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el año 1999 Mariana Crespo, nuestra entrañable compañera, tuvo la idea de escribir nuestra historia. Idea que fue tomada, en ese momento, por Darío Olmo, perteneciente al Equipo de Antropólogos Forenses (EAF), y por todas nosotras. Así se sentaron las bases de este libro. Hoy no contamos con la presencia de Mariana. Estas páginas son un homenaje a ella: sin su sostenida decisión de iniciar este proyecto y de reunir voluntades, con distintas necesidades, experiencias y también distintos pensamientos políticos, difícilmente lo habríamos logrado. Todas las que conocimos al “caballo loco”, como la llamábamos cariñosamente, recordamos su alegría y su dedicación para limar asperezas, para escuchar, para unir hasta lo imposible. La verdad es que la extrañamos mucho.

      Este libro es por ella y por nosotras.

      Por nuestros familiares, que vivieron nuestra experiencia y la sufrieron en carne propia.

      Por nuestros muertos y desaparecidos, a los que no olvidaremos nunca.

      Por aquellos que no conocen la historia o tienen una vaga idea de lo sucedido.

      Por las nuevas generaciones, por nuestros hijos.

      Han pasado tres décadas desde que se sucedieran los hechos que narramos aquí. Nuestro país es otro país y, sin embargo, cada capítulo de la Historia se alimenta del capítulo anterior. Por eso nos corresponde hoy transmitir nuestro capítulo vivido. Para alimentar la memoria, construir el presente y mirar, esperanzados, el futuro.

       Nosotras

      Quiénes éramos

      Somos hijas de una generación que se debatía entre “peronismo y antiperonismo”. Crecimos escuchando a los adultos discutir sobre política en las reuniones familiares, generalmente en la mesa de los domingos, levantando la voz, momento que era seguido por un silencio destinado a comprender el mensaje que surgía de la radio, desde la que una voz en off, solemne, empezaba diciendo: “Comunicado al pueblo de la Nación…” que, con una marcha militar de fondo, anunciaba un nuevo golpe de Estado.

      Veíamos las caras adustas, intuíamos el miedo y la preocupación.

      Así había sido en el 30 cuando las Fuerzas Armadas destituyeron a Hipólito Yrigoyen. Así también fue en el 55 cuando una nueva irrupción militar, encabezada por la Marina, derrocó al presidente Juan Domingo Perón. Algunas recordamos este hecho porque, en el barrio, todos los chicos de la cuadra fuimos conducidos junto a nuestras madres al sótano de la casa de un vecino “por las dudas, para protegernos de los tiros”, nos decían nuestros padres, mientras ellos permanecían en las calles, de un lado o del otro: a favor de Perón o a favor de la Libertadora. Y, después, vinieron largos años de proscripción del peronismo.

      Cuando en el 62 derrocaron a Arturo Frondizi no fuimos a la escuela por varios días. Y cuando en el 66 los militares, irrespetuosos, sacaron al presidente Illia del sillón de Rivadavia a los empujones y a las patadas, nos quedó grabada la imagen, publicada en los diarios, de aquel médico de Cruz del Eje reconocido por su honestidad. Esta vez había sido Onganía la cabeza visible de la que ellos denominaron “revolución argentina”.

      Y ese año nos encontró en las calles peleando contra la nueva dictadura, y luego en el 70 y en el 71 contra las de Levingston y Lanusse.

      Y fue precisamente contra Agustín Lanusse que, en el 72, junto a tantos más, estremecimos las baldosas y los vidrios de los diarios La Prensa y La Nación manifestándonos contra el fusilamiento de los presos políticos cuando la masacre de Trelew.

      Costó muchas vidas, muchos sacrificios, lograr que los militares dejaran el gobierno. Pero lo dejaron.

      Así, vivimos la asunción de Héctor Cámpora a la presidencia. Fue un día de sol brillante cuando vimos desfilar frente a nuestros ojos a los líderes Salvador Allende y Osvaldo Dorticós Torrado. El “Tío” confiaba en que, como anunciaba el programa electoral del FREJULI, la redistribución del poder en un proceso democrático era posible.

      Y lo festejamos.

