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Tienen métodos elaborados que funcionan a la perfección. ¿Qué te parecería si… —dio una calada brusca a su cigarrillo y agitó su extremo candente frente a la cara de Mónica— apagase esto en tu tierno cuello?

      Las chicas dieron un brinco hacia atrás.

      —¡Es tu culpa! —increpó Medved a Lenin—. ¿Cómo pudiste traerlas aquí sin permiso? ¡Hacerle caso a un mocoso! ¿Dónde está tu cautela revolucionaria? ¡Te mereces que te castigue con horas en cuclillas con la mochila llena junto al fuego!

      —¡Atrévete! —Lenin ladeó desafiante su gorra.

      —¡Camaradas! ¡No os peleéis! ¡Discutamos el tema en una reunión de partido a puerta cerrada! —propuso Extra Nina.

      Medved tan solo rechinó los dientes, se dio la vuelta y se dirigió hacia su tienda.

      No podía castigar a Lenin por una razón muy evidente: su nombre. La vida soviética le había enseñado a ser prudente. Todo acto tenía un sentido simbólico de consecuencias inesperadas. Incluso aquí, en el bosque, no podía librarse de la sensación de que alguien constantemente estaba siguiéndolo, analizándolo e informando de sus actos. ¡Castigar a Lenin! Humillarlo tendenciosamente para humillar también su obra… Si castigara hoy a Lenin, mañana podría llegar a castigar a Stalin, etcétera. ¿Quién sería ese «alguien»? ¿Extra Nina? ¿El Enterrador? Podría ser cualquiera… Menos mal que en el destacamento no había ningún Stalin. No es que faltasen candidatos para investirse con este nombre glorioso, pero Medved no lo permitía. Era categórico al respecto. Los nombres de los líderes no podían circular por ahí expuestos a ser profanados o insultados. Stalin asesinado. Stalin no resiste y se va de la lengua. O incluso peor: Stalin es un agente provocador. ¿Qué pensaría la gente? Lo de Lenin venía de antes. Era uno de los fundadores del destacamento Patarinska, el primer partisano de su tierra, miembro del Partido con contactos y autoridad. «Lenin no merece su nombre, es astuto, autocomplaciente y descuida sus obligaciones. Padece de complejo de líder, aunque no dispone de la aptitud para ello», había apuntado Medved en la libreta donde anotaba las características resumidas de sus camaradas. «Ideológicamente ignorante, propenso al faccionalismo», añadió cuando regresó a su tienda.

      5. NADIE QUIERE SER MÓNICA

      Hacia las siete los partisanos empezaron a aguzar el oído por si escuchaban el repiqueteo de la cuchara de palo que los convocaba para la cena. La cocina se encontraba en una hondonada cerca del campamento y estaba cercada con lonas para que no se percibiera el humo. Aunque allí hacía mucho que no encendían ningún fuego. Se alimentaban fundamentalmente de cebollas, tocino y pan, con predominancia de las primeras, por lo que el campamento había sido bautizado «campamento Cebolla». Aquella mañana, sin embargo, tres camaradas habían regresado de una misión de aprovisionamiento con las mochilas llenas y ahora la olla con las alubias bullía alegremente. Junto a ella trajinaba un hombre canijo y cheposo (Proshko Zhékov, del pueblo de Koren) con el poético nombre de Elín. Sus camaradas lo llamaban amistosamente Arbusto, sin darse cuenta del dolor que le infligían. Durante varios años había estado trabajando en la taberna del pueblo, soportando las groserías y los insultos de los paisanos, hasta que en su pequeño cuerpo cristalizó la decisión de rebelarse. Tenía siete hermanos y hermanas, todos menores que él pero más altos. Su familia se enteró de que había desaparecido solo cuando dejó de recibir su mísero salario. Junto con él había desaparecido la carabina del tabernero. Pero después del primer disparo quedó claro que Elín nunca podría utilizarla. La culata le dio un golpe seco como la coz de un mulo y dio dos vueltas de campana hacia atrás con un chillido lastimero. La bala pasó a milímetros de la calva de Lenin. La carabina fue asignada a otro camarada y a Elín le entregaron el cazo. Con él no tenía igual. Más tarde Medved le dio una pequeña pistola femenina con dos balas que no se sabía cómo había llegado al destacamento. Era el único que no lo llamaba Arbusto, con lo que se ganó su fidelidad incondicional.

