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a poco las guineas, las coronas y las medias coronas se fueron amontonando, y Marner fue sacando cada vez menos para sus necesidades, tratando de resolver el problema de conservar bastantes fuerzas para trabajar diez y seis horas diarias, gastando lo menos posible. ¿No hay hombres que, encerrados en la soledad de una cárcel, han encontrado alguna distracción en marcar el curso del tiempo en las paredes, trazando líneas rectas de cierto largo, hasta que el aumento de esas líneas, formando triángulos, se volviera en ellas un objeto predominante? ¿No engañamos las horas de ocio o las impaciencias de la espera repitiendo algún movimiento o algún sonido insignificante hasta que esa repetición crea en nosotros una necesidad, que es el origen de un hábito?

      Eso nos ayudará a comprender cómo la costumbre de juntar dinero se vuelve una pasión absorbente en aquellos hombres, cuya imaginación no les muestra más objetivo que su tesoro cuando empiezan a aglomerarlo.

      Marner deseaba ver las pilas de a diez formar un cuadrado, luego un cuadrado más grande; y cada guinea agregada, siendo en sí misma una satisfacción creaba un nuevo deseo. En este extraño mundo, que se había vuelto para él un enigma indescifrable, hubiera podido, si hubiera tenido una naturaleza menos ardiente, sentarse frente a su bastidor y trabajar sin tregua, pensando en la realización de su propósito y de su tela, hasta olvidar el enigma y todo lo demás, excepto, las sensaciones del momento; pero el dinero había venido a dividir su trabajo en períodos, y no solamente aquel dinero aumentaba, sino que se quedaba con él. Comenzó a creer que el metal, lo mismo que el telar, tenía conciencia de su poseedor, y por nada hubiera querido cambiar esas monedas, que se habían vuelto sus íntimas, por otras de efigies desconocidas.

      Las apilaba, las contaba, hasta que su forma y su color produjeran en él efecto agradable del aplacamiento de la sed. Sin embargo, sólo era por la noche, cuando había concluido su trabajo, que las sacaba para gozar de su compañía.

      Había sacado unos ladrillos del suelo, debajo del telar, y había hecho un agujero en el que colocó la olla de hierro que contenía las guineas y las monedas de plata. Cubría los ladrillos con arena siempre que los volvía a colocar en su sitio.

      No era que la idea del robo se presentara a menudo o claramente a su espíritu. En esa época, no era raro que en los distritos de provincia se procediera como lo hacía Marner; era cosa sabida que había campesinos en la parroquia de Raveloe, que guardaban sus economías en sus casas, probablemente escondidas en sus colchones de lana; pero sus místicos vecinos, bien que no fueran todos tan honrados como sus antecesores de los tiempos del rey Alfredo, no tenían imaginación bastante atrevida como para premeditar un robo con efracción. Y, ¿cómo hubiera podido gastar el dinero en su aldea sin traicionarse? Se hubieran visto obligados a fugarse, resolución tan ciega y tan temeraria como la de viajar en globo.

      Así, año tras año, Silas Marner había vivido en aquella soledad. Las guineas habían ido aumentando en la olla de hierro, y su existencia se había limitado y endurecido de más en más, hasta no ser más que una simple pulsación del deseo y de la satisfacción, pulsación que no tenía ninguna atinencia con ninguna otra criatura humana.

      Su vida se había limitado a la acción de tejer y de atesorar, sin tener ningún fin a que tendiera su acción. Este mismo género de transformación lo han sufrido quizá hombres más instruidos, cuando han visto desvanecerse su fe o su amor; sólo que en vez de concretarse a un oficio y a un montón de guineas, han proseguido alguna investigación erudita, algún plan ingenioso, o alguna teoría bien ingeniada.

      El rostro y la estatura de Marner se contrajeron y se encorvaron de un modo extraño y constante, para adaptarse mecánicamente a los objetos que lo rodeaban, de modo que producía la misma impresión que una manija o un tubo encorvado, accesorios que no significan nada cuando están separados del objeto de que forman parte. Los ojos prominentes, que antes parecían confiados y soñadores, se hubiese dicho ahora que no le habían sido dado más que para ver una sola especie de cosa muy pequeña, como grano muy menudo, que buscaban por todas partes; en fin, Marner estaba ajado y tan amarillo, que, bien que no tuviera aún cuarenta años, los niños lo llamaban siempre el «viejo Marner».

