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Читать онлайн.Habiendo visto que la soberanía caracteriza a todo el Ser de Dios, observemos ahora cómo este carácter soberano imprime su sello sobre todos Sus caminos y Su proceder.
En el gran espacio de la eternidad, que se extiende antes de Génesis 1:1, el universo no había nacido aún y la Creación existía tan solo en la mente del Gran Creador. En Su majestad soberana, Dios vivía solo. Nos referimos a aquel período tan distante, antes de la Creación de los cielos y la tierra. Pero aún en aquel tiempo (si tiempo puede llamarse) Dios era soberano. Podía crear o no crear conforme a Su buena voluntad. Podía crear un mundo o un millón de mundos y, ¿quién habría de resistir Su voluntad? Podía llamar a la existencia a un millón de criaturas diferentes y colocarlas en absoluta igualdad, dotándolas de las mismas facultades y colocándolas en el mismo ambiente; o podía crear un millón de criaturas, todas diferentes entre sí, sin más característica común que su carácter de criaturas y, ¿quién habría de discutir Su derecho a hacerlo? Si quería, podía llamar a la existencia a un mundo tan inmenso que sus dimensiones escaparan por completo al alcance del cálculo finito, como crear un organismo tan pequeño que ni aún el más poderoso microscopio hubiera podido revelar su existencia al ojo humano. Quedaba dentro de Su derecho soberano tanto el crear al exaltado serafín para que brillara en torno a Su trono, como al diminuto insecto que muere en la misma hora en que nace. Si el Dios poderoso, en lugar de una uniformidad completa, hubiera decidido crear una vasta variedad en Su universo, desde el más sublime serafín al reptil que se arrastra silencioso, desde los mundos que giran en torno a sus ejes a los átomos que flotan en el espacio, del macrocosmos al microcosmos, ¿quién habría de disputar Su soberana voluntad? Consideren, pues, la acción de la soberanía divina mucho antes de que el hombre viera la luz. ¿Con quién consultó Dios en la Creación y disposición de Sus criaturas? Vean los pájaros volando por el aire, las bestias vagando por la tierra, los peces nadando en el mar y luego pregunten: ¿Quién los hizo diferentes entre sí? ¿No fue su Creador el que soberanamente les asignó sus diversos lugares y características?
Levanten los ojos al cielo y observen los misterios de la soberanía divina: «Una es la gloria del sol, otra la gloria de la luna, y otra la gloria de las estrellas, pues una estrella es diferente de otra en gloria» (1 Corintios 15:41). Pero, ¿por qué? ¿Por qué había de ser el sol más glorioso que los planetas que giran alrededor suyo? ¿Por qué había de haber estrellas de primera magnitud y otras inferiores? ¿Por qué tan sorprendentes desigualdades? ¿Y por qué había de haber estrellas fugaces o estrellas errantes (Judas 13)? La única respuesta posible es la siguiente: «Y por tu voluntad existen y fueron creadas» (Apocalipsis 4:11).
Contemplemos ahora nuestro propio planeta. ¿Por qué dos terceras partes de su superficie habían de estar cubiertas de agua y por qué tan enorme extensión de la otra tercera parte restante había de ser inadecuada para el cultivo o la vivienda? ¿Por qué había de haber vastas porciones de pantanos, desiertos y bancos de hielo? ¿Por qué un país habría de ser tan inferior topográficamente a otro? ¿Por qué uno habría de ser fértil y otro casi estéril? ¿Por qué uno habría de ser rico en minerales y otro no producir ninguno? ¿Por qué el clima de uno habría de ser grato y saludable y el de otro todo lo contrario? ¿Por qué habría de abundar el uno en ríos y lagos, y otro estar casi desprovisto de ellos? ¿Por qué uno había de estar constantemente sacudido por terremotos y otro no conocerlos? ¿Por qué? Porque así agradó al Creador y Sustentador de todas las cosas.
Contemplemos el reino animal y observemos la maravillosa variedad del mismo. ¿Es posible comparar entre el león y el cordero, el oso y el cabrito, el elefante y el ratón? Algunos como el caballo y el perro, están dotados de gran inteligencia; mientras otros, como las ovejas y los cerdos, casi carecen de ella. ¿Por qué? Algunos están destinados a ser bestias de carga, mientras otros disfrutan de una vida de libertad. ¿Por qué la mula y el asno habían de estar encadenados a una vida de afanoso trabajo, mientras se permite que el león y el tigre vaguen por la selva a su gusto? Algunos sirven de alimento al hombre, otros no; algunos son hermosos, otros feos; algunos están dotados de gran fortaleza, otros parecen ser completamente impotentes; algunos son ligeros en el andar, otros apenas pueden arrastrarse; algunos son útiles al hombre, otros parecen carecer de todo valor; unos viven muchos años, otros unos cuantos meses; unos son mansos, otros son feroces. Y, ¿por qué todas estas variaciones y diferencias? Lo que hemos dicho sobre los animales cuadrúpedos, se puede aplicar igualmente a las aves y peces.
