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ella no sabía por dónde continuar, de dónde sacar nueva información que tuviera que ver exclusivamente con Umbral y sus contemporáneos, nada de los siglos de Oro y de Plata, sino la pura actualidad. «Manda una carta a Interviú —le dijo—, a la atención de Francisco Umbral, solicitando una entrevista con él. Es quien mejor te hablará de su obra. Le cuentas que eres una estudiante de literatura española en la universidad de Lyon, que preparas la tesina acerca de su aparición en el panorama literario y que te interesa mucho hablar con él.» La respuesta de Umbral no tardó en llegar, de su puño y letra, agradeciendo el interés por su obra y sorprendido al mismo tiempo de que tal interés proviniera de una estudiante de Lyon. «Yo vivo en Madrid —escribía al final—. Le apunto ahí mi dirección y puede visitarme cuando lo considere.»

      Pauline se puso eufórica, a punto como estaba de conocer a un escritor de semejante talla. Llamó a Jean-Luc en seguida, de tan contenta, como si no existiera ningún distanciamiento entre ambos. Le dijo que necesitaba un hotelito en Madrid, cuanto antes, que cómo debía hacerlo. Jean-Luc le dijo que él se lo buscaba, que no se preocupara, una respuesta que sorprendió gratamente a Pauline. ¿Sería que había cambiado?

      Todo estaba sucediendo tan deprisa, de repente, que casi de un día para otro se vio subida al tren que la llevaba a Madrid. Era de lo más cómodo, y la velocidad a la que iba la ayudó a echar una larga cabezada. Cuando no dormía, miraba el paisaje que dejaban atrás, al tiempo que pensaba en las preguntas que le haría a Umbral. Algunas las traía anotadas en una libreta, eran preguntas que previamente habló con Monsieur Caravate y que no podía quitar; otras iba a soltárselas a su antojo.

      Le quería preguntar qué opinaba de sí mismo en tanto que escritor y persona pública, así como de la fama de donjuán que venía ganándose. ¿Era cierto o sólo le gustaba fantasear con ello en los libros? Monsieur Caravate quería que le preguntara cómo veía sus libros traducidos a otros idiomas, si en verdad creía posible traducir su obra a otro idioma, el que fuere. También le dijo que le preguntara, sobre todo, qué autores consideraba sus mayores referencias literarias. A Pauline le interesaba más el futuro, en cambio, con qué fuerza veía su obra dentro de cincuenta años. Eso le interesaba mucho más, saber si un escritor, al ponerse frente al papel, es consciente de estar dirigiéndose a la gente de hoy, a la de hoy y mañana, a la de mañana solamente o a nadie en particular. ¿Cree que las próximas generaciones lo leerán y se inspirarán en usted, en obras como Travesía de Madrid o El Giocondo? ¿Qué libro suyo cree que puede aguantar mejor el paso del tiempo? Pauline tenía cierta fijación en ese aspecto, y le daba infinitas vueltas a la misma pregunta a fin de darle más intensidad. «No permitas que se vaya por las ramas —decía Monsieur Caravate—. Haz lo posible para que responda exactamente lo que tú preguntas.»

      Además de la libreta, Pauline llevaba una grabadora que pensaba conectar, si Umbral se lo permitía, para no perder ripio de la conversación. Luego se lo mostraría satisfecha a Jean-Luc, para demostrarle que, con interés personal o no de Monsieur Caravate, ella estuvo reunida con Umbral. El hotel que le buscó reunía cuanto necesitaba: era pequeño, céntrico y le permitía descansar a gusto. La dueña era una señora muy amable, además. Doña Adela la trató tan bien los días que estuvo allí, que no pudo sino guardar un buen recuerdo de su estancia. Le preparaba unos desayunos espléndidos y se interesaba por ella, si durmió bien, si necesitaba algo…, qué traía por Madrid a una muchachita de su edad.

      Al decirle que iba a entrevistar a Francisco Umbral, doña Adela puso cara de espanto, aunque cordial. Y con una sonrisa, luego, la tranquilizó. «Tiene un carácter muy fuerte, ándate con ojo», le dijo. Pauline la entendió de maravilla, porque al decirlo doña Adela se llevó un dedo al párpado inferior del ojo izquierdo y lo bajó un poco. Pauline repitió el gesto, como diciendo que ya estaba avisada. Recordaba algunos pasajes de los libros de Umbral, y frases, sobre todo, que le mostraban de sobra el carácter de aquel hombre. «Entre un hombre y una mujer tiene que haber siempre algo en peligro», dice en Memorias de un niño de derechas. Este tipo de frases, que abunda en la obra de Umbral, no se lo reveló en Lyon más que a Monsieur Caravate, quien ya debía de conocerlas. «Con las mujeres no hay que comerciar más que en la cama», decía también. A Jean-Luc, de eso, ni media. Tal como lo veía últimamente quizá le anulaba la reserva en el hotel, o incluso, y eso se habría pasado de castaño oscuro, le impedía viajar a Madrid. ¿Con qué derecho? Pauline lo pensaba en broma según paseaba por las calles de la capital española, y al mismo tiempo, sin embargo, sabía que existían ciertos derechos, de uno respecto al otro, imposibles de negar. Y se dieron así, sin más, al correr del tiempo. Con Jean-Luc había que hablar de otras cosas, y en lo que a Umbral respecta Pauline fue muy precavida.

