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Todos teníamos un álbum personal —le dijo, encogiéndose de hombros—. Eran como libros de recuerdos. Mi madre los hizo todos. Ahí guardaba pelo de nuestro primer corte de pelo, tarjetas de cumpleaños, boletines de notas… —sonrió con picardía—. Aunque no mereciera mucho la pena salvar muchos de esos boletines, por lo menos los míos.

      —Me cuesta creerlo.

      —¿Por qué?

      Ella se rió suavemente.

      —Porque eres brillante. Todos lo sabemos. Aparte de lo de la ortografía, claro.

      —Bueno, pues créetelo. Hice un poco el gamberro en el colegio. Volvía loco a mi padre.

      —¿Y tu madre qué decía?

      —Ella sacudía la cabeza —dijo Drew. Su sonrisa se había desvanecido—. Me decía que podía hacerlo mucho mejor —guardó silencio un momento, recordando.

      Al final sí que lo había hecho mejor, o por lo menos lo había intentado.

      —Nos dio los álbumes a cada uno cuando enfermó —dijo, sintiendo un nudo en el estómago.

      Deanna le apretó el hombro con la mano.

      —Parece que era muy guapa —le dijo ella con suavidad, devolviéndole la foto—. Por dentro y por fuera.

      Drew tomó la instantánea en sus manos, consciente del roce de los dedos de ella. Los recuerdos de su madre eran tan nítidos como lo que sentía en ese momento al tocar a Deanna. Pero pensar en su madre era mucho más fácil que recordar el coche destrozado de su padre. ¿Qué había sido de él? ¿Significaba algo la foto que había encontrado en el vehículo? ¿O era sólo un recuerdo? Se volvió de espaldas a la camioneta y accidentalmente se rozó contra el pecho de ella. Entrecerró los párpados, cegado por el sol de poniente, pero Deanna no retrocedió. Se quedó donde estaba, mirándole.

      —Era muy guapa —le dijo él de repente—. Crecí oyendo cómo se lo decía mi padre. Ella siempre se sonrojaba y le quitaba importancia a sus palabras, diciendo que nunca iba a ganar un concurso de belleza ni nada parecido. Pero todos sabíamos que no era eso lo que él quería decir.

      Deanna ladeó la cabeza. Tenía la mejilla apoyada en la mano.

      —Tuviste mucha suerte.

      Drew siempre lo había sabido, sobre todo cuando se enteró de que la iba a perder.

      —Nunca defraudó a nadie —dijo, riéndose con una carcajada amarga—. No es que fuera una santa. Tenía mucho genio. Y no dejaba que nadie la engañara.

      —Ah —Deanna le miró con ojos cómplices—. Supongo que tú lo intentaste unas cuantas veces.

      —Sí —le dijo él, sonriente—. Y no sólo yo. Todos lo hicimos. Excepto J.R., quizá. Siempre fue el niño bueno —soltó una risotada—. Una vez, cuando tenía catorce años, un amigo mío y yo le robamos las llaves del coche a su padre. Era un Mustang clásico que había restaurado. Nos fuimos a dar un paseo. Tommy terminó empotrándose en un muro. No nos hicimos daño, pero la policía nos llevó a comisaría y nos metió en una celda. Nos dimos un susto de muerte. Nos dijeron que íbamos a pasar la noche ahí. Y a lo mejor muchas más.

      —Vaya. ¿Sólo tenías catorce años? —Deanna parecía sorprendida.

      —Casi quince. Como sabíamos que pronto podríamos conducir… Bueno, llamamos a nuestros padres desde la cárcel. Temblábamos como pollos. Estábamos muertos de miedo. Tommy llamó a su familia. Se pusieron como locos cuando les contó lo del coche, pero enseguida fueron a buscarle. Y yo llamé a mi padre, pensando que él usaría sus influencias para sacarnos de allí. Porque no podía ser que el hijo de William Fortune fuera a pasar una noche en la cárcel por una gamberrada sin importancia. Pero mi padre me dijo que no, que nos merecíamos pasar la noche en la cárcel, que sería una buena lección.

      —Oh —dijo Deanna—. ¿Y qué hiciste?

