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llamar él, se sintió agraviada y con movimientos amanerados dijo: “¿Masculino, yo? Si soy más mujer que vos. ¡Mirá si no!”, al tiempo que se levantaba la remera ajustada y mostraba sus tetas.

      Pero la presencia de los contraventores duró poco ya que, para poder acceder al trabajo cotidiano y a la vez tener mayor desplazamiento, solicitamos a las autoridades que nos permitieran realizar a nosotras las tareas de limpieza del pasillo y el reparto de comida. Y accedieron. De este modo, en forma rotativa, salíamos al pasillo, lo que nos permitía comunicarnos, y alertarnos de cualquier novedad o movimiento que pudiera significar algún peligro.

      Y un mal día nos prohibieron cocinar nuestros alimentos, y ahí nomás nos quitaron los calentadores a kerosene y los reemplazaron por eléctricos.

      Nos dieron uno solo por pabellón. Eran desastrosos. Cuando funcionaban, cosa que no siempre ocurría, demoraban más de quince minutos en calentar un pequeño recipiente con agua. Nosotras éramos tantas que el calentador no lograba cubrir nuestras necesidades. Entonces hicimos unos aparatos sumamente precarios y peligrosos, a riesgo de quedar pegadas por una descarga eléctrica en cualquier momento. Contábamos con los cables que rescatábamos de los calentadores que dejaban de funcionar, o los que les “sustraíamos” a los de Mantenimiento del Servicio Penitenciario en algún descuido. Consistía en dos tiras de cable a las que se les ataba una cuchara en un extremo. Se sumergían las cucharas en una olla con agua y se las sostenía con una maderita. El otro extremo del cable iba conectado directamente a los tomacorrientes. La poca experiencia, las cuestiones del destino, el azar o la suerte hacían que a veces las cucharas se chocaran entre sí, o contra el fondo del recipiente de metal, lo que provocaba unos tremendos fogonazos que hacían volar los tapones de los pabellones. Una “fajina” llegó a extremos insólitos, de repente el fogonazo fue tan grande que la pared entera quedó negra. La estruendosa carcajada de la Gringa nos llamó la atención a todas: Queri, que estaba llevando a cabo el operativo, se había quedado sin cejas y sin pestañas, tenía la cara y las manos negras. Así las lució por varios días, ya que el tizne se había adherido con fuerza a la piel.

      En este período las medidas que tomaban sobre nosotras eran de incesantes ajustes, pero aún la luz se apagaba a las 00.30 horas y para el recuento, que hacían dos veces por día –a la 7.30 y las 19.30– podíamos estar acostadas o sentadas; lo que les importaba era contarnos y punto.

      El personal que nos vigilaba era masculino y femenino –celadores y celadoras–, y el trato para con nosotras era de acuerdo con sus características personales. Eran quienes nos custodiaban cuando nos trasladaban hacia dependencias internas del penal, trasponiendo rejas y rejas, con quienes debíamos entablar una relación de convivencia por el sólo hecho de estar 24 horas con nosotras en 3 turnos de 8 horas. A veces se presentaba un sacerdote que atendía en audiencias individuales, pero jamás oficiaba misa ni repartía los sacramentos.

      Por ese entonces, cuando realizaban las requisas de pabellones, nos llevaban a todas al patio de recreo y nos permitían que sacáramos algunas cosas, como cigarrillos, algo para comer, el diario, y mientras charlábamos y tomábamos mate esperábamos que terminaran su tarea. A su vez la requisa personal consistía en una palpación profunda por encima de la ropa.

      *

      Con nuestros veinte años, veintipico, treinta, convertíamos este “espacio”, dentro de todo y a pesar de todo, en un lugar cálido y medianamente agradable.

      Intercambiábamos ideas, discutíamos, estudiábamos. Desde temprano estábamos levantadas, aseadas, vestidas. Entonces ordenábamos las camas y la ropa. Después del recuento la “fajina” preparaba el desayuno para todas; se distribuían las tareas: cocinar, limpiar el pabellón y los baños. Cuando esto terminaba recién nos dedicábamos al estudio, al que le dábamos mucha importancia.

