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La riqueza de las naciones. Adam Smith
Читать онлайн.Название La riqueza de las naciones
Год выпуска 0
isbn 9788417893309
Автор произведения Adam Smith
Жанр Зарубежная деловая литература
Серия Autores
Издательство Bookwire
De acuerdo a la historia más autorizada, las naciones que se civilizaron primero fueron las establecidas en torno a la costa del mar Mediterráneo. Este mar, con mucha diferencia el mayor de los mares interiores que existen en el mundo, al no tener mareas, y por tanto tampoco olas, salvo las provocadas sólo por el viento, resultó ser, por la calma de su superficie, por la multitud de sus islas y la proximidad de sus orillas, extremadamente favorable para la naciente navegación del mundo; en esos tiempos los hombres, ignorantes de la brújula, temían perder de vista la costa, y debido a la imperfección de la industria naval recelaban de abandonarse a las vociferantes olas del océano. Ir más allá de las columnas de Hércules, es decir, navegar pasando el estrecho de Gibraltar, fue considerado en la Antigüedad el viaje más maravilloso y arriesgado. Pasó mucho tiempo hasta que los fenicios y cartagineses, los navegantes y constructores de barcos más diestros de la época, lo intentaron, y durante un periodo muy prolongado fueron las únicas naciones que lo hicieron. De todos los países de la costa del mar Mediterráneo fue Egipto el primero en el que tanto la agricultura como las manufacturas alcanzaron un nivel apreciable de cultivo y desarrollo. El alto Egipto no se alejaba del Nilo más que unas pocas millas, y en el bajo Egipto ese gran río se divide en una gran cantidad de canales que, con la ayuda de obras menores, permitieron la comunicación por agua no sólo entre todas las grandes ciudades sino también entre todos los pueblos importantes e incluso muchos caseríos del país; casi igual a como sucede hoy en Holanda con el Rin y el Mosa. La amplitud y facilidad de esta navegación interior fue probablemente una de las causas fundamentales del progreso temprano de Egipto.
Los adelantos en la agricultura y las manufacturas parecen remontarse también a muy antiguo en las provincias de Bengala en las Indias Orientales, y en algunas de las provincias orientales de China, aunque ello no ha sido contrastado por las historias que en esta parte del mundo nos resultan más fiables. En Bengala, el Ganges y otros amplios ríos forman un elevado número de canales navegables, de igual manera que el Nilo en Egipto. Asimismo, en las provincias del este de China, varios grandes ríos forman con sus diversos brazos una multitud de canales, y en su mutua comunicación permiten una navegación interior tan vasta como la del Nilo o del Ganges, y quizás tanto como ambos ríos juntos. Es notable que ni los antiguos egipcios, ni los indios, ni los chinos hayan estimulado el comercio exterior, sino que hayan derivado toda su opulencia de dicha navegación interior.
Todas las regiones interiores de África, y toda la región de Asia al norte de los mares Negro y Caspio, la antigua Escitia y las modernas Tartaria y Siberia, parecen haberse mantenido siempre en el estado bárbaro e incivilizado en que se encuentran hoy. El mar de Tartaria es el océano helado que no admite navegación alguna, y aunque algunos de los mayores ríos del mundo atraviesan ese país, están demasiado separados como para permitir el comercio y la comunicación en buena parte del mismo. En Africa no hay mares interiores, como el Báltico y el Adriático en Europa, el Mediterráneo y el Negro en Europa y Asia, y los golfos de Arabia, Persia, India y Bengala en Asia, que permitan llevar el comercio marítimo hacia las regiones interiores de ese gran continente; y los caudalosos ríos de África se hallan separados por distancias demasiado grandes como para que se pueda acometer ninguna navegación interior apreciable. El comercio que puede realizar una nación mediante un río que no se divide en muchos brazos o canales, y que fluye a lo largo de otro territorio antes de desembocar en el mar, nunca puede ser muy importante, puesto que las naciones que dominan ese otro territorio siempre pueden bloquear la comunicación entre dicha nación y el mar. La navegación del Danubio es de poca utilidad para los distintos estados de Baviera, Austria y Hungría, en comparación con lo que sucedería si cualquiera de ellos poseyera todo el curso del río hasta que desemboca en el mar Negro.