      Lo mejor era Mortal y Rosa, creía, un libro donde el autor recuerda a su hijo muerto, y del que, a menudo, cuando ella y Jean-Luc estaban juntos, le leía fragmentos en alto. «Toda cultura es un ejercicio circense en el sentido de que se obtiene domesticando a una fiera.» Esta idea quedó entre ambos como lema, al que volvían cada vez que alguien hablaba de la cultura con palabras excesivas. La Cultura. ¿Y las calles de Madrid?, se preguntaba Pauline asombrada, con un deje en la mirada que la delataba. Era una francesita morena y viajera. En algún lado Umbral se refería a las muchachas como ella, a las francesas morenas y viajeras, tan distintas a las mujeres españolas con las que se cruzaba de camino al hotel. Esto era también material para su tesina, en vista de cómo Umbral halagaba a las mujeres en función de sus atributos. A doña Adela, del hotel, le habría halagado su rotundidad, unida a los buenos modales, de matrona sin pelos en la lengua.

      Pauline se acostó pronto aquella noche, medio inquieta y con citas de Umbral dándole vueltas en la cabeza. No habló con nadie más que con doña Adela, a quien le pidió un par de piezas de fruta para llenar el estómago. No tenía hambre, estaba hecha un manojo de nervios y prefería esperar al desayuno de la mañana siguiente. Se fue a la cama con apenas dos manzanas entre pecho y espalda, y la clara intención de levantarse temprano, desayunar e ir con la alegría de la mañana a la casa de Umbral. Llevaba consigo un ejemplar en español de Mortal y Rosa, por si convenía en dedicárselo, además de la grabadora y la libreta donde tenía escritas la dirección y las preguntas que quería hacerle. En primer lugar estaban las que le sugirió Monsieur Caravate, y a continuación, con un montón de anotaciones al estilo de «si se tercia» o «si acepta hablar de sus contemporáneos», las que ella pensó.

      Por instantes creyó que no iba a poder decirle nada. El edificio era regio, en una zona bastante elegante; pero nadie respondía al timbre que indicaba la dirección. Lo intentó varias veces, hasta el hastío, y a punto estuvo de dar la jornada por perdida de no ser por un vecino que entraba en el edificio y le preguntó si quería pasar. Por supuesto que sí. Llevaba al menos tres cuartos de hora esperando ese momento. Claro que ahora podía subir al piso de Umbral, tocar a su puerta y que nadie respondiera. A lo mejor no estaba. Ella no avisó; simplemente fue, tal como le decía Umbral en la carta. «Trata de llamarlo antes, no vayas a llevarte un chasco», le había advertido Monsieur Caravate.

      Pauline estaba frente a la puerta de Francisco Umbral y de pronto, tras darle un par de veces al timbre, escuchó una voz atronadora gruñendo al otro lado de la puerta. «¿Quién es?», decía. «Soy Pauline Varane, de la universidad de Lyon. Vine para hacerle la entrevista.» Tras unos segundos de silencio, la voz atronadora dijo que aquella mañana no tenía idea de responder a ninguna entrevista. Pauline dijo que recibió su carta, que en ella… «No quiero hablar con ninguna estudiante francesa, váyase.» «Tengo una carta —respondió Pauline— en la que usted me invitaba a visitarlo en Madrid para entrevistarle.» Sentía que la estaba observando desde el otro lado de la puerta, a través de la mirilla, y esto la incomodó tanto que echó a hablar, dando por sentado que la voz atronadora era la de Umbral. Le contó que había escrito a la revista Interviú a propósito de su tesina universitaria, que al poco recibió respuesta, firmada por el señor don Francisco Umbral e invitándola a entrevistarlo en Madrid. Lo dijo sin apenas tomar aliento, y al decir la última palabra se abrió la puerta. Un palmo, nada más, el espacio que permitían las tres cadenas que la ataban al quicio.

      Umbral, porque no cabía duda de que era él, a pesar de las cadenas, vestía un albornoz largo encima de la ropa de calle. «Conque es usted», dijo. Pauline preguntó si podía pasar para hacerle la entrevista, sentados,

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