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el mundo! —alzó la voz Medved.

      —… culpable de malgastar mi reserva intocable personal y de engañar a la dirección del destacamento respecto a su existencia. En un arrebato de solidaridad malinterpretada, permití que mis compañeros cometieran el mismo error, de lo que me arrepiento profunda y sinceramente. Entiendo que esta reserva me es necesaria ahora para sobrevivir sin ser una carga para los demás. Subestimé la complicada situación táctica y creo que merezco un castigo severo.

      En ese momento desde el bosque llegó un sonido profundo y sombrío:

      «¡Tuu-tuu! ¡Tuu-tuu! ¡Tuu-tuu!».

      ***

      El Capitán Noche llegó a Byala Vapa a las cinco en punto de la tarde. Apareció como de la nada, junto con las sombras que ya se estaban alargando. Valyo había oído que por allí habían dejado una base de provisiones en caso de retirada repentina. Compartió esta información de buena gana, antes de que le tocaran ni un pelo. Pero el cabrerillo conocía solo el monte que rodeaba su pueblo natal. Tuvieron que buscarse a otro guía. Encontraron a un guardabosques de la empresa forestal Romanovo, donde dejaron a los muertos y a los heridos. Todo esto les hizo perder tiempo.

      En Byala Vapa ya no había nadie. Les recibió tan solo la llamada sorda de un pájaro invisible: «¡Tuu-tuu! ¡Tuu-tuu! ¡Tuu-tuu!». El capitán miró a su alrededor inquieto y llamó a un soldado que supuestamente conocía las aves.

      —¿Qué es esto, Andréev?

      —Un autillo, mi capitán —respondió el soldado sin pensárselo.

      —Sí, es un autillo —confirmó el guardabosques.

      —¡Un autillo! —El Capitán Noche se dirigió al partisano capturado, que iba maniatado—. ¿Adónde nos has traído?

      Valyo parpadeó asustado:

      —Le dije todo lo que sabía, señor capitán…

      —Es porque no le hemos pegado una paliza —dijo Zánev.

      —Bueno, pues ahora lo ahorcaremos —decretó el capitán, que miró a su alrededor—. En aquel árbol de ahí. ¡Marchando!

      —¡No! ¡No! —palideció Valyo.

      Tres soldados lo agarraron y lo arrastraron hacia el árbol señalado.

      —Te escapas del Ejército, ¿eh? ¡Maldito desertor!

      —¡No me he escapado! ¡Los partisanos me reclutaron a la fuerza! —se justificaba Valyo retorciéndose entre sus manos.

      Uno de los soldados trepó ágilmente por el gigantesco abeto y colgó de una rama una soga con un lazo. Los otros dos se lo pusieron a la víctima, aclamados por sus compañeros. De pronto, desde el árbol llegó una voz.

      —¡Arriba hay algo, mi capitán!

      —¡Cuidado! —avisó Zánev—. ¡Quizá sean explosivos!

      —¡Al suelo! —ordenó Noche y se dirigió a Valyo—: ¡Tú, súbete al árbol!

      Los soldados lo liberaron. El prisionero no esperó a que se lo repitieran y rápidamente trepó por las ramas, contento de haber sorteado el terrible desenlace, al menos por el momento. Al rato cayeron al suelo unos sacos de harina que levantaron nubes de polvo blanco. Después bajó la lata de aceite, bamboleándose en la soga. Valyo saltó al suelo y se frotó nervioso las palmas manchadas de resina.

      —¡Os lo dije! ¡Os lo dije! ¡Aquí es! ¿Verdad?…

      El capitán hizo un gesto para que lo apartasen.

      —Parece que los hemos adelantado —observó contento Zánev.

      —Eso parece… —convino con precaución Noche.

      Édrev llegó corriendo.

      —¡Mire lo que he encontrado, mi capitán!

      Le dio un envoltorio transparente de celofán. Noche lo tomó con dos dedos, lo levantó hacia la luz y se quedó mirando el elegante rótulo: Serge. Lo olió incrédulo. Era de un bombón de caramelo caro. ¿Qué demonios hacía en ese lugar remoto?

      —¿Dónde lo encontraste?

      —Por allí, a unos cien metros, mientras registrábamos la zona.

      El sargento-cadete tomó el envoltorio y lo inspeccionó a su vez.

      —¡Imposible! —exclamó—. ¡Mis bombones favoritos! Cuestan diez levas la pieza y en Sofía se venden solo en un sitio: la pastelería de Serge Minasyán, en la esquina de Rakovski y Moskovska. Deben de haberlo dejado unos turistas…

      —¿Turistas? ¿Aquí? —dijo pensativo Noche.

      Con pasos amplios y decididos volvió al sitio donde habían encontrado la pista. Llamó al soldado que llevaba el perro y metió el envoltorio bajo la nariz húmeda del animal. Este lo olisqueó y miró al hombre con sus grandes e inteligentes ojos.

      —¡Vamos, Rex, busca! —dijo el capitán.

      El perro seguía mirándolo.

      —Todavía no se ha recuperado del susto, mi capitán —informó confundido el soldado.

      —¿Ah, sí? ¿No habrá perdido también el apetito?

      —¡Negativo, mi capitán!

      —¡Un alma sensible! —exclamó con sarcasmo Noche. Sacó su Parabellum y apuntó al animal—. ¡Si me vuelves a salir con este numerito, te dispararé personalmente, maldito caniche!

      El perro gruñó. El soldado tiró asustado de la correa y se lo llevó a una distancia segura, hablándole en voz baja:

      —¿Cómo me puedes fallar de esta manera, Rex?

      Noche puso cuidadosamente el envoltorio entre las páginas de un cuadernito acompañado de un lápiz de plata que sacó del bolsillo de su cazadora. Apuntó algo y lo volvió a guardar. El sol se ocultó tras las cumbres y el cielo se llenó de una herrumbrosa penumbra. Con el atardecer los ruidos del bosque aumentaban y se hacían más nítidos. El capitán aguzó el oído como si quisiera captar algo especial en el aire.

      —Andréev —susurró—, tu autillo ha desaparecido por completo. ¡Llámalo a ver qué pasa!

      El soldado que entendía de aves hizo bocina con las manos:

      —¡Tu-tuuu! ¡Tu-tuuuu!

      Transcurrieron varios minutos, pero no hubo respuesta.

      —¡Tu-tuuuu! Tu…

      —¡Suficiente! —lo interrumpió el capitán—. Aquí no vendrá nadie. Es inútil esperar. Recoged la comida y vámonos. Pero nos volveremos a encontrar… —canturreó en voz baja.

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