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de Guardia de Stara Planina».9 Debía reconquistar territorio independiente en la parte occidental del país, asumir el control del desfiladero del río Ískar y con el tiempo tomar la capital. ¡Sonaba irresistible! Dos semanas más tarde, cuando apareció entre los soldados del destacamento Patarinska equipado con todo lo necesario para las actividades militares en un frente amplio, incluido el Breve curso de historia del Partido Comunista de toda la Unión (bolchevique),10 Medved se dio cuenta del engaño, pero ya era demasiado tarde…

      En aquellos primeros años de lucha, el destacamento Patarinska —nadie supo por qué se llamaba así— contaba con cerca de diecinueve partisanos. Decimos «cerca de» porque algunos de ellos bien volvían a sus pueblos cuando los empapaba la lluvia o empezaban a echar de menos a sus mujeres, bien volvían al monte cuando estaban hasta las narices de dichas mujeres. Estos movimientos eran aceptados con compasión y comprensión por parte de sus camaradas. Todos sin excepción calzaban alpargatas. La mayoría llevaban gorros de pelo; había también un par de boinas y una gorra de guardabosques. Muchos de ellos vestían los tradicionales pantalones fondones de lana; uno se había fugado con su traje de bodas y otro lo había hecho con su uniforme militar. Su armamento sumaba cuatro carabinas, una escopeta de caza de dos cañones y un fusil de chispa. La munición ascendía a un total de 44 cartuchos, 13 de los cuales eran para el sistema Mannlicher, aunque todavía no disponían del propio fusil Mannlicher. El fusil de chispa tenía sobre todo un valor simbólico; se creía que en tiempos había pertenecido al mismísimo voivoda Valyo y era el talismán del destacamento. Contaban además con cinco revólveres y una Parabellum, tomada al enemigo en una acción independiente del miembro de más edad del grupo, el conocido por el peculiar nombre de «Enterrador del Capitalismo». También tenían seis bombas de la Primera Guerra Mundial con mangos de madera. Las tapas de dos de ellas se habían perdido y no quedaba claro si iban a explotar ni, aún más importante, cuándo lo harían.

      El resto eran palos y cuchillos.

      En comparación con ellos Medved parecía un arsenal andante: un subfusil automático Shpaguin, una pistola Tulskiy Tókarev y siete granadas de mano: cuatro de asalto y tres de defensa. Por no mencionar el resto de maravillas que escondía su mochila… Todo lo que llevaba era de cuero: desde la gorra y la cazadora hasta la funda de la pistola y las botas altas. Sus pantalones estaban hechos de un material nunca visto, totalmente impermeable.

      Entre las consecuencias del atentado estuvo la imposición inmediata de la ley marcial y la aplicación de duras medidas represivas por parte del Gobierno. Poco después el Comité Central del Partido Comunista Búlgaro condenó el atentado como un acto nefasto para el movimiento antifascista y acusó a sus responsables de sectarismo.

      4. LAS REGLAS DE LA CONSPIRACIÓN

      El Enterrador se agachó, cogió dos piedras del suelo y las hizo chocar tres veces. Esperó unos diez segundos y volvió a hacerlas sonar. Le respondieron cuatro golpes idénticos. Un poco más adelante, como si hubiera brotado de la tierra, apareció un centinela con gorro de soldado y fusil con bayoneta. Lenin lo llamó Valyo.

      Al ver a las dos chicas se le iluminó la cara.

      —Nuevas incorporaciones, ¿eh?

      —Gabriela y Mónica. —Las chicas extendieron sus manos.

      —¡Camaradas! —las regañó Lenin—. ¡Observad las reglas de la conspiración!

      —¡Son nuestros nombres clandestinos! —respondió una de ellas—. Siempre hemos querido llamarnos Gabriela y Mónica. Ella es Mónica.

      —No, ella es Mónica y yo Gabriela. ¿No teníamos un acuerdo? —intervino la otra.

      —Quedamos en que una semana tú serías Gabriela y la siguiente sería yo. Esta semana me toca a mí.

      Valyo se rascó la cabeza:

      —¿Acaso es malo ser Mónica?

      —¿Pero qué son esos nombres? —se enfadó Lenin—. ¿Os creéis que esto es un baile de sociedad?

      Las muchachas arquearon las cejas de la manera ya conocida que señalaba un importante proceso reflexivo. Después de dar unos diez pasos, una de ellas dijo con aparente indiferencia:

      —Yo no sé de bailes que no sean de sociedad. El camarada probablemente quería decir «vienés»…

      —¡Oye, Lenin! —se echó a reír el Enterrador—. A mí me enterraron, pero

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