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pero él era el único honrado con el título de squire; porque bien que la familia del señor Osgood fuera considerada también como de origen inmemorial—no habiéndose atrevido nunca los habitantes de Raveloe a remontarse hasta el vacío espantoso en que los Osgood no existían—, sin embargo, no hacía más que poseer la granja que ocupaba, mientras que el squire Cass tenía uno o dos arrendatarios que se quejaban a él de los perjuicios que les causaban las liebres como si hubiese sido un señor.

      Se estaba todavía en ese período glorioso de la guerra, considerada como un favor especial acordado por la Providencia a los propietarios territoriales. Entonces, los precios de los frutos no habían bajado tanto como para precipitar a la raza de los pequeños squires y de los arrendatarios en el camino de la ruina, hacia el cual sus hábitos de prodigalidad y la mala explotación de sus tierras los arrastraban rápidamente.

      Al decir esto aludo a la aldea de Raveloe y a las parroquias que se le parecían, porque la vida de nuestros antiguos campesinos presentaba aspectos diferentes. Así ocurre con toda existencia que se ha esparcido sobre una superficie variada, en la que soplan en direcciones diversas una multitud de corrientes—desde los vientos del cielo hasta los pensamientos de los hombres—que se mueven y se cruzan eternamente, produciendo resultados incalculables.

      Raveloe estaba situado en una hondonada, en medio de los árboles espesos y de caminos surcados por huellas, lejos de las corrientes de la actividad industrial y del fervor puritano; los ricos comían y bebían a sus anchas, aceptando la gota y la apoplejía como cosas que se trasmitían misteriosamente en las familias honorables, y los pobres pensaban que los ricos estaban en su pleno derecho de llevar alegre vida.

      Por otra parte, los festines de éstos daban por resultado multiplicar las sobras, que eran la herencia de los primeros. Betti Jay sentía el olor de la cocción de los jamones del squire, pero el fuerte deseo que sentía de comerlos era calmado por el jugo untuoso en que se los hacía hervir; y cuando las estaciones traían la época de las grandes reuniones alegres, todo el mundo las consideraba como un excelente regalo para los pobres.

      En efecto, las fiestas de Raveloe estaban en relación con las postas de buey y los barriles de cerveza: se hacían con prodigalidad y duraban mucho tiempo, principalmente en invierno.

      Las damas que, habiendo empaquetado sus mejores vestidos y tocados en cartones, se arriesgaban a vadear los arroyos en tiempos de lluvia y nieve, sentadas a la turca sobre cojines y llevando su preciosa carga—cuando no se sabía hasta dónde llegaría el agua—, no es de suponer que contaran con que les esperaba un placer efímero.

      Es por esta razón qué se tomaban disposiciones para que en la mala estación—época en que había poco trabajo y las horas parecían largas—varios vecinos tuvieran sucesivamente mesa abierta. Así que los platos del squire Cass no eran tan frescos ni tan abundantes, sus convidados no podían hacer mejor cosa que trasladarse a la casa del señor Osgood, en los Huertos. Allí encontraban lomos y jamones intactos, pasteles de cerdo que acababan de salir del horno y manteca fresca recién hilada; en fin, todo lo que el apetito de gentes ociosas podía desear, y de mejor calidad, quizá, que en casa del squire Cass, aunque la abundancia no fuera mayor. Porque la mujer del squire había muerto hacía tiempo, y la Casa Koja se veía privada de la esposa y de la madre, cuya presencia es la fuente saludable del amor y del temor que deben reinar en la familia y entre los servidores.

      Esto contribuía no sólo a explicar por qué, en los días de fiesta, la profusión de provisiones superaba a la calidad, sino también por qué el orgulloso squire condescendía con tanta frecuencia a presidir en el gabinete particular de la taberna del Arco Iris, antes que a la sombra de los negros artesonados de su salón; así como quizá que sus hijos se condujeran bastante mal.

      Raveloe no era un sitio en que la censura de las costumbres fuera severa; sin embargo, se miraba como una debilidad del squire que hubiera conservado a todos sus hijos ociosos en la casa; y, bien que debe concederse cierta licencia a los hijos de los padres que tienen medios, las gentes meneaban la cabeza al ver la vida que llevaba el menor, Dunstan, generalmente llamado Dunsey Cass, cuyas aficiones por la copa y las apuestas podían volverse algo más serio que un pasatiempo juvenil.

