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sus compras unas barras de cobre sin sellar. Estas barras en bruto desempeñaron entonces la función del dinero.

      El empleo de los metales en ese estado tan bruto adolecía de dos inconvenientes muy notables; primero, el problema de pesarlos, y segundo, el de contrastarlos. En los metales preciosos, donde una pequeña diferencia en la cantidad representa una gran discrepancia en el valor, la tarea de pesarlos con la exactitud adecuada exige pesas y balanzas muy precisas. En particular, pesar oro es una operación bastante delicada. En los metales más ordinarios, donde un pequeño error tendría poca importancia, es indudable que se requiere una exactitud menor. Pero de todos modos, si cada vez que un pobre hombre, necesitado de vender o comprar bienes por valor de un cuarto de penique, debiese pesar esta moneda, encontraríamos que este requisito es extraordinariamente molesto. La operación de contrastar es todavía más difícil, todavía más laboriosa y, salvo que se deshaga una parte del metal en el crisol con los disolventes adecuados, toda conclusión que de ella se derive resultará extremadamente incierta. Sin embargo, antes de la llegada de la institución de la moneda acuñada, si no pasaban por esta ardua y tediosa operación, las gentes siempre estaban expuestas a los fraudes y estafas más groseros, y a recibir a cambio de sus bienes no una libra de plata pura, o cobre puro, sino de un compuesto adulterado de los materiales más ordinarios y baratos, pero cuya apariencia exterior se asemejaba a dichos metales. Para prevenir tales abusos, facilitar el intercambio y estimular todas las clases de industria y comercio, se ha considerado necesario en todos los países que han progresado de forma apreciable el fijar un sello público sobre cantidades determinadas de esos metales empleados comúnmente en la compra de bienes. Y ese fue el origen de la acuñación de moneda y de las oficinas públicas denominadas cecas, instituciones cuya naturaleza es la misma que las del control de calidad y peso de los tejidos de lana y de hilo. Todas ellas se dedican a certificar, mediante un sello público, la cantidad y calidad uniforme de las diferentes mercancías que son traídas al mercado.

      Los primeros sellos públicos de este tipo estampados en los metales atestiguaban en muchos casos lo que era al mismo tiempo lo más difícil y lo más importante, la bondad y finura del metal, y se parecían a la marca esterlina que actualmente se graba en vajillas y barras de plata, o la marca española que en ocasiones se estampa en los lingotes de oro y que, al estar fijada en un sólo lado de la pieza y no cubrir toda su superficie, certifica la finura pero no el peso del metal. Abraham pesó a Efrón los cuatrocientos siclos de plata que había acordado pagar por el campo de Macpela. Se dice que eran la moneda corriente en el mercado, y sin embargo eran recibidas por peso y no por cantidad, de la misma forma que hoy lo son los lingotes de oro y las barras de plata. Se cuenta que las rentas de los antiguos reyes sajones de Inglaterra eran pagadas no en moneda sino en especie, es decir, en vituallas y provisiones de toda suerte. Guillermo el Conquistador introdujo la costumbre de pagarlas en dinero, un dinero que sin embargo fue durante mucho tiempo recibido por el Tesoro al peso y no por cuenta. Los inconvenientes y dificultades de pesar estos metales con precisión dieron lugar a la institución de las monedas; se suponía que su sello, que cubría por completo ambas caras y a veces también los bordes, garantizaba no sólo la finura sino también el peso del metal. Esas monedas, como ahora, fueron recibidas por cuenta, sin tomarse la molestia de pesarlas.

