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Silas Marner. George Eliot
Читать онлайн.Название Silas Marner
Год выпуска 0
isbn 4057664182265
Автор произведения George Eliot
Жанр Языкознание
Издательство Bookwire
Un hombre menos sincero que Marner se hubiera sentido tentado a crear en seguida una visión que tuviera apariencias de remembranza, y un espíritu menos sano hubiera podido creer en semejante creación. Pero Silas era a la vez sano de espíritu y honrado; sólo que en él, como en muchos hombres fervientes y sinceros, la cultura intelectual no había trazado un curso particular al sentimiento religioso, de manera que éste se esparcía por la vía reservada a la investigación y a la ciencia.
Había heredado de su madre un cierto conocimiento de las plantas medicinales y de su preparación, pequeño caudal de sabiduría que ella le había transmitido como un legado solemne. Sin embargo, desde hacía algunos años tenía dudas respecto al derecho de usar de aquella ciencia, creyendo que las plantas no podían hacer ningún efecto sin el rezo y que el rezo debía bastar sin las plantas; así es que sus delicias hereditarias de vagar por los campos para recoger la digital, el acónito y el mastuerzo, comenzaron a revestir ante sus ojos las formas de la tentación.
Entre los miembros de su iglesia se encontraba un joven algo mayor que él, con el que vivía desde hacía tiempo en una amistad tan íntima, que los hermanos del Patio de la Linterna tenían la costumbre de llamarlos David y Jonatás. El verdadero nombre de ese amigo era William Dane. El era considerado igualmente como un modelo de piedad juvenil, bien que estuviera dispuesto a mostrarse un tanto severo con los hermanos más jóvenes que él, y a deslumbrarse tanto con sus propias luces, que se creía más sabio que sus maestros.
Pero, sea cuales fueran las imperfecciones que otros descubrieran en William, en el espíritu de su amigo era perfecto, porque Marner era una de esas naturalezas impresionables y que dudan de sí mismas que, en la edad de corta experiencia, admiran la autoridad y se forman un apoyo en la contradicción.
La expresión de sencillez confiada de la fisonomía de Marner—expresión realzada por la ausencia de observación propia, por la mirada sin defensa, mirada de ciervo, que pertenece a los grandes ojos prominentes—formaba un contraste chocante con la represión voluntaria de la satisfacción interior, que se disimulaba apenas en los pequeños ojos oblicuos y en los labios contraídos de William Dane. Uno de los temas de la conversación más frecuente entre los dos amigos, era la certidumbre de esa salvación: Silas confesaba que no podía llegar nunca más que una mezcla de esperanza y de temor, y escuchaba a William con una admiración llena de deseo, cuando éste declaraba que había tenido siempre la convicción inquebrantable de su salvación, desde que en la época de su conversación, había soñado que las palabras «llamado y sin duda elegido» se presentaban ante sus ojos sobre una página blanca de la Biblia abierta. Diálogos así han ocupado a más de una pareja de tejedores, de rostro pálido, cuyas almas incultas parecían pequeñas criaturas recientemente aladas, revoloteando abandonadas en el crepúsculo.
Habíale parecido al confiado Silas que su amistad no se había enfriado, aun después que un nuevo afecto, de naturaleza más íntima, había brotado en su corazón.
Desde hacía algunos meses estaba comprometido con una joven sirvienta y los dos no esperaban para casarse más que el momento en que sus economías fueran bastante grandes. Silas tenía vivo placer en que Sara no hiciera ninguna objeción a la presencia accidental de William durante sus entrevistas de los domingos. Fue en esa época de su vida que tuvo lugar el ataque de catalepsia durante la reunión piadosa. Entre las preguntas y las muestras de interés que los miembros de la congregación le dirigieron o le expresaron, sólo la opinión sugerida por William estuvo en desacuerdo con la simpatía general, demostrada a un hermano así elegido para un ministerio particular. Hizo observar que, a su entender, aquel éxtasis más bien se parecía a una manifestación de Satanás, que a una prueba del favor divino, y exhortó a su amigo a que buscara si no ocultaba nada maldito en su corazón.
