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se “reinauguró” cuando Ana, Carlota y Pety ingresaron en 1974. Fueron las primeras mujeres que volvieron a transitar sus pasillos después de la liberación de los Presos Políticos del año 73.

      “En febrero de 1974 nos llevaron de Coordinación Federal al Buen Pastor y al mes a la U2 de Devoto. Este traslado fue aprobado por el juez Hipólito debido a un recurso de amparo que presentamos en razón de las amenazas de la Triple A, que decía que nos matarían a nosotras y también a nuestros familiares. Una mañana, sin previo aviso, nos llevaron, al fin, a Devoto. ¡Qué loco! La meta, el sueño, era otra cárcel: la libertad parecía inalcanzable. Y tan erradas no estábamos ya que pasaron diez años hasta que logramos la libertad.

      Nos metieron en el pabellón 49, que antes había sido el de los contraventores. Devoto tenía todo el aspecto de cárcel de máxima seguridad. Éramos pocas, siete u ocho. No teníamos experiencia alguna pero, basándonos en lo que sabíamos por los presos políticos de la dictadura anterior, nos pusimos a revisar todos los recovecos para intentar comunicarnos con los compañeros que estaban en la cárcel. Vaciamos de agua las letrinas, buscamos cañerías que nos conectaran… y ¡nada! Estábamos lejos de los pabellones donde los tenían a ellos.

      Los primeros presos con los que pudimos comunicarnos fueron los contraventores, quienes nos llevaban la comida. Ellos fueron, con actitud solidaria, los que nos narraron hazañas de la otra época y los que nos traían noticias de los compañeros.

      Creo que fue en marzo de 1974 cuando detuvieron a los primeros militantes Montoneros, entre ellos Alberto Camps, uno de los sobrevivientes de Trelew (asesinado por los militares años después mientras estaba en libertad), el Negro Maestre (hermano de un desaparecido de la dictadura de Lanusse), y sus respectivas esposas: Rosa Pargas de Camps y Luisa Galli. El mejor recuerdo para ellas.

      Rosa había estado presa durante la dictadura anterior y había participado de la fuga de Rawson en el 72. Ella fue la que realmente nos trasmitió la experiencia invalorable de aquellas presas políticas. Por eso desde su llegada nos organizamos mejor. Desde luego que nosotras estudiábamos, teníamos discusiones políticas, hacíamos gimnasia, aprovechábamos al máximo la visita, que era la ventana a través de la cual mirábamos al mundo. Pero desde entonces empezamos a debatir nuestra organización interna: el economato, el trabajo manual, la fajina, la recreación, la denuncia de nuestra situación, la discusión política interna, el intercambio político entre las organizaciones y la atención de los niños. (Recuerdo que por entonces vivía con nosotras Anita –la hija de la flaca Cossa–: “Tomatito, tiíta”, decía, y una le daba un tomate, y también la otra, y la otra. Cuando su madre la pescaba ya había seducido a todas las tías y había comido montones.)

      Varias de las presas habían sido detenidas cuando estaban embarazadas: Pety, Ana, Rosa. Llegado el momento del parto trasladaban a la embarazada a la Maternidad Sardá. Después de la alegría y del festejo por el nacimiento empezaban las denuncias, porque incluso en el hospital las mantenían esposadas. Recuerdo que el primer bebé fue Mariano Camps, a quien le dieron ese nombre por Mariano Pujadas, uno de los fusilados en Trelew. Después creo que nació Eduardo Veiga –el Guaro–, y después Camilo, el hijo de Ana Altera. La llegada de estas compañeras con sus respectivos esposos nos abrió las puertas hacia la comunicación interna, no sólo porque Rosa nos había enseñado el sistema de sifones como caño telefónico (que no era aplicable en la infraestructura del pabellón 49) sino porque, ante el pedido de unificación familiar, el director de la cárcel accedió a la visita entre matrimonios y concubinos, visita que se llevaba a cabo en la capilla del Penal. Allí iban, creo, dos veces por semana, Luisa, Rosa y Liliana. Otras nos alimentábamos de sus relatos, pero carecíamos de un vínculo propio. En esas circunstancias fue que inventamos un “amor”. Entre nosotras la única soltera no embarazada era yo, y entre los varones eligieron a Ángel Gertel para lograr visita interna. Por supuesto hubo una serie de cartas (nos permitían la correspondencia interna) previas en las que nos declarábamos ardiente amor e íbamos hilvanando qué decir sobre cómo nos habíamos conocido. En la entrevista el director de la cárcel nos dijo que él no iba a oponerse a un noviazgo, pero que teníamos que tener testigos de afuera que aseguraran que nos habíamos conocido con anterioridad a la detención.