      Las alubias eran viejas y duras como piedras; tardaban mucho en cocer. Ocupado en su preparación, Elín se había perdido el gran acontecimiento: la llegada de las dos muchachas al destacamento. Por encima de su cabeza, en la cocina improvisada, estaban secándose ramos de hierbas aromáticas con las que aderezaba el frugal menú de los combatientes del pueblo. La misión de abastecimiento había resultado bastante escasa: aparte de las alubias, los camaradas solo habían llevado dos botellas de aceite de girasol y cantidades ingentes de pimentón. «¡No volváis sin pimentón!», fueron las instrucciones de Elín. De modo que habían hecho todo lo posible por conseguirlo. Elín tomó un cazo entero del aromático polvo rojo, lo sumergió en la olla hirviente y lo revolvió bien.

      Las alubias iban a estar de rechupete.

      Mientras tanto, en la pradera tenía lugar —aunque todavía torpemente— el proceso de toma de contacto. Después de los primeros instantes incómodos de sorpresa y estupefacción, los partisanos poco a poco se recuperaban y volvían a las formas naturales de la comunicación humana, excepto el monje rojo Tijón, que llevaba una extraña disputa a solas (en eslavo eclesiástico) con sus demonios.

      —No le hagáis caso, a veces se le va la olla —les explicó un chico recio—; por lo demás, es de los nuestros hasta la médula. Yo soy el Último Clavo en el Ataúd del Capitalismo.

      —Es decir, el Clavo —dijo alguien.

      —¿No será de Pernik, camarada? —preguntaron arqueando las cejas las chicas, que también habían recuperado en parte su compostura, una vez convencidas de que el peligro de ser despedazadas en el acto había desaparecido.

      Todos se echaron a reír. Sí, el Clavo era de Pernik e incluso era pariente lejano del Enterrador, aunque, a diferencia de él, había estudiado en un instituto de Sofía y se abstenía de llamar a las camaradas «bocachas». A finales de la década de 1930 los libros de Karl May habían adquirido gran popularidad entre la juventud progresista de la ciudad minera. Las hazañas del guerrero Winnetou estimulaban la imaginación de los militantes de la Unión de las Juventudes Obreras, que en cierta medida se identificaban con la lucha de los hermanos pieles rojas oprimidos. Estaban en boga los nombres de guerra largos: el Toro Salvaje de la Revolución, la Flecha de la Internacional Comunista, el Gran Oso Rojo, el Rayo de la Ira Proletaria, etcétera. El típico reduccionismo balcánico, sin embargo, impidió que la tendencia se extendiera.

      «Alégrate de que no te llamen el Ataúd», había bromeado el Enterrador.

      —Tornillo —se presentó otro.

      Empezaron a llover nombres: Maxim, Nikola, Vlado, Boyán, Dicho, Bótev, Svilen…

      —Gabriela y Mónica —contestaban sonriendo las chicas—. Mónica y Gabriela.

      Pronto los partisanos quedaron confundidos por completo.

      —Un momento —las interrumpió el Tornillo—. ¿Quién de las dos es Mónica?

      Se hizo un silencio incómodo.

      —Vale, de acuerdo —dijo al cabo una de ellas—. Yo soy Mónica. Pero la próxima semana lo serás tú.

      —¡Eso no puede ser, camaradas! —replicó el Tornillo—. ¿Qué es esto? Una vez una y otra vez la otra. ¡Llegad a un acuerdo de una vez por todas!

      Tornillo era el presidente de la Unión de las Juventudes Obreras del destacamento y sentía la responsabilidad de imponer orden en las relaciones entre sus miembros.

      —Pero ¿por qué os llamáis Gabriela y Mónica si ninguna quiere ser Mónica? —intervino Dicho, un camarada bajito con ojos tristes y húmedos que agradaban particularmente a las mozas.

      Esta pregunta, al parecer lógica, les resultó difícil de contestar.

      —Suena bien… —terminó por decir una de las chicas con cierto pudor.

      —Que lo echen a suertes —propuso alguien.

      —Me parece razonable —convino el Tornillo.

      Tomó dos palillos, mordió

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