      Poco importaba, ciertamente, decían los vecinos, lo que le sucediera a Dunsey—un individuo pendenciero y burlón, que parecía complacerse tanto más en beber cuanto más sufrían los otros de sed—, con tal, sin embargo, que sus hechos no le acarreasen algún disgusto a una familia como la del squire Cass, que tenía un monumento en la iglesia, y copas de plata más antiguas que el rey Jorge III.

      En cambio sería una gran lástima que el señor Godfrey, el mayor, guapo mozo de fisonomía franca y de buen carácter, que un día heredaría las propiedades, se pusiera a seguir el mismo camino que el hermano, como había parecido hacía poco. Si seguía de aquel modo, la señorita Nancy Lammeter acabaría por romper con él; porque se sabía muy bien que ella le trataba con mucha reserva desde la pascua de Pentecostés del año precedente, época en que había hablado mucho, porque Godfrey había pasado varios días sin volver a su casa.

      Pasaba algo que no estaba bien, algo que no era común, era evidente, porque el señor Godfrey estaba lejos de tener el color fresco y la fisonomía abierta de antes.

      En cierto momento todo el mundo decía: «¡Qué hermosa pareja harían él y la señorita Nancy!», y si ella llegara a ser la señora de la Casa Roja, iba a haber un buen cambio, porque los Lammeter estaban criados de modo que no podían soportar que se malgastara una pizca de sal. Sin embargo, todas las gentes de su casa obtenían lo que había de mejor, cada cual según su rango. Con una nuera así, el viejo squire realizaría economías, aun cuando no aportara un penique de dote; porque era de temer que, a pesar de sus rentas, el squire Cass tuviera más agujeros en el bolsillo que aquel por donde metía la mano. Pero si el señor Godfrey no cambiaba de conducta, podía decirle «adiós» a la señorita Nancy Lammeter.

      Era ese Godfrey, que antes daba tantas esperanzas, el que estaba con las manos en los bolsillos de su saco y la espalda vuelta al juego, en el salón de obscuro artesonado, un día de noviembre de este decimoquinto año de la residencia de Silas Marner en Raveloe. La luz gris y mortecina iluminaba débilmente las paredes adornadas de fusiles, de látigos y de colas de zorro; los abrigos y los sombreros arrojados sobre las sillas; los jarros de plata que exhalaban un olor de cerveza aventada; el fuego medio apagado, y las pipas colocadas en los ángulos de las chimeneas; signos de una vida doméstica desprovista de todo encanto superior, con que la expresión de sombrío fastidio del rostro rubio de Godfrey estaba en triste armonía. Parecía escuchar como si esperara a alguien. Muy luego el ruido de pasos pesados, acompañados de silbidos, se hizo oír a través del gran vacío de la entrada del vestíbulo.

      La puerta se abrió y entró un joven fornido y vulgar; tenía la cara encendida y el aire gratuitamente vencedor que caracteriza la primera faz de la embriaguez. Era Dunsey. Al verlo, el rostro de Godfrey perdió parte de su aspecto sombrío para tomar la expresión más activa del odio. El hermoso galgo negro que estaba acostado frente a la chimenea se retiró a un rincón, bajo una silla.

      —¿Qué tal, maese Godfrey, qué me queréis?—dijo Dunsey en tono burlón—. Sois mi hermano mayor y mi superior; tenía, pues, que venir, puesto que me habéis hecho llamar.

      —Pues bien; voy a deciros lo que quiero, pero antes sacudíos la borrachera, y escuchad, si os place—dijo Godfrey con acento furioso; el mismo había bebido más de la cuenta, a fin de convertir su tristeza en cólera ciega—. Quiero deciros que es preciso que le entregue al squire ese arriendo de Fowler, o que le advierta que os lo he dado; porque amenaza con el embargo, y todo se descubrirá, que yo lo informe o no. Acaba de declarar que le iba a encargar a Cox que procediera si Fowler no venía a pagar lo atrasado esta semana. El squire está sin dinero y está de un humor como para no soportar tonterías. Ya sabéis con qué os ha amenazado si os sorprendía otra vez despilfarrando su dinero. De modo que tratad de buscar esa suma, y lo más pronto posible, ¿habéis oído?

      —¡Oh!—dijo Dunsey, riendo sardónicamente, mientras se acercaba a su hermano mirándole a la cara—, supongamos que vos mismo os proporcionarais el dinero, para evitarme esa molestia,

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