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la planta o cuidan el vellón hasta los bataneros y blanqueadores del lino, o quienes tintan y aprestan el paño! Es cierto que la naturaleza de la agricultura no admite tanta subdivisión del trabajo como en la manufactura, ni una separación tan cabal entre una actividad y otra. Es imposible separar tan completamente la tarea del ganadero de la del cultivador como la del carpintero de la del herrero. El hilandero es casi siempre una persona distinta del tejedor, pero el que ara, rastrilla, siembra y cosecha es comúnmente la misma persona. Como esas diferentes labores cambian con las diversas estaciones del año, es imposible que un hombre esté permanentemente empleado en ninguna de ellas. Esta imposibilidad de llevar a cabo una separación tan profunda y completa de todas las ramas del trabajo empleado en la agricultura es probablemente la razón por la cual la mejora en la capacidad productiva del trabajo en este sector no alcance siempre el ritmo de esa mejora en las manufacturas. Las naciones más opulentas superan evidentemente a sus vecinas tanto en agricultura como en industria, pero lo normal es que su superioridad sea más clara en la segunda que en la primera. Sus tierras están en general mejor cultivadas, y al recibir más trabajo y más dinero producen más, relativamente a la extensión y fertilidad natural del suelo. Pero esta superioridad productiva no suele estar mucho más que en proporción a dicha superioridad en trabajo y dinero. En la agricultura, el trabajo del país rico no es siempre mucho más productivo que el del país pobre, o al menos nunca es tanto más productivo como lo es normalmente en la industria. El cereal del país rico, por lo tanto, y para un mismo nivel de calidad, no siempre será en el mercado más barato que el del país pobre. A igualdad de calidades, el cereal de Polonia es más barato que el de Francia, pese a que este último país es más rico y avanzado. El cereal de Francia es, en las provincias graneras, tan bueno y casi todos los años tiene el mismo precio que el cereal de Inglaterra, a pesar de que en riqueza y progreso Francia esté acaso detrás de Inglaterra. Las tierras cerealistas de Inglaterra, asimismo, están mejor cultivadas que las de Francia, y las de Francia parecen estar mucho mejor cultivadas que las de Polonia. Pero aunque el país más pobre, a pesar de la inferioridad de sus cultivos, puede en alguna medida rivalizar con el rico en la baratura y calidad de sus granos, no podrá competir con sus industrias, al menos en las manufacturas que se ajustan bien al suelo, clima y situación del país rico. Las sedas de Francia son mejores y más baratas que las de Inglaterra porque la industria de la seda, al menos bajo los actuales altos aranceles a la importación de la seda en bruto, no se adapta tan bien al clima de Inglaterra como al de Francia. Pero la ferretería y los tejidos ordinarios de lana de Inglaterra son superiores a los de Francia sin comparación, y también mucho más baratos considerando una misma calidad. Se dice que en Polonia virtualmente no hay industrias de ninguna clase, salvo un puñado de esas rudas manufacturas domésticas sin las cuales ningún país puede subsistir.

      Este gran incremento en la labor que un mismo número de personas puede realizar como consecuencia de la división del trabajo se debe a tres circunstancias diferentes; primero, al aumento en la destreza de todo trabajador individual; segundo, al ahorro del tiempo que normalmente se pierde al pasar de un tipo de tarea a otro; y tercero, a la invención de un gran número de máquinas que facilitan y abrevian la labor, y permiten que un hombre haga el trabajo de muchos.

      En primer lugar, el aumento de la habilidad del trabajador necesariamente amplía la cantidad de trabajo que puede realizar, y la división del trabajo, al reducir la actividad de cada hombre a una operación sencilla, y al hacer de esta operación el único empleo de su vida, inevitablemente aumenta en gran medida la destreza del trabajador. Un herrero corriente que aunque acostumbrado a manejar el martillo nunca lo ha utilizado para fabricar clavos no podrá, si en alguna ocasión se ve obligado a intentarlo, hacer más de doscientos o trescientos clavos por día, y además los hará de muy mala calidad. Un herrero que esté habituado a hacer clavos pero cuya ocupación principal no sea esta difícilmente podrá, aun con su mayor diligencia, hacer más de ochocientos o mil al día. Pero yo he visto a muchachos de menos de veinte años de edad, que nunca habían realizado otra tarea que la de hacer clavos y que podían, cuando se esforzaban, fabricar cada uno más de dos mil trescientos al día. Y la fabricación de clavos no es en absoluto una de las operaciones más sencillas. Una misma persona hace soplar los fuelles, aviva o modera el fuego según convenga, calienta el hierro y forja cada una de las partes del clavo; al forjar la cabeza se ve obligado además a cambiar de herramientas. Las diversas operaciones en las que se subdivide la fabricación de un clavo, o un botón de metal, son todas ellas mucho más simples y habitualmente es mucho mayor la destreza de la persona cuya vida se ha dedicado exclusivamente a realizarlas. La velocidad con que se efectúan algunas operaciones en estas manufacturas excede a lo que quienes nunca las han visto podrían suponer que es capaz de adquirir la mano del hombre.

