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de encuentro señalado para los partisanos en caso de que se invocara el código Zelenika y el destacamento tuviera que dividirse en grupos. Hacía dos meses que el Arbusto y otro camarada llamado el Bidón habían ido allí para organizar las provisiones alimenticias. Habían escondido dos sacos de harina, unos cien kilos de patatas y una lata de aceite. No era mucho, pero valdría para un primer momento. Allí se encontraron con otro grupo de ocho personas liderado por Lenin. Habían llegado hacía dos horas. Lenin era un montañero experimentado y no dejaba pasar la oportunidad de demostrar su superioridad en términos de orientación. Lo acompañaban Tijón y Lozán, herido este último en el hombro. Por el camino Tijón se había comido una seta y ahora se quejaba del vientre. El Arbusto intentó determinar qué clase de seta era, pero solo pudo saber que era amarilla.

      —Si tienes suerte, camarada padre, va a ser solo una cagalera —concluyó el Arbusto.

      —¡Siempre y cuando haya qué cagar, jo, jo! —retumbó la voz de Tijón.

      La ordinariez indisimulada del camarada-padre echaba atrás a algunos espíritus más delicados, pero no podía asustar a Medved. Consideraba que su energía y su humor primitivo tenían un efecto vigorizante para el destacamento, sobre todo en momentos como este. De todos modos, nada podía compensar la falta de camaradas guerrilleros como Extra Nina y el Tornillo. Las gemelas tampoco aparecían. Teniendo en cuenta que todos los problemas empezaron con su llegada, Medved no tenía razones especiales para estar triste. No suponían más que quebraderos de cabeza. Pero la idea de que no las iba a volver a ver, quién sabe por qué, le provocaba un continuo pesar. Un pesar que no tenía tiempo de analizar porque tocaba tomar decisiones importantes.

      Por cuestiones de seguridad Medved ordenó al grupo principal acampar unos cuatrocientos metros más arriba. Solo un círculo reducido de camaradas conocían el punto de encuentro, pero faltaban algunos, entre ellos el apodado Bidón. Nadie sabía con certeza si habían caído muertos o capturados, en cuyo caso era posible que la tortura hubiera llevado a alguno a desvelar el punto de encuentro. No debían quedarse mucho tiempo allí. Medved mandó al Arbusto y al Clavo a buscar la comida escondida. Abajo se quedaron de guardia el Enterrador y el tío Metodi: para recibir a los restantes camaradas y enseñarles el punto de encuentro o para avisar si aparecía el enemigo. Debatieron cuál debía ser la señal de aviso precisa, algo que siempre desembocaba en prolongadas discusiones. El comandante tenía preferencia por la llamada de la tórtola: tal vez porque era la única que sabía imitar. Sin embargo, el tío Metodi objetó:

      —La tórtola —dijo con aire competente— vive en las llanuras. En los huertos, junto a los ríos, en el campo, allí es donde hay que buscarla. Si oyes a una tórtola por encima de mil doscientos metros, seguro que es un partisano. ¡Es como cantar La Internacional! Se reirán de nosotros, camarada kombrig.

      Desde que llegó al destacamento, Medved intentaba elaborar e imponer un clasificador único de las señales de aviso, tal y como le habían enseñado en la escuela. Por ejemplo: para el enemigo, la tórtola; para un viajero cualquiera, la curruca; para los amigos, la alondra; y así en adelante. Pero los partisanos de la zona se empeñaban en no aceptar este método integral. ¿Cómo vas a imitar una curruca en los hayedos en octubre? Cualquiera que te oiga irá a denunciarlo a la policía. Porque hasta los niños saben que la curruca anida en los abedules y los tilos y en septiembre migra al sur. Es mejor imitar al chochín. Y si estás cerca de un claro puedes cantar como un guion de codornices… ¿Codornices? ¿¡Pero qué dices!? Y se desataba la disputa. Junto al claro anida el bisbita arbóreo. ¡Tii-tii-tidoi! No, ¡así hace el agateador! Vive en los pinares. Pero al otro lado del monte. En este lado se puede oír el cascanueces común o el carbonero: ¡tsip-tsip-tsip!