Silas, sintiéndose obligado a aceptar la censura y la advertencia como un servicio fraternal, no tuvo ningún resentimiento. Sólo sintió al ver las dudas que William alimentaba a su respecto. A esto vino a agregarse una cierta inquietud, cuando descubrió que la conducta de Sara para con él comenzaba a traicionar una extraña fluctuación: ora hacía esfuerzos para demostrarle mayor afecto, ora dejaba notar signos involuntarios de repulsión y de hastío. Silas le preguntó si deseaba romper su compromiso; pero ella dijo que no; el compromiso era conocido en la iglesia y había sido confirmado en las reuniones piadosas. Para romperlo hubiera sido necesario hacer una encuesta severa, y Sara no tenía ninguna razón que dar, que pudiera ser sancionada por el sentimiento de la comunidad.
Por esa época, el decano de los diáconos cayó gravemente enfermo. Como era viudo y sin hijos fue cuidado noche y día por los hermanos y hermanas más jóvenes de la comunidad. Silas y William iban con frecuencia a velar durante la noche, reemplazando el uno al otro a las dos de la mañana. El anciano, contra lo que todos creían, parecía estar en vías de salvarse, cuando una noche Silas, sentado a la cabecera del enfermo, notó que la respiración de éste, que era generalmente perceptible, había cesado. La vela estaba casi consumida; tuvo que incorporarse para ver claramente el rostro del diácono. Aquel examen lo persuadió de que el anciano estaba muerto, muerto desde hacía algún rato, porque sus miembros estaban rígidos.
Silas se preguntó si no se habría dormido y miró el reloj; eran ya las cuatro de la mañana. ¿Cómo era que William no había ido? Lleno de inquietud fue a buscar socorro.
Muy luego, varios amigos, y entre ellos el pastor, se encontraron reunidos en la casa. Por su parte, Silas volvió a su casa, sintiendo no haber encontrado a William para saber el motivo de su ausencia. Pero a eso de las seis de la mañana, cuando pensaba en ir a buscar a su amigo, llegó William, y el pastor junto con él.
Iban a invitar a Marner para que fuera al Patio de la Linterna, a la asamblea de los miembros de la congregación.
Como preguntara la causa de aquella convocatoria, se le dijo simplemente: «Ahora lo sabréis».
No se pronunció una palabra más, antes de que Silas estuviera sentado en la sacristía, frente al pastor y bajo las miradas fijas y solemnes de aquellos que, ante sus ojos, representaban al pueblo de Dios.
Entonces el pastor, sacando un cuchillo del bolsillo, se lo mostró a Silas, preguntándole si recordaba dónde había dejado aquel cuchillo.
Silas respondió que no recordaba haberlo dejado en otra parte más que en su bolsillo; sin embargo, aquella extraña interrogación lo hizo estremecer.
Se le exhortó a que no ocultara su pecado, y que lo confesara y arrepintiera. El cuchillo había sido encontrado cerca del difunto diácono, en el sitio en que había depositado la bolsa que contenía el dinero de la iglesia, y que el propio pastor había visto el día precedente. Alguien se había llevado la bolsa, y, ¿quién podía ser, sino aquél a quien pertenecía el cuchillo? Durante un rato Silas permaneció mudo de sorpresa. Después dijo:
—Dios me justificará; nada sé respecto de la presencia de mi cuchillo en ese sitio, ni de la desaparición del dinero. Registradme, registrad mi casa: no encontraréis más que tres libras esterlinas y cinco chelines, fruto de mis economías, suma que poseo desde hace seis meses, como William lo sabe.
Al oír estas palabras, William produjo un murmullo de desaprobación; pero el pastor le dijo a Silas:
—Las pruebas para vos son aplastadoras, mi hermano Marner. El dinero ha sido sacado esta noche, y no había más persona que vos junto a nuestro hermano difunto; porque William Dane nos ha declarado que una indisposición repentina le impidió ir a reemplazaros, como de costumbre. Vos mismo declarasteis que no había ido, y además, abandonasteis el cuerpo del difunto.
—Es forzoso que me haya dormido—dijo Silas—, o bien que haya estado bajo la influencia de una manifestación espiritual parecida a aquella de que fui objeto