Pero ahora consideremos el reino vegetal. ¿Por qué las rosas habían de tener espinas, mientras los lirios no las tienen? ¿Por qué una flor había de exhalar aroma fragante y otra no tener ninguno? ¿Por qué un árbol había de llevar fruto comestible y otro venenoso? ¿Por qué una planta había de resistir la helada y otra marchitarse con ella? ¿Por qué un manzano había de ir cargado de manzanas, y otro árbol de la misma edad y en el mismo huerto ser casi estéril? ¿Por qué una planta había de florecer doce veces al año y otra sólo una vez cada siglo? Verdaderamente «todo lo que Jehová quiere, lo hace, en los cielos y en la tierra, en los mares y en todos los abismos» (Salmo 135:6).
Consideremos ahora las huestes angélicas. Cualquiera hubiera dicho que aquí encontraríamos uniformidad; pero no es así. Como en otros campos, también en este se muestra la misma voluntad soberana del Creador. Algunos de estos seres tienen un rango más elevado que otros; son más poderosos y están más cerca de Dios. La Escritura revela una jerarquía concreta y bien definida en las filas angélicas. De arcángel pasando por serafín y querubín, llegamos a los «principados y autoridades» (Efesios 3:10) y de los principados y potestades a los «gobernantes» (Efesios 6:12) y luego a los propios ángeles, y aun entre ellos leemos de «los ángeles escogidos» (1 Timoteo 5:21). De nuevo preguntamos: ¿Por qué esta desigualdad, esta diferencia en rangos y orden? Todo lo que podemos responder es: «Nuestro Dios está en los cielos; todo lo que quiso ha hecho» (Salmo 115:3).
Por tanto, si vemos la soberanía de Dios desplegada en toda la Creación, ¿por qué ha de considerarse cosa extraña si la contemplamos actuando en la raza humana? ¿Por qué ha de tenerse por extraño que Dios se complazca en dar cinco talentos a uno y a otro solamente uno? ¿Por qué ha de tenerse por cosa extraña si uno nace con una constitución robusta y otro hijo de los mismos padres es débil y enfermizo? ¿Por qué ha de tenerse por cosa extraña que Abel muera en la flor de su juventud, mientras que se permite que Caín siga viviendo durante años? ¿Por qué ha de considerarse extraño que unos nazcan negros y otros blancos; unos discapacitados y otros con elevadas dotes intelectuales; unos pasivos y otros rebosantes de dinamismo; unos con temperamento egoísta, rebelde, ambicioso, y otros abnegados, sumisos y desprendidos? ¿Por qué ha de tenerse por extraño que la naturaleza dote a algunos para dirigir y gobernar, mientras otros son solamente aptos para seguir y servir? La herencia y el medio ambiente no pueden explicar todas estas variaciones y desigualdades. No; es Dios Quien hace la diferencia. ¿Por qué? «Sí, Padre, porque así te agradó» (Mateo 11:26), ha de ser nuestra respuesta.
Debemos aprender esta verdad básica: el Creador es soberano absoluto, ejecuta Su propia voluntad, efectúa lo que Le agrada y no considera sino Su propia gloria. «Todas las cosas ha hecho Jehová para sí mismo» (Proverbios 16:4). ¿Y acaso no tenía perfecto derecho a hacerlo? Puesto que Dios es Dios ¿quién pretenderá disputar Sus decisiones? Murmurar contra Él es solamente rebelión; discutir Sus caminos es contradecir Su sabiduría; criticarle es pecado de la peor especie. ¿Hemos olvidado Quién es Él? «Como nada son todas las naciones delante de él; y en su comparación serán estimadas en menos que nada, y que lo que no es. ¿A qué, pues, haréis semejante a Dios, o qué imagen le compondréis?» (Isaías 40:17–18).
Capítulo 3
LA SOBERANÍA DE DIOS EN
SU ADMINISTRACIÓN
“Jehová estableció en los cielos su trono, y su reino domina sobre todos” (Salmo 103:19).
Primero,