto cariño como cuando eran pequeños. Llevo casado más de 15 años, por lo que la pasión entre mi esposa y yo ha desaparecido, de hecho, ahora nos comunicamos muy poco… ¿Ves? Lo mejor de la vida ya ha pasado.

      Yo no dude en la respuesta:

      Recuerdo su cara de desconcierto. Sabía que a veces me dedico a la consultoría personal y que por eso iba a intentar convencerle de lo contrario. Por supuesto, mi intención no era esa en absoluto.

      No obstante, después de un silencio algo prolongado en el que me quedé mirándole significativamente, la expresión de su rostro cambió por completo. Relajó el ceño, adoptó una expresión de profundo entendimiento e hizo un ademán de sorpresa indicando que acababa de entender algo inesperado y muy importante para él.

      Hicieron falta pocas palabras más sobre el tema. Dedicamos el resto de nuestros encuentros a elaborar un plan para que fuera a ver más a sus padres, para hacer deportes nuevos y para llevar a su esposa a cenar por sorpresa.

      Desde entonces, esa persona está viviendo los mejores días de su vida.

      ¿Qué sucedió?

      Quizá por el pequeño shock producido ante una respuesta inesperada, Antonio entendió en un instante que, si en vez de decir lo que dijo, hubiese afirmado con convencimiento:

      —Me queda lo mejor de la vida. Estoy a mitad de la cuarentena, una edad ideal para comenzar a practicar deportes que nunca he hecho como patinar, nadar o hacer senderismo. Además, ahora que mis padres son mayores y necesitan cuidados tengo la oportunidad de poder devolverles todo lo que han hecho por mí. Mis hijos comienzan a ser autónomos lo cual me da algo de tiempo extra, por lo que puedo dedicarme a hacer cosas como esas. Es verdad que la situación ha cambiado entre mi esposa y yo, pero podría intentar arreglarme con ella y comenzar juntos un camino nuevo, o tal vez podríamos separarnos, y quién sabe si sería el momento de emprender otra relación. ¿Ves? Me queda lo mejor de la vida.

      Si ese hubiese sido su planteamiento en vez del anterior, mi respuesta habría sido idéntica:

      —Antonio, tienes razón.

      Cualquier cosa que dejes entrar en tu mente será real para ti.

      Si a los cuarenta y pico crees que te queda lo peor de la vida, tienes razón; si a la misma edad crees que te queda lo mejor por delante, tienes razón.

      Si piensas que tus padres sean ancianos es una desgracia, tienes razón; si crees que es una maravillosa ocasión de demostrarles tu amor y tu agradecimiento, tienes razón.

      Si piensas que tu pasado fue horrible y que es el motivo de las desgracias que sufres hoy, tienes razón; si por el contrario piensas

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