      Y la alegría continuó el 25 de mayo del 73, cuando poderosas movilizaciones populares arrancaron la promulgación de la ley de Amnistía que dejó en libertad a los presos políticos que poblaban las cárceles del país. Ese día fue una fiesta y las que estábamos en Buenos Aires recordamos el “Devotazo”.

      Pero el mismo año, en una larga y multitudinaria marcha, fuimos a Ezeiza a recibir a Perón. Regresaba al país en un avión que nunca vimos aterrizar y, en cambio, lo que vivimos fue una verdadera masacre.

      Y el 11 de septiembre, amargo y funesto, nos encontró nuevamente en las calles para repudiar el sangriento golpe de Estado de Augusto Pinochet en Chile…

      Ésa es nuestra historia.

      Nacimos, la mayoría de nosotras, entre el 45 y el 55. Vivimos en un país de luchas, desencuentros y proscripciones, con gobiernos elegidos por el voto popular e interrumpidos drásticamente por dictaduras militares. Es que, entonces, la Trilateral Commission sostenía que la democracia era “disfuncional al desarrollo”.

      El mundo se había dividido en dos bloques: capitalismo y comunismo. Y había sido declarada una guerra: la “guerra fría”, que determinaba que desde este lado del mundo –bloque “occidental y cristiano”– todo movimiento social que cuestionara el poder fuera visto como una amenaza comunista. Claro mensaje del “Norte”, que nuestra generación contrarrestó dando contenido a dos palabras: imperialismo y dependencia.

      En el 59 vimos en la revista Life que unos barbudos habían hecho una revolución en una isla caribeña. Y que un argentino, Ernesto Guevara, había participado en ella. Eso nos impactó para siempre.

      Esta pequeña isla, Cuba, de tan sólo 1.100 kilómetros de largo, había decidido hacerle frente al país más poderoso del mundo, EEUU. (¡Mirá vos!)

      Aquí, la lucha continuaba. Y el 29 de julio del 66 la Policía Federal desalojó la Facultad de Ciencias Exactas a los golpes, contra todos y sin distinción: alumnos, docentes, no docentes. Fue la “Noche de los bastones largos”.

      La Universidad fue intervenida por orden de Onganía y, mientras algunas fueron clausuradas, en otras los estudiantes sostuvieron huelgas que duraron meses, negándose a asistir a clases en esas condiciones. Como en Córdoba, donde un estudiante que repartía volantes fue baleado, hecho que tuvo como respuesta la toma del Hospital de Clínicas, después de lo que se desató una represión aún mayor. A raíz de esto “215 científicos y 86 investigadores de áreas sociales y humanísticas” tuvieron que emigrar.

      Y qué triste fue aquel día de octubre del 67, cuando diarios y revistas publicaron la foto del Che muerto en un catre de campaña. Apresado vivo en La Higuera, asesinado en Bolivia.

      En el 68 nos sorprendió el “Mayo Francés” cuando estudiantes e intelectuales parisinos se levantaron para protestar contra el régimen económico, cultural y educacional, y contra la política colonialista de su país.

      Y ese mismo año la CGT de los Argentinos, dirigida por el gráfico Raimundo Ongaro, declaraba en un manifiesto: “…agraviados en nuestra dignidad, heridos en nuestros derechos, despojados de nuestras conquistas, venimos a alzar, en el punto donde otros las dejaron, las viejas banderas de lucha”.

      Y la lucha estaba en las calles.

      Se sucedían manifestaciones universitarias: en Corrientes, también en Rosario, donde murieron los estudiantes Blanco y Bello.

      Y el 29 de mayo se produjo el “Cordobazo”, sublevación masiva, encolumnada detrás de dirigentes obreros como Agustín Tosco, Atilio López, Elpidio Torres. Y allí estábamos. Ardía el barrio Güemes; ardía el arco de la entrada de Córdoba; columnas de trabajadores habían cortado el acceso a la ciudad; era un campo de batalla la Vélez Sarsfield frente a la CGT, donde los manifestantes arremetían contra la policía, “armados” con tarros repletos de bolitas que, tiradas al ras del pavimento, hacían resbalar y caer a los caballos de la montada; ardía el barrio Clínicas, ahí estuvimos, parapetados en barricadas y en los techos y, con gomeras, tiramos

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