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ni un cachito así.”

      Era el hombre nuevo, ejemplo de honestidad y entrega.

      Queríamos ser como el Che.

      Y así nos iniciamos en política.

      ¿Pero dónde?

      ¿En las nuevas organizaciones políticas que surgían a la luz de la revolución cubana?

      ¿En aquellas que intentaban sumar a la teoría clásica de izquierda las nuevas experiencias?

      ¿En las que se incorporaban al movimiento existente conformando el peronismo revolucionario?

      Organizaciones políticas que se desgranaban y se fusionaban y daban lugar a otras nuevas.

      Propuestas distintas y contradictorias entre sí, pero con un mismo fin: el cambio social.

      Había pintadas en las calles. Se volanteaba en las puertas de las fábricas, en las facultades y en los barrio. ¡Hicimos tantas cosas en tan poco tiempo!

      En los kioscos se podían comprar El Mundo, Noticias, Nuevo Hombre, y hasta El Combatiente, El Descamisado, Militancia, Estrella Roja durante el 73, entre otros diarios y revistas en los que se encontraban las distintas visiones de la realidad del momento.

      Pero, cualquiera fuera nuestra formación, nos unía la decisión de comprometernos.

      Nos guiaba la idea de ser coherentes en la práctica con las ideas revolucionarias que habíamos ido adquiriendo.

      Sumarse no era una decisión fácil. No se trataba sólo de tener una afinidad política con tal o cual partido u organización, de ir a un comité o a una unidad básica. Era una opción de vida, una decisión que se consultaba, incluso, con amigos o con la familia. A veces había que enfrentarse con los padres. Otras no. Pero siempre se ponía en riesgo la vida. Siempre el miedo estaba presente.

      Aun así prevalecía en nosotras la fuerte necesidad de cambiar las cosas. Pensábamos, estábamos convencidas de que las condiciones estaban dadas para que nuestra lucha lo hiciera posible.

      Amábamos la vida, el bien más preciado, y en nuestro convencimiento estábamos dispuestas a arriesgarla para realizar cambios profundos en la sociedad. Y debatíamos: ¿Cómo? ¿Con qué metodología? ¿Era la “teoría del foco”? ¿Un gobierno nacional y popular? ¿Un gobierno revolucionario y socialista? ¿Era el movimiento peronista, revolucionario? ¿Había que luchar desde adentro o desde afuera del movimiento peronista? ¿Había que rescatar la experiencia maoísta? ¿Había que incorporar los principios de Trotsky? ¿Con las urnas al gobierno o con las armas al poder? ¿Debíamos seguir con los estudios universitarios o abandonarlos para incorporarnos a trabajar en las fábricas y así adquirir los criterios de la clase obrera? ¿O, siendo obreras, debíamos incorporarnos a la lucha política?

      Con jeans y zapatillas, con el pelo atado y la cara lavada nos enamorábamos, paríamos, nos casábamos, o éramos la “compañera de”, la “cumpa de”. Buscábamos la independencia, dejábamos muy tempranamente nuestra casa paterna y, con las nuevas ideas, construíamos el propio hogar.

      Trabajar, estudiar, criar y cuidar a nuestros hijos y a los de nuestros compañeros, militar, todo con la misma actitud, todo en una sola vida, sumadas a otros para luchar por una sociedad más justa.

      ¿Por qué no?

      Minutos, horas y días entregados a esta forma de concebir la vida hicieron que nos fuésemos convirtiendo en

      mujeres libres, comprometidas, pensantes,

      mujeres militantes sindicalistas,

      mujeres militantes cristianas,

      mujeres militantes políticas,

      mujeres militantes revolucionarias.

      Pero ya no importó que perteneciéramos a las distintas variantes del peronismo o de la izquierda, que tuviéramos propuestas divergentes para un proyecto de país que cambiara el “establishment”, que nos aliáramos o nos enemistáramos, que nos enfrentáramos en alguna circunstancia y nos volviéramos a encontrar en otro momento del proceso de lucha.

