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es ese «algo completamente distinto»? Además, ¿cómo se puede pensar lo absolutamente distinto si de alguna manera no subyace una afinidad, la que sea? En el más simple juicio que pone en relación un predicado con un sujeto se estaría cometiendo una violencia racional, toda vez que aquello a lo que remite el predicado (ser A) difiere absolutamente de aquello a lo que remite el sujeto (a), por más que el juicio consista en sobrentender ese vínculo. La forma de eludir dicha violencia es ambigua: o bien el juicio se formula al margen y fuera de aquello a lo que se refiere el sujeto (que siempre remite a la cosa) y resulta entonces de naturaleza exclusivamente lógica (de manera que tanto sujeto como predicado son conceptos) o bien el concepto no resulta tan extraño a la cosa como en primera instancia pudiera parecer y puede por eso vincularse con «lo completamente distinto», porque comparte el mismo fondo. Pero ¿a qué podemos en este caso llamar propiamente «fondo»? Esta disyunción presenta la radical diferencia entre la lógica formal, que simplemente reflejaría la cosa a la vista de sus componentes gramaticales, pero que por eso mismo son extraños a la cosa (sujeto y predicado solo serían dos instancias conceptuales), y la lógica trascendental, que se ha tomado en serio que de lo que de verdad se trata en el juicio es de la cosa, de manera que lo uno (el sujeto) y lo otro (el predicado) pueden vincularse porque eso se hace «previamente» posible sobre el mismo fondo. En realidad, el único contenido significativo de lo que habría que entender por «fondo» coincidiría con el sentido de ese «previamente». Pero no porque el conocimiento prevalezca frente al ser, sino más bien porque por «ser» solo se puede entender la forma de aparecer, que remite a «algo completamente distinto» al concepto. Resultará claro que para el Heidegger que interpreta a Kant, en esa «forma previa de aparecer» se decide no el ser del conocimiento; ni siquiera el ser del hombre, sino la finitud, que resulta ser así un carácter también previo y, en consecuencia, previo incluso a cualquier significado de lo humano. De ahí que la noción de «finitud» sea en esta interpretación de Kant más original que la que pueda servir cualquier antropología, que parte siempre de un significado derivado de «hombre». Esto «previo» —la finitud—, anterior a la misma noción de «sujeto», es lo único a lo que propiamente se puede llamar «ontológico», que no vendría por lo tanto a definir la esfera de los principios, sino a señalizar la trascendencia, de ninguna manera a atribuirle un significado. Pero ¿cómo caracterizar entonces esa finitud de naturaleza ontológica si no podemos hacerlo por medio de un conjunto de predicados? De entrada, siguiendo los términos de Kant, reconociendo que el concepto, y por lo tanto la posibilidad misma de los significados, se debe originalmente a la intuición,19 cuya naturaleza reside exclusivamente en recibir algo que viene de fuera. Naturalmente, de fuera del concepto, pero ¿qué puede significar un «afuera» al que podemos referirnos pese a estar encerrados en el concepto? La posibilidad misma de referirse a ello implica no solo que nosotros dependamos de un afuera, sino que en parte somos también ese mismo «afuera» cuya naturaleza resulta originalmente inextricable. De hecho, que la ontología se entienda como filosofía trascendental, que tiene que ver con el conflicto mismo que presupone el conocimiento, esto es, la relación con un adentro y un afuera, constituye prueba de esto. La posibilidad de la ontología remite así a la pregunta acerca de la esencia y el fundamento de la trascendencia de esa comprensión previa del ser.