4 DEL ORIGEN Y USO DEL DINERO
Una vez que la división del trabajo se ha establecido y afianzado, el producto del trabajo de un hombre apenas puede satisfacer una fracción insignificante de sus necesidades. Él satisface la mayor parte de ellas mediante el intercambio del excedente del producto de su trabajo, por encima de su propio consumo, por aquellas partes del producto del trabajo de otros hombres que él necesita. Cada hombre vive así gracias al intercambio, o se transforma en alguna medida en un comerciante, y la sociedad misma llega a ser una verdadera sociedad mercantil.
Pero cuando la división del trabajo dio sus primeros pasos, la acción de esa capacidad de intercambio se vio con frecuencia lastrada y entorpecida. Supongamos que un hombre tiene más de lo que necesita de una determinada mercancía, mientras que otro hombre tiene menos. En consecuencia, el primero estará dispuesto a vender, y el segundo a comprar, una parte de dicho excedente. Pero si ocurre que el segundo no tiene nada de lo que el primero necesita, no podrá entablarse intercambio alguno entre ellos. El carnicero guarda en su tienda más carne de la que puede consumir, y tanto el cervecero como el panadero están dispuestos a comprarle una parte, pero sólo pueden ofrecerle a cambio los productos de sus labores respectivas. Si el carnicero ya tiene todo el pan y toda la cerveza que necesita, entonces no habrá comercio. Ni uno puede vender ni los otros comprar, y en conjunto todos serán recíprocamente menos útiles. A fin de evitar los inconvenientes derivados de estas situaciones, toda persona prudente en todo momento de la sociedad, una vez establecida originalmente la división del trabajo, procura naturalmente manejar sus actividades de tal manera de disponer en todo momento, además de los productos específicos de su propio trabajo, una cierta cantidad de alguna o algunas mercancías que en su opinión pocos rehusarían aceptar a cambio del producto de sus labores respectivas.
Es probable que numerosas mercancías diferentes se hayan concebido y utilizado sucesivamente a tal fin. Se dice que en las épocas rudas de la sociedad el instrumento común del comercio era el ganado; y aunque debió haber sido extremadamente incómodo, sabemos que en la Antigüedad las cosas eran a menudo valoradas según el número de cabezas de ganado que habían sido entregadas a cambio de ellas. Homero refiere que la armadura de Diomedes costó sólo nueve bueyes, mientras que la de Glauco costó cien. Se cuenta también que en Abisinia el medio de cambio y comercio más común es la sal; en algunas partes de la costa de la India es una clase de conchas; el bacalao seco en Terranova; el tabaco en Virginia; el azúcar en algunas de nuestras colonias en las Indias Occidentales; y me han dicho que hoy mismo en un pueblo de Escocia no es extraño que un trabajador lleve clavos en lugar de monedas a la panadería o la taberna.
En todos los países, sin embargo, los hombres parecen haber sido impulsados por razones irresistibles a preferir para este objetivo a los metales por encima de cualquier otra mercancía. Los metales pueden ser no sólo conservados con menor pérdida que cualquier otra cosa, puesto que casi no hay nada menos perecedero que ellos, sino que además pueden ser, y sin pérdida, divididos en un número indeterminado de partes, unas partes que también pueden fundirse de nuevo en una sola pieza; ninguna otra mercancía igualmente durable posee esta cualidad, que más que ninguna otra vuelve a los metales particularmente adecuados para ser instrumentos del comercio y la circulación. La persona que deseaba comprar sal, por ejemplo, pero sólo poseía ganado para dar a cambio de ella, debía comprar sal por el valor de todo un buey o toda una oveja a la vez. En pocas ocasiones podía comprar menos, porque aquello que iba a dar a cambio en pocas ocasiones podía ser dividido sin pérdida; y si deseaba comprar más, se habrá visto forzado, por las mismas razones, a comprar el doble o el triple de esa cantidad, es decir, el valor de dos o tres bueyes, o de dos o tres ovejas. Por el contrario, si en lugar de ovejas o bueyes podía dar metales a cambio, con facilidad podía adecuar la cantidad de metal a la cantidad precisa de la mercancía que necesitaba.
Para este propósito se han utilizado diferentes metales en las distintas naciones. Entre los antiguos espartanos el medio común de comercio era el hierro; el cobre entre los antiguos romanos; y el oro y la plata entre las naciones mercantiles ricas.
Al principio esos metales fueron empleados para esta finalidad en barras toscas, sin sello ni cuño alguno. Plinio, basándose en la autoridad de