      Tras escuchar un rato, Medved desistió. ¡No había manera con esos patanes! Gorjean, trinan y silban como niños. Él también se había criado en el pueblo, pero con los años el alegre coro de los pájaros de su infancia había enmudecido. De donde venía los pájaros cantores eran pocos y no se quedaban mucho tiempo. En las interminables noches invernales aullaban las tormentas, se escuchaba el llanto de los borrachos y la nieve chirriaba bajo las botas de los miembros de la Checa. El resto era silencio, profundo y pesado, que aquí no existía en absoluto. Incluso en los meses más fríos siempre habría un gorrión, una urraca o un torcecuello que se posara en alguna rama y llenara de melodía el sereno día invernal. Para Medved todos estos sonidos eran casi iguales, pero para la gente local evidentemente tenían una gran importancia. Así que desistió de discutir y los dejó desarrollar su complejo sistema de comunicación, adaptándolo para cada caso concreto.

      —Entonces, ¿qué propones? ¿Urogallo?

      —¿Urogallo? —repitió pensativo el tío Metodi—. Ahora no es temporada de urogallos. El urogallo canta cuando está en celo. Eso será dentro de dos semanas, ahora está mudo como una tumba. Imitar ahora la llamada del urogallo es equivalente a gritar: «¡Muerte al fascismo!».

      —¡Maldita sea! —dijo el Enterrador.

      —¿Entonces, qué? —preguntó Medved con cierta impaciencia.

      —Autillo —propuso el tío Metodi.

      —Querrás decir búho…

      —No, autillo —repitió el tío Metodi—. El búho grita solo por la noche, mientras que al autillo se lo oye también de día.

      Juntó las palmas de las manos delante de la boca y emitió un sonido sordo y grave:

      —¡Tuu-tuu!

      —¡Vaya! No sabía eso —dijo el Enterrador.

      De repente desde el bosque llegó un chillido metálico. Medved se quedó de una pieza. En la cara del tío Metodi asomó una amplia sonrisa.

      —¡Ese es el Tornillo! —anunció con alegría—. Intenta parecer una alondra, pero siempre le sale como un silbato de vapor.

      —Un silbato de vapor agujereado —puntualizó el Enterrador, que lo imitó.

      Los matorrales se movieron y de allí salieron el Tornillo, Extra Nina y las dos chicas. La cabeza del Tornillo iba vendada torpemente con un trapo rosa. A la derecha tenía una mancha marrón de sangre.

      —¡Por fin! —El Enterrador los abrazó—. ¡Hola, bocachas!

      (Esto último pasó inadvertido).

      La aparición de este pequeño grupo ofrecía cierta esperanza de que pudiera haber más supervivientes. El Enterrador y el tío Metodi se quedaron esperando mientras Medved condujo a los recién llegados al campamento provisional. El Tornillo no dejaba de parlotear sobre sus hazañas, mientras que Extra Nina parecía ensimismada. Las chicas la seguían cabizbajas. El pesar que carcomía a Medved por no volverlas a ver de pronto se desvaneció. En su lugar apareció un malestar inexplicable que aumentaba a cada paso.

      10. ¿DÓNDE ESTÁ LA BOLITA?

      El Arbusto y el Clavo deambulaban desalentados por el pinar.

      — ¡La madre que me parió! —maldecía el enano—. ¡Aquí tampoco está!

      —¿No habéis puesto señales? —se enfadó el Clavo, que tenía un hambre canina—. ¡Menudos conspiradores de mierda!

      En otras circunstancias el Arbusto podría haberse ofendido, pero ahora se sentía avergonzado y confundido.

      —Volvamos a aquella roca cubierta de musgo. La recuerdo muy bien…

      —¿Cuántas veces vamos a volver? —protestó su compañero, aunque, de todos modos, volvieron.

      —Entonces, desde aquí hay que contar treinta pasos a la izquierda —musitaba el Arbusto, que se puso a contar.

      —¡Espera! —lo interrumpió el Clavo—. ¿Contaste tú los pasos?

      —No, ¡el Bidón!

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