      Ellos venían por más.

      Nos llamaron “subversivas”, “infiltradas”, “terroristas”, “comunistas”, “bolches”.

      Y nos persiguieron.

      Algunos debieron abandonar el país; otros se vieron obligados a esconderse para que no los detuvieran, y vivieron un auténtico exilio interno; otros fueron secuestrados y sumaron su nombre a la lista de los desaparecidos, y jamás supimos de ellos. Otros fueron asesinados.

      A Nosotras nos encarcelaron.

      Capítulo 1

       Años 1974-1975

       Afuera

       El presidente Juan Domingo Perón, en su tercer mandato, alcanzó a gobernar sólo por un período de nueve meses y, a su muerte, el 1 de julio de 1974, su esposa María Estela Martínez de Perón, hasta entonces vicepresidenta, quedó a cargo de la conducción del país.

       A partir de ese momento se afianzaron medidas represivas que ponían de manifiesto la supremacía en el poder de los sectores no democráticos del peronismo. Se sucedían las clausuras de diarios, las intervenciones a las provincias, a los sindicatos y a las universidades. Acercarse a las facultades y a los gremios se convirtió en un riesgo mayor, ya que la organización denominada “Triple A” (Alianza Anticomunista Argentina) registraba nombres, domicilios, perseguía y asesinaba. Puesta en acción desde el Estado por José López Rega, ministro de Bienestar Social desde el 25 de mayo de 1973, se manifestaba primero a través de amenazas telefónicas, inscripciones en tarjetas que eran pasadas por debajo de las puertas de las casas de participantes de asambleas, de miembros de sindicatos y de partidos políticos, de médicos, de abogados defensores de presos políticos, y que luego de la primera o de la segunda advertencia, o aún sin ellas, era seguida de la concreción del asesinato. Este grupo paramilitar, compuesto de policías, militares y civiles, esparcía el terror y la muerte. En las calles aparecían los cuerpos sin vida, maniatados con alambres, con claros signos de tortura, con balazos en la nuca, en algunos casos dinamitados, de delegados sindicales, estudiantiles, familiares de militantes, abogados, todas ellas personas a las que nos unía un profundo afecto. Nos llegaban estas noticias a la cárcel y quedábamos impactadas por el enorme dolor de imaginarnos los sufrimientos a los que habían sido sometidos.

       Las dolorosas consecuencias del accionar de este grupo fueron, entre tantos más, los asesinatos de Carlos Mujica, sacerdote tercermundista, el del diputado del Parlamento Nacional, Dr. Rodolfo Ortega Peña, y el del Dr. Alfredo Curutchet –ambos abogados defensores de presos políticos–, el de Julio Troxler, exsubjefe de la Policía Bonaerense, a quien no se le perdonó que, en 1973, ordenara una formación policial para homenajear a los presos políticos liberados; el de Atilio López, exvicegobernador de la provincia de Córdoba, junto a Juan José Varas, y el del historiador Silvio Frondizi. Sumados a ellos, los asesinatos de Carlos Prats, Comandante del Ejército Chileno durante la presidencia de Salvador Allende, y su esposa, Sofía Cuthbert, y tantos, tantos otros, que constituyen una lista interminable.

       El 7 de noviembre de 1974 el gobierno decretó el estado de sitio “por tiempo indeterminado”. Y en febrero de 1975 dispuso que las Fuerzas Armadas centralizaran la lucha contra la “subversión” con el objetivo de aniquilarla. Así, el Comando de la V Brigada de Infantería con asiento en Tucumán puso a la provincia en “estado de guerra” y llevó a cabo, con cerca de cinco mil efectivos, el “Operativo Independencia”. Desde entonces las amenazas, los arrestos, las muertes, nunca se interrumpieron.

       Simultáneamente se importaba de Estados Unidos la “Doctrina de Seguridad Nacional”, que afianzó las dictaduras latinoamericanas, que con ese aval, a fines de 1975, en Chile, crearon y pusieron en ejecución el llamado Plan Cóndor.

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