      Heidegger continúa su relato filosófico extremando una escenificación absolutamente dramática: en Kant se estarían jugando dos alternativas tan decisivas que la elección de la una frente a la otra significara la continuación de dos historias radicalmente diferentes, a modo de dos senderos que se bifurcan.20 En realidad, ya no se trata solo de interpretaciones diferentes, sino de cómo la emergencia de una casi conlleva la otra, al punto de que lo que se pueda llamar «interpretación» reside precisamente en que se haga presente esa ambigüedad, de la que depende el curso de la historia del pensamiento, la posibilidad misma de su reiteración y, de esta manera, el modo en que una época tiene de pensarse a sí misma. Esas dos alternativas, cuyo origen reside en la absoluta falta de certeza sobre el asunto a tratar, que nunca se evidenciará de suyo, se han presentado, no obstante, como una cuestión casi irrelevante, de naturaleza solo aparentemente editorial. Como es sabido, nos referimos a las dos ediciones de la Crítica de la razón pura, que para Heidegger no afectan simplemente al cambio editorial de un capitulo por otro, sino a la estructura y sobre todo a la intención completa de la obra, de manera que el hecho de que haya dos versiones de lo mismo define «su contenido problemático». No habría Crítica, tal como ha resultado de decisiva para la filosofía, sin la manifestación de ese problema. Si en líneas generales la lectura que prevaleció fue la de la 2.ª edición, es la 1.ª la que para Heidegger responde a la primera intención de Kant, tan genuina y potente que fue la que precisamente le hizo retroceder ante su propio descubrimiento. La diferencia, como es sabido, tiene que ver con el diferente papel que en una y otra edición juega «la imaginación trascendental», llamada por Kant la facultad de síntesis. Si en la primera su protagonismo es el más relevante, incluso frente a la sensibilidad y el entendimiento, que son las otras dos facultades de cuya síntesis resulta conocimiento, en la segunda ese papel se desdibuja, volviéndose casi irrelevante, al subrogarse a favor del entendimiento o pasando simplemente a depender de él. Nuestra pregunta, no obstante, no debe dirigirse a Kant, sino a Heidegger: ¿Por qué su énfasis en la imaginación trascendental y, en concreto, en el papel del esquematismo trascendental? Pero sobre todo, ¿por qué esa decisión por la imaginación frente al entendimiento presupone, no solo «la otra lectura» de la filosofía moderna, sino la demolición contemporánea más brillante del significado «racional» de razón? Heidegger se obliga a abrir una puerta de la Crítica, casi hasta desencajarla, a fin de reconocer el propio marco en el que se apoya. De cara al reconocimiento de ese marco, explora esa «desconocida raíz» simplemente mentada por Kant en la Introducción a la obra21 para desenterrar su propia consistencia de raíz, si es que la tiene. Así, continúa su lectura: frente a la intuición y el concepto, el esquema, propio de la imaginación, consistiría en la sensibilización del concepto, función que de suyo entraña el reconocimiento de que el mismo concepto esconde esa posibilidad de hacerse visible, lo que remite a un más allá de la lógica y el pensamiento. Por medio del esquema trascendental Heidegger reconoce ese fondo previo o raíz común de la sensibilidad y el entendimiento que hace posible que el predicado de un juicio se refiera a aquello «completamente distinto» que, merced al esquema, se revela como no tan distinto. La cuestión clave reside así en que la naturaleza del concepto no es estrictamente «conceptual», sino sensible, y que la propia diferencia sensibilidad/entendimiento o intuición/concepto remite a una separación que resulta de un análisis, porque considerado desde la cosa misma tal separación es impracticable. Buscar la esencia de la trascendencia nos lleva así más allá del análisis, justo a una frontera difícil de traspasar, pero no porque no dispongamos de los instrumentos adecuados, sino porque esos mismos instrumentos se dan merced a esa frontera o fondo y se deben a ella. En definitiva, de aquel fondo, que ahora denomino «frontera» con el ánimo de remarcar su carácter de límite, cuya naturaleza resulta además irrebasable, no tenemos representación, simplemente porque no tiene territorio. Si la Crítica se refiere a ella como imaginación trascendental, de la que como facultad se nos dice que rara vez «somos conscientes de ella»,22 y Heidegger le confiere todo el protagonismo al identificarla justamente con «lo desconocido», de todo ello se sigue una cuestión decisiva: ¿cómo se puede apoyar todo el edificio de la razón y en general la razón misma en algo desconocido? En definitiva, ¿qué implicaciones tiene que la imaginación, que no tiene partes, aparezca como la raíz misma de la razón? En este sentido me referí más arriba a esos dos caminos de la interpretación. Heidegger escoge su Kant al decidirse por la 1.ª edición y, de esa manera, no simplemente justifica su propia obra escrita —Ser y tiempo—, sino que evidencia que el propio origen y alcance de la misma se debe a la lectura de Kant. Efectivamente, que la imaginación trascendental no tenga territorio ni patria, porque no remite a ninguna representación, sino que vincula las dos únicas reconocibles —intuición y concepto—, hace de ella la que explica no solo la esencia del conocimiento (la posibilidad de remitir un predicado al sujeto) sino la naturaleza de la finitud: ser es lo que aparece con independencia de un concepto, que solo vendría a regular lo que previamente ya ha aparecido. Pero esta dependencia que el entendimiento (concepto) guarda con la sensibilidad tiene a su vez implicaciones imprevistas en el marco de una fundamentación

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