      Teníamos bastante bibliografía porque siempre les pedíamos a nuestros familiares material de estudio sobre aquellos temas en los que queríamos profundizar y que, junto con los diarios y revistas de libre circulación y la radio, nos permitían estar informadas y tener una vida intelectual y políticamente activa.

      En el transcurso del día armábamos grupos de estudio. Contábamos con dos recursos fundamentales: los libros y la memoria. Realizábamos cursos de economía, de historia argentina o internacional, táctica y estrategia, lectura y archivo de diarios. Estos últimos eran material muy preciado para el análisis de la situación política y para la previsión de lo que nos podía ocurrir.

      En el mismo nivel de importancia que el estudio estaba la gimnasia; en un primer momento la hacíamos cuando salíamos al recreo, dirigidas por alguna de nosotras que era profesora de educación física, y hasta llegó a dirigirnos la “Pajarito”, una bailarina del Colón del grupo de Oscar Araiz.

      Otra actividad era la del Taller de Manualidades, donde se aprendía o enseñaba a hacer tapices, tejidos, macramé, artesanías, telar. Intentábamos no solamente tener una rutina de trabajo sino también contar con un medio más para tener dinero y no ser un peso económico para nuestras familias. Estos trabajos eran entregados por ellos a los organismos de solidaridad, quienes los vendían y depositaban lo recaudado a nombre de alguna de nosotras. Con esto podíamos comprar algunas cositas, sobre todo papel, estampillas y biromes, elementos que no podían faltar porque los traslados de compañeras de las cárceles del interior eran periódicos y las detenciones constantes, por lo que resultaba imprescindible avisar a sus familiares y tranquilizarlos.

      Pero, avanzado el año, también prohibieron el trabajo manual y, aunque igual nos ingeniábamos para trabajar, el Taller desapareció por mucho tiempo.

      Organizábamos nuestra vida de tal manera que todo era compartido. Una vez la mamá de Beatriz en una visita pudo entrar con una bananita Dolca. La “locura” de alegría fue total, y entonces fue cortada en 25 pedacitos iguales para repartir entre todas.

      Así también compartíamos nuestras pertenencias. Claro que una cosa era definir los principios de total solidaridad en la teoría y otra muy distinta fue llevarlos a la práctica. Acordábamos que todo se compartía, que todo era de todas, pero la realidad, a poco de andar, mostró que los conceptos tenían sus límites. Ése fue el caso del “ropero común”. Como había compañeras que tenían visitas y otras que no, habíamos dispuesto que la ropa que traían los familiares eran de “todas” por igual. El resultado fue un desorden descomunal. Cada una podía retirar lo que necesitaba para cada ocasión pero, lógicamente, no todas teníamos el mismo criterio de uso y cuidado de la ropa. Luego de varias reuniones con discusiones donde se expresaban posturas antagónicas y flexibilizantes, poco a poco fuimos encontrando las mejores soluciones y en este caso decidimos: cada una tendría igual cantidad de mudas de ropa, de las que nos haríamos cargo, por supuesto, cada una.

      Estábamos tan acostumbradas a discutir y a votar cualquier cuestión que llegamos a someter a votación, por ejemplo, cuántos “puchos” debíamos fumar por día, y si las no fumadoras merecían –para compensar este gasto– un trozo de queso extra. O bien el orden de prioridades para el lavado de la ropa, de manera de no sobrecargar el tendedero. O si la compra de café era un gasto superfluo o un gusto “pequeño-burgués” que había que “erradicar”, o tantas cosas… Llegar a una votación implicaba que antes habíamos escuchado los argumentos de unas contra las posturas de otras, hasta que el ambiente “se caldeaba” y entonces definía la “mayoría”.

      *

      Los fines de semana pasaban a ser parte de las veladas de teatro o conciertos.

      Los sábados, desde temprano, entre mate y mate, armábamos la diversión. A veces había alguna representación teatral a la que las más ingeniosas habían dedicado horas de ensayo. En general se representaban parodias de los temas de la semana, las furiosas discusiones que, por supuesto, ya se habían resuelto mediante el voto. Terminábamos riéndonos mucho de nosotras mismas y eso era un buen modo de distender situaciones complicadas. Inevitables, por el sólo hecho de tratarse de un grupo grande de mujeres que convivía las 24 horas.

      “El ruido de la pena de mi compañera de litera no me permitía conciliar el sueño.

      Primero

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