      Los nombres de estas monedas expresaban originalmente el peso o la cantidad del metal que contenían. En los tiempos de Servio Tulio, quien primero acuñó moneda en Roma, el as romano, o pondo, contenía una libra romana de buen cobre. De la misma forma que nuestra libra llamada Troy, se dividía en doce onzas, cada una de las cuales contenía una onza verdadera de buen cobre. La libra esterlina inglesa, en la época de Eduardo I, contenía una libra, con el llamado peso de la Torre, de plata de una ley determinada. La libra de la Torre pesaba algo más que la libra romana y algo menos que la libra Troy. Esta última no fue introducida en la circulación inglesa hasta el decimooctavo año del reinado de Enrique VIII. La libra francesa contenía en los tiempos de Carlomagno una libra, peso Troy, de una ley dada. En aquel tiempo la feria de Troyes, en Champaña, era frecuentada por todas las naciones de Europa, y los pesos y medidas de un mercado tan famoso eran vastamente conocidos y apreciados. La libra de moneda escocesa contenía, desde los tiempos de Alejandro I hasta los de Robert Bruce, una libra de plata del mismo peso y ley que la libra esterlina inglesa. Asimismo, los peniques ingleses, franceses y escoceses, contenían todos originalmente el peso auténtico de un penique de plata, la vigésima parte de una onza y la doscientas cuarentava parte de una libra. El chelín fue también al principio el nombre de un peso. Un antiguo estatuto de Enrique III reza: «Cuando el trigo valga doce chelines el cuartal, la pieza de pan de un cuarto de penique pesará once chelines y cuatro peniques». Pero la proporción entre el chelín y el penique por un lado y la libra por la otra no ha sido tan uniforme y constante como la relación entre el penique y la libra. Durante la primera dinastía de los reyes de Francia el sueldo o chelín francés contuvo en diferentes ocasiones cinco, doce, veinte y cuarenta peniques. Entre los antiguos sajones un chelín contuvo en un momento sólo cinco peniques, y no es improbable que haya sido entre ellos tan variable como lo fue entre sus vecinos, los antiguos francos. Desde la época de Carlomagno entre los franceses y desde la de Guillermo el Conquistador entre los ingleses, la proporción entre la libra, el chelín y el penique parece haber sido siempre igual a la actual, aunque el valor de cada moneda ha sido muy distinto. Lo que ha ocurrido, en mi opinión, es que la avaricia e injusticia de los príncipes y Estados soberanos, abusando de la confianza de sus súbditos, ocasionó la paulatina disminución de la cantidad real de metal que sus monedas contenían originalmente. El as romano, en los últimos tiempos de la República, fue reducido a la vigésimocuarta parte de su valor original y, en lugar de pesar una libra, llegó a pesar sólo media onza. La libra y el penique de Inglaterra contienen hoy apenas una tercera parte, la libra y el penique de Escocia una trigésimosexta parte, y la libra y el penique de Francia una sexagésimasexta parte de sus valores originales. Mediante estas operaciones, los príncipes y Estados soberanos que las llevaron a cabo pudieron, en apariencia, pagar sus deudas y hacer frente a sus compromisos con una cantidad menor de plata de la que habrían necesitado en otro caso. Pero fue verdaderamente sólo en apariencia, porque sus acreedores en realidad resultaron defraudados en parte de lo que se les debía. Todos los demás deudores en el país recibieron idéntico privilegio, y pudieron pagar la misma suma nominal que debían en la moneda vieja con la moneda nueva y envilecida. Estas operaciones, por lo tanto, siempre han sido favorables para los deudores y ruinosas para los acreedores, y en algunas ocasiones han generado una revolución más amplia y universal en las fortunas de las personas privadas que la que habría producido una gran calamidad pública. Ha sido de esta manera, entonces, cómo el dinero se ha convertido en todas las naciones civilizadas en el medio universal del comercio, por intervención del cual los bienes de todo tipo son comprados, vendidos e intercambiados.

      Examinaré a continuación las reglas que las personas naturalmente observan cuando intercambian bienes por dinero o por otros bienes. Estas reglas determinan lo que puede llamarse el valor relativo o de cambio de los bienes.

      Hay que destacar que la palabra valor tiene dos significados distintos. A veces expresa la utilidad de algún objeto en particular, y a veces el poder de compra de otros bienes que confiere la propiedad de dicho objeto. Se puede llamar a lo primero valor de uso y a lo segundo valor de cambio. Las cosas que tienen un gran valor de uso con frecuencia poseen poco o ningún valor de cambio. No hay nada más útil que el agua, pero con ella casi no se puede comprar nada; casi nada se obtendrá a cambio de agua. Un diamante, por el contrario, apenas tiene valor de uso, pero a cambio de él se puede conseguir generalmente una gran cantidad de otros bienes.

      Para investigar los principios que regulan el valor de cambio de las mercancías procuraré demostrar:

      Primero, cuál es la medida real de este valor de cambio, o en qué consiste el precio real de todas las mercancías.

      Segundo, cuáles son las diferentes partes que componen o constituyen este precio real.

      Y, por último, cuáles son las diversas circunstancias que a veces elevan alguna o todas esas partes por encima, y a veces las disminuyen por debajo de su tasa natural u ordinaria; o cuáles son las causas que a veces impiden que el precio de mercado, es decir, el precio efectivo de los bienes, coincida con lo que puede denominarse su precio natural.

      Intentaré

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