      En segundo lugar, la ventaja obtenida mediante el ahorro del tiempo habitualmente perdido al pasar de un tipo de trabajo a otro es mucho mayor de lo que podríamos imaginar a simple vista. Es imposible saltar muy rápido de una clase de labor a otra que se lleva a cabo en un sitio diferente y con herramientas distintas. Un tejedor campesino, que cultiva una pequeña granja, consume un tiempo considerable en pasar de su telar al campo y del campo a su telar. Si dos actividades pueden ser realizadas en el mismo taller, la pérdida de tiempo será indudablemente mucho menor. Sin embargo, incluso en este caso es muy notable. Es normal que un hombre haraganee un poco cuando sus brazos cambian de una labor a otra. Cuando comienza la tarea nueva rara vez está atento y pone interés; su mente no está en su tarea y durante algún tiempo está más bien distraído que ocupado con diligencia. La costumbre de haraganear o de aplicarse con indolente descuido, que natural o más bien necesariamente adquiere todo trabajador rural forzado a cambiar de trabajo y herramientas cada media hora, y a aplicar sus brazos en veinte formas diferentes a lo largo de casi todos los días de su vida, lo vuelve casi siempre lento, perezoso e incapaz de ningún esfuerzo vigoroso, incluso en las circunstancias más apremiantes. Por lo tanto, independientemente de sus deficiencias en destreza, basta esta sola causa para reducir de manera considerable la cantidad de trabajo que puede realizar.

      En tercer y último lugar, todo el mundo percibe cuánto trabajo facilita y abrevia la aplicación de una maquinaria adecuada. Ni siquiera es necesario poner ejemplos. Me limitaré a observar, entonces, que la invención de todas esas máquinas que tanto facilitan y acortan las tareas derivó originalmente de la división del trabajo. Es mucho más probable que los hombres descubran métodos idóneos y expeditos para alcanzar cualquier objetivo cuando toda la atención de sus mentes está dirigida hacia ese único objetivo que cuando se disipa entre una gran variedad de cosas. Y resulta que como consecuencia de la división del trabajo, la totalidad de la atención de cada hombre se dirige naturalmente hacia un solo y simple objetivo. Es lógico esperar, por lo tanto, que alguno u otro de los que están ocupados en cada rama específica del trabajo descubra pronto métodos más fáciles y prácticos para desarrollar su tarea concreta, siempre que la naturaleza de la misma admita una mejora de ese tipo. Una gran parte de las máquinas utilizadas en aquellas industrias en las que el trabajo está más subdividido fueron originalmente invenciones de operarios corrientes que, al estar cada uno ocupado en un quehacer muy simple, tornaron sus mentes hacia el descubrimiento de formas más rápidas y fáciles de llevarlo a cabo. A cualquiera que esté habituado a visitar dichas industrias le habrán enseñado frecuentemente máquinas muy útiles inventadas por esos operarios para facilitar y acelerar su labor concreta. En las primeras máquinas de vapor se empleaba permanentemente a un muchacho para abrir y cerrar alternativamente la comunicación entre la caldera y el cilindro, según el pistón subía o bajaba. Uno de estos muchachos, al que le gustaba jugar con sus compañeros, observó que si ataba una cuerda desde la manivela de la válvula que abría dicha comunicación hasta otra parte de la máquina, entonces la válvula se abría y cerraba sin su ayuda, y le dejaba en libertad para divertirse con sus compañeros de juego. Uno de los mayores progresos registrados en esta máquina desde que fue inventada resultó así un descubrimiento de un muchacho que deseaba ahorrar su propio trabajo.

      No todos los avances en la maquinaria, sin embargo, han sido invenciones de aquellos que las utilizaban. Muchos han provenido del ingenio de sus fabricantes, una vez que la fabricación de máquinas llegó a ser una actividad específica por sí misma; y otros han derivado de aquellos que son llamados filósofos o personas dedicadas a la especulación, y cuyo oficio es no hacer nada pero observarlo todo; por eso mismo, son a menudo capaces de combinar

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