      Yo tuve que convencer a mi tía Mary, que hoy tiene 92 años, y Ángel a su madre, que luego fue una de las Madres de Plaza de Mayo. Mi tía, como buena católica apostólica romana, me dijo: “Si a vos te hace bien, Carlotita, yo te salgo de testigo con una condición: que le enseñes a rezar y que todas las noches recen tres Avemarías.” Y después agregó: “¿No te podrías haber buscado alguno mejor? ¡Judío!, ¡psicólogo!, ¡y comunista!”

      En la visita siguiente recibí a mi supuesta suegra. Ella me dijo: “Mirá, nena, yo le voy a salir de testigo a mi hijo porque me lo pidió, pero te aviso que aunque Ángel esté separado yo la tengo a mi nuera esperándolo. Ni se te ocurra hacer otras cosas que no sea el intercambio político. A eso sí lo entiendo porque soy militante, ¡pero que te quede claro!”

      Al fin, testimonios y cartas mediante, lo logramos. Ese día les pedí a las demás compañeras que tenían visitas que cada una saludara a su compañero así, al quedar solo, yo me podía dar cuenta de cuál era Ángel, a quien nunca había visto en mi vida. Llegamos al lugar de visita, que era una suerte de pasillo ancho, y se pusieron a saludarse. Quedó un morocho libre, y yo me dije: “Es éste.” Me le fui al humo (siempre la visita era en presencia de personal del Servicio Penitenciario Federal) y lo abracé fervientemente:

      —¡Ángel, tanto tiempo! Entonces sentí que otro me tironeaba del brazo y me decía:

      —Ángel soy yo. ¡Qué vergüenza, me la pasé colorada toda la visita, y las otras compañeras se mataban de risa! Yo lo había confundido con el compañero de Luisa.

      Durante todo el año en que nos estuvimos viendo, hasta su liberación, las celadoras me decían: “Ustedes son la única pareja que no hace papelones.” ¡Lógico! si hasta nos encajaban a los bebés y nos pedían que nos sentáramos en el primer banco de la capilla para que tapáramos a los demás del ojo de celadores y celadoras. Sólo dos veces escuché de boca de Ángel palabras que no fueran de intercambio político: una fue al despedirse, cuando le dieron la opción. Me regaló un anillo de hueso tallado por él que tenía grabado un puño.

      Y me dijo:

      —Para que me recuerdes siempre, te hice un anillo de compromiso. Me debo haber puesto roja, porque agregó:

      —Revolucionario.

      La otra vez fue la más bella carta de amor que recibí en mi vida, desde Perú. Allí estaba él, con muchos exiliados, entre ellos Norma Nesich de Fernández Palmeiro, que había estado detenida con nosotras y a quien asesinaron meses después, al volver al país, ya producido el golpe de Estado. Parece que todos los compañeros le preguntaban: “¿Y tu compañera? ¿Cómo está Carlota?” Él escribía la carta desde ese interrogante: “¿Por qué no me animé a pedirte que fueras mi compañera?” Y así continuaba una bella declaración. Todo el idealismo, la ingenuidad, y la fidelidad a la causa revolucionaria ante todo. (Ángel fue nuevamente detenido en 1976 y desaparecido. Fue visto por última vez en el centro clandestino de detención de Campo de Mayo.)

      Casi terminaba el año 74 y un día la cartera me entregó un sobre cuyo contenido era un panfleto que empezaba diciendo: “Comunicado del Comando Nacionalista Juan Manuel de Rosas”. Era una nueva amenaza.

      Por otro lado, nuestros familiares nos comentaban las repercusiones de las marchas con pancartas por nuestra libertad y por mejoras en las condiciones de vida carcelaria. No podíamos creerlo, porque en la otra dictadura éramos nosotros, desde afuera, los que pedíamos por los compañeros, ¡y ahora lo hacían ellos por nosotros!

      Creo que en esa época empezamos a ser muchas más, y por lo tanto el pabellón resultaba chico. El hacinamiento era un problema. Los bebés empezaron a ser separados de sus madres y discutíamos si era mejor que nuestros hijos se criaran con su mamá presa o con sus abuelos en libertad. No nos quedaba muy claro. El sentimiento era confuso y doloroso: los niños tenían que ser libres, pero también era fundamental que no se sintieran abandonados

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