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de Smith-capitalismo-salvaje es su respaldo a que la riqueza se refleje en un incremento en el nivel de vida del pueblo, y el intenso recelo que siente Smith hacia los empresarios. Una cosa es defender al capitalismo, parece decir, y otra cosa muy distinta es defender a los capitalistas, que sólo son útiles a la sociedad en la medida en que compitan en el mercado ofreciendo bienes y servicios buenos y baratos, con lo que los consumidores se benefician —y el consumo es el fin último de la producción. Adam Smith dedica a los capitalistas y a su espíritu monopólico y de «conspiración contra el público» unos comentarios durísimos, de gran relevancia para comprender numerosas polémicas actuales, puesto que Smith demuestra cómo los diversos grupos económicos consiguen privilegios del Estado sobre la base de fingir que representan los más amplios intereses de la sociedad.

      Pero desde el momento en que se conceden privilegios especiales se está atentando contra el interés general. Smith lo explica con numerosos ejemplos concretos de desvío forzado de capital hacia una u otra rama específica, que da lugar a unos precios mayores y una producción menor —el esquema clásico del monopolio— que los que habrían tenido lugar en otra circunstancia.

      El mercantilismo, así, da lugar a un crecimiento menor, pero no a una ausencia de crecimiento. Smith reconoce que los recursos naturales y sobre todo los recursos humanos —y «el deseo de cada persona de mejorar su propia condición»— se potencian con las instituciones buenas y consiguen compensar los efectos retardatarios de las instituciones malas. E igualmente reconoce que las múltiples reglamentaciones mercantilistas estaban siendo dejadas de lado con más celeridad en Inglaterra que en el resto de Europa: no titubea en aplaudir los méritos de las reformas que ampliaban el campo de la libertad. En ese sentido España es un ejemplo, aunque desgraciado: en repetidas oportunidades Smith demuestra cómo las intervencionistas instituciones españolas eran particularmente dañinas para el crecimiento económico.

      El realismo de Smith brilla en el extenso capítulo VII del Libro Cuarto, sobre las colonias. En los imperios se ha establecido el sistema mercantilista: por doquier hay monopolios, proteccionismo, compañías exclusivas, prohibiciones y reglamentaciones de todo tipo. Y sin embargo, ha sido tan beneficiosa la extensión del mercado que se ha producido gracias a las colonias —y la extensión del mercado es la clave para la división del trabajo, que a su vez lo es para el crecimiento— que ha podido con todos los efectos perniciosos del imperialismo mercantilista.

      Algo parecido se observa en el capítulo I del Libro Quinto, cuando Smith analiza las instituciones que facilitan el progreso. La extensa digresión sobre la educación, muy a propósito para comprender los problemas que padece la universidad actual, contiene incisivas críticas al sistema educativo de su época pero al menos, reconoce el escocés, enseñó algo. Ese mismo capítulo contiene una famosa predicción equivocada de Smith, que aparte de bancos, compañías de seguros y algunas obras públicas hidráulicas, no creía en las posibilidades de las sociedades anónimas, precisamente la personalidad jurídica que iban a adoptar las empresas después de forma masiva. Ha de reconocerse, sin embargo, que la realidad de las últimas décadas del siglo XX y los más recientes estudios sobre la economía empresarial demuestran que el escocés no andaba descaminado en un punto importante: los problemas que hoy se llamarían de «el principal y el agente», es decir, los peligros del abuso por los ejecutivos de la responsabilidad que les confieren los accionistas.

      Pero probablemente lo que más asombre a un lector moderno que se aproxime a Smith con la imagen que habitualmente se tiene de él sea el marco de acción aceptable para el Estado. Al terminar el Libro Cuarto Smith expone los tres deberes fundamentales del soberano en una sociedad liberal: «Primero, el deber de proteger a la sociedad de la violencia e invasión de otras sociedades independientes. Segundo, el deber de proteger, en cuanto sea posible, a cada miembro de la sociedad frente a la injusticia y opresión de cualquier otro miembro de la misma, o el deber de establecer una exacta administración de la justicia. Y tercero, el deber de edificar y mantener ciertas obras públicas y ciertas instituciones públicas que jamás será del interés de ningún individuo o pequeño número de individuos el edificar y mantener, puesto que el beneficio nunca podría reponer el coste que representarían para una persona o un reducido número de personas, aunque frecuentemente lo reponen con creces para una gran sociedad».