      —La familia de Tommy no tardó en llegar — dijo él, encogiéndose de hombros—. Lo soltaron enseguida, pero yo tuve que volver a la celda.

      —¿Por cuánto tiempo?

      Entonces le había parecido toda una eternidad.

      —Casi toda la noche. A eso de las tres de la madrugada vino uno de los agentes y me soltó. Mi madre había venido a sacarme —sacudió la cabeza, rememorando aquellos momentos—. Estaba muy enfadada. No quería oír ninguna excusa. Me dijo que cerrara el pico y que entrara en el coche. Pero lo peor fue que yo supe que la había decepcionado.

      —¿Y qué pasó?

      —Justo antes de irnos a casa, me dijo que aunque me quisiera mucho, no soportaba verme haciendo esas cosas. Pero también me dijo que, pasara lo que pasara, siempre estaría ahí.

      Y había cumplido su promesa hasta el fin de sus días. El cáncer se la había arrebatado antes de tiempo, pero su recuerdo lo acompañaba en todo momento. Drew apretó la mandíbula. Según William, de haber estado vida, su madre tampoco hubiera aprobado su viva de soltero, licenciosa y desordenada.

      Deanna cambió de postura y tomó la foto de nuevo.

      —Estar siempre ahí. Para mí eso es lo más bonito de una persona —murmuró y entonces le metió la foto en el bolsillo de la solapa de la chaqueta que Drew había tomado del armario de J.R.

      Le dio unas palmaditas sobre la solapa y levantó la vista hacia él, sonriendo. Estar siempre ahí… Igual que ella…

      Ella quiso apartar la mano, pero él se la agarró a medio camino.

      —Sí —le dijo en un tono grave y profundo—. Eso es lo más bonito.

      La sonrisa de Deanna se borró lentamente. Sus ojos se hicieron más grandes durante una fracción de segundo y emitieron un destello fugaz. Pero entonces parpadeó y el momento pasó.

      De repente, Drew sintió que retiraba la mano.

      —No —le dijo.

      Su cabello parecía más rojo que nunca bajo la luz crepuscular. Drew enredó los dedos en unos mechones y se los apartó de la cara sutilmente.

      —Drew…

      Él deslizó el dedo pulgar sobre sus labios, haciéndola callar. Si lo que iba a decir era una protesta, no tenía ganas de contestarle. Si era algún argumento razonable, tampoco tenía ganas de debatir. ¿Y si era un desafío? En ese momento no tenía ni ganas de ganar.

      Deslizó las yemas de los dedos a lo largo de su mandíbula, preguntándose si ella era consciente de lo suave que era su piel. Sus huesos parecían tan frágiles al tacto. ¿Sabría ella lo fascinante que era ver cómo se movía su garganta cuando tragaba? ¿Cuando estaba nerviosa? ¿Sabría lo mucho que deseaba besarla en la base del cuello, allí donde los latidos de su corazón se podían palpar? Ella parpadeó un segundo y entrecerró los ojos al sentir los dedos de Drew sobre la nuca. Levantó la barbilla lentamente, pero no cerró los ojos, sino que buscó los de él.

      ¿Qué veía ella? ¿A su jefe? ¿Al hombre al que creía bueno? ¿O a uno que no hacía más que defraudar a todo el mundo? A lo mejor no veía ninguna de esas cosas. A lo mejor en ese momento sólo era un hombre, y nada más; un hombre que la deseaba incluso cuando intentaba no hacerlo… Ella se acercó más a él y cerró los dedos alrededor de su mano.

      —No me mires así si no vas a besarme —susurró.

      Y eso hizo. Le rozó los labios suavemente, exploró el contorno de su labio inferior, palpó con la lengua el arco del superior y absorbió el suspiro que ella dejó escapar. Aquel beso le hizo estremecer de pies a cabeza, como si hubiera sido el primero que daba en toda su vida. Y cuando finalmente se detuvo y respiró hondo, apoyando la frente contra la de ella, se dio cuenta de que quizá sería el último que necesitaría.

      Ella le rodeó la cintura con el brazo que tenía libre y subió hasta acariciarle

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