      Sin embargo, aun en esta faz de decrepitud, ocurrió un incidente que demostró que la savia del afecto no se había agotado por completo en su corazón. Una de sus tareas cotidianas era ir a buscar agua a un pozo que estaba algo apartado de su casa. Con ese objeto, desde su llegada a Raveloe tenía un gran cántaro de barro pardo, que conservaba como el utensilio más precioso que poseyera entre las comodidades muy escasas que se había concedido. Ese cántaro había sido su compañero durante doce años. Siempre había estado parado en el mismo sitio, y siempre le había extendido el asa desde el amanecer, de suerte que la forma de aquel vaso revestía a los ojos de Silas la expresión de una amabilidad solícita. Además, el contacto del asa en la palma de la mano, le proporcionaba un placer inseparable del de tener agua fresca y limpia.

      Un día, al volver del pozo, tropezó contra la traviesa de una cerca, y el cántaro de barro, al caer con fuerza sobre las piedras de la bóveda de un foso, se rompió en tres pedazos. Silas los recogió y los llevó a su casa muy apesadumbrado. El cántaro ya no podía servir; sin embargo, armó los pedazos, y, como recuerdo, colocó aquella ruina en su sitio acostumbrado.

      Tal era la historia de Silas Marner hasta el decimoquinto año de su estancia en Raveloe. Todo el día se lo pasaba sentado frente al bastidor, con los oídos llenos de su ruido monótono, y los ojos pegados al lento progreso del lienzo uniforme y plomizo. El movimiento de sus músculos se repetía a intervalos tan iguales, que sus pausas parecían ser una molestia casi tan grande como la detención de la respiración.

      Pero por la noche venían sus delicias; por la noche cerraba los postigos, trancaba las puertas y sacaba su oro. Desde hacía mucho tiempo el montón se había vuelto demasiado grande para caber en la olla de hierro, y había fabricado, para guardar las monedas, dos gruesas bolsas de cuero, que no perdían sitio en su lugar de reposo, porque lo dúctil de la envoltura las hacía adaptarse a todos los rincones.

      ¡Qué brillantes eran las guineas cuando corrían la abertura negra del cuero! La plata no entraba más que en pequeña proporción, en el total de la suma, comparada con el oro, porque las grandes piezas de tela que formaban el trabajo principal de Silas, eran siempre pagadas en parte con oro, y la plata la dedicaba a sus necesidades materiales, escogiendo siempre los chelines, y los medios chelines para los gastos de esta naturaleza.

      Las guineas eran las que más le gustaban; pero no quería cambiar las monedas grandes de plata; las coronas y las medias coronas que había ganado él mismo, y que eran el fruto de su labor, también le agradaban.

      Hacía montones con las monedas y hundía en ellos las manos; después las contaba y formaba pilas regulares; apretaba la redondez de su contorno entre el pulgar y los otros dedos, y pensaba con cariño en las guineas que todavía estaban ganadas a medias con el tejido, como si fueran criaturas que estuvieran por nacer; pensaba en las guineas que vendrían lentamente en los años futuros, que vendrían durante su existencia, cuyo curso se extendía muy lejos frente a él y cuyo fin estaba completamente velado por innumerables días de trabajo.

      ¿Habría de qué sorprenderse de que su pensamiento estuviera siempre absorto por su telar y su tesoro, cuando tenía que recorrer los campos y los caminos para ir a llevar y traer trabajo, y que sus pasos ya no vagaran por las orillas de los cercos, en busca de las plantas familiares? Ellas también pertenecían a aquel pasado a que su vida se había substraído. Así las aguas de un arroyo descienden mucho más abajo de los bordes herbosos que limitan el antiguo ancho de su lecho, para volverse el trémulo hilo de agua que se traga un surco en la arena estéril.

      Pero por el día de Navidad de ese decimoquinto año, otro grande acontecimiento se produjo en la existencia de Marner, y su historia se confundió de un modo singular con la vida de sus vecinos.

       Índice

      El personaje más importante de Raveloe era el squire Cass,

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