      Esto basta de por sí para pulverizar toda imagen anarquista de Smith. Pero hay más. El economista escocés, y el grueso de los economistas liberales que lo han sucedido hasta la fecha, admiten otras intervenciones del Estado en la vida económica. El propio Smith llegó a alabar dos instituciones paradigmáticas del mercantilismo: las leyes de la usura y las de navegación. Ponderó a las primeras porque la limitación a los tipos de interés impedía que los empresarios más irresponsables drenaran fondos para sus osados proyectos, arrebatándoselos a los más prudentes al ofrecer pagar tasas de interés desorbitadas. Y elogió a las leyes de navegación, que establecían la protección de bandera para el comercio exterior británico, con el argumento de que así se contribuía a sostener una marina de guerra —«la defensa es mucho más importante que la opulencia», afirma en el capítulo II del Libro Cuarto.

      Adam Smith es, por tanto, un liberal matizado, que no quiere hacer tabla rasa con el sistema anterior —que tenía asimismo más elementos liberales de los que Smith apunta— y mucho menos instaurar en su lugar una anarquía sin Estado: a un anarquista le tienen sin cuidado los impuestos, y Adam Smith redacta un extenso capítulo sobre los mismos, analizándolos prolijamente. Un anarquista, por definición, es enemigo de la propiedad, y para Smith la propiedad privada es característica irrenunciable de la prosperidad, y su defensa misión irrenunciable del Estado.

      Es evidente, no obstante, que es un liberal, que cree en el mercado, que apoya aquellas intervenciones públicas en donde claramente se demuestre que los fallos del Estado son menores que los del mercado, y que propone además intervenciones en cuya forma los criterios competitivos sean menos vulnerados. Rechaza específicamente las intervenciones particulares del Estado para fomentar tal o cual actividad, para proteger tal o cual sector en mayor beneficio de la comunidad. El argumento que emplea es profundamente práctico: el Estado no sabe cómo hacerlo. Para Smith el «sencillo y obvio sistema de la libertad natural» equivale a lo siguiente: «Toda persona, en tanto no viole las leyes de la justicia, queda en perfecta libertad para perseguir su propio interés a su manera y para conducir a su trabajo y su capital hacia la competencia con toda otra persona o clase de personas. El soberano queda absolutamente exento de un deber tal que al intentar cumplirlo se expondría a innumerables confusiones, y para cuyo correcto cumplimiento ninguna sabiduría o conocimiento humano podrá jamás ser suficiente: el deber de vigilar la actividad de los individuos y dirigirla hacia las labores que más convienen al interés de la sociedad». Todos los matices intervencionistas de Smith, en efecto, empalidecen frente a los Estados modernos, que absorben la mitad de la riqueza nacional y se afanan cotidianamente en la persecución justo de aquellos objetivos que el escocés quería alejar de la preocupación del sector público. Es posible que la imagen anarquista de Smith derive del contraste entre su liberalismo moderado y prudente y el intervencionismo hipertrofiado y audaz de los Estados actuales.

      Ahí estriba un aspecto en el que Smith está definitivamente anticuado, como lo están casi todos los economistas, salvo un puñado de contemporáneos: a todos les falta una correcta teoría del Estado. Pero al menos Adam Smith abogaba, como buen ilustrado, por un gobierno reformador y liberalizador del Antiguo Régimen mercantilista, un gobierno diferente del antiguo despotismo nobiliario y eclesial; y al menos los liberales del siglo XIX, herederos de Smith, pretendieron mantener al Estado dentro de ciertos límites. En cambio John Maynard Keynes y el grueso de los economistas del siglo XX no tuvieron ni siquiera la preocupación ante la ampliación del tamaño del Estado: más aún, la recomendaron como la mejor forma de resolver los problemas económicos. Su responsabilidad en las dificultades creadas por la expansión inédita del sector público en nuestros días es, así, mucho mayor que la del viejo escocés.

      En todo caso, es claro que en las postrimerías del siglo XX se está viviendo un agotamiento del Estado presuntamente benefactor y un renacimiento de las ideas liberales. ¿Puede ayudar Adam Smith a los políticos que llevan a cabo las reformas económicas de hoy?

      La riqueza de las naciones aparece en un año crítico

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