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a un restaurante.

      Eximio escritor y extravagante ciudadano

      Aquello sucedió más deprisa de lo que Pauline pudo imaginar. El tren que la llevó de Lyon a Madrid era rápido, por lo que el paisaje quedaba atrás apenas lo veía, luego fue el vigor de la capital española y al final el encuentro. La idea fue de Monsieur Caravate, quien le aconsejó trabajar la obra de Francisco Umbral, entonces un joven escritor, alto y tan vigoroso como la capital española. Monsieur Caravate le propuso tres autores, en verdad, para que ella eligiera el que más le llamara la atención.

      Pauline había pasado un año entero en Logroño, dando clases de francés gracias a un convenio universitario. «Usted viene a dar clases de francés a alumnos españoles y mejora su español.» Era su último año de carrera, le tocaba ahora hacer el proyecto final acerca de un autor español. A sus compañeros les gustaba el Siglo de Oro, y todos, sin excepción, optaban por orientar su tesina hacia Quevedo o Lope de Vega, Góngora o Calderón de la Barca, etcétera. Pero Pauline no vio en Logroño ningún Siglo de Oro, al contrario, aquello tenía unas trazas más bien deslucidas. Aunque atractivas, eso sí, muy sugerentes. Las opciones que el profesor le dio si quería trabajar un autor contemporáneo fueron, además de Francisco Umbral, Luis Romero y Ana María Matute.

      A Pauline los dos últimos no le sonaban de nada, ni de haberlos oído mencionar en la escuela de Logroño, y en cambio de Francisco Umbral tenía una idea más o menos formada. Un autor de bella prosa, atractivo, que escribía a menudo en prensa. El problema era que, al ser tan joven, había poca información acerca de su persona, mucha menos, desde luego, que de cualquier autor del Siglo de Oro. En algún momento estuvo tentada de renunciar a Umbral en pos de algún autor clásico, del Siglo de Oro o bien del otro, al que llamaban de Plata y en el que sobresalían Valle-Inclán, Baroja o Larra. «Úsalos —le dijo Monsieur Caravate—, lee a estos autores y analiza qué hay de ellos en la obra de Umbral.» Era mucho trabajo, más de lo que en un principio creyó: a cada libro de Umbral se le sumaban un par de autores anteriores. Su tarea parecía no tener fin, imposible de abarcar en un año académico.

      De Umbral le encantaban el descaro y la soltura con que retrataba la sociedad actual, con un estilo que de pronto se emparentaba con el de Larra y compañía. Podía tomar infinitas citas, si quería, podía ir de un libro a otro con la facilidad con que un yoyó sube y baja. Un compañero de la universidad le sugirió que se quitara de la cabeza ese proyecto, dada su envergadura. Al proponerle a Umbral, decía, Monsieur Caravate obraba por propio interés; con la información que ella iba a sacar, le allanaba el camino en un campo que el mismo profesor iba a investigar. Pero Umbral le parecía a Pauline un hombre serio e inteligente, fuera de lo común, un hombre capaz de renovar sin duda las ideas que expusieron los autores de los siglos de Oro y de Plata. «Bah, no digas tonterías, es un escritor como cualquier otro, que dentro de un tiempo pasará de moda y ya nadie se acordará de él. ¿De qué te habrá servido entonces hacer un trabajo tan grande acerca de su obra? Mejor hazlo sobre un clásico.» Pauline dedujo en las palabras de su compañero poco amor hacia la literatura, y eso que lo quería, es decir que entre ambos había una atracción especial. ¿Y si lo que pretendía Jean-Luc era hacer la tesina juntos?, pensó una noche tumbada en la cama. Bah, tonterías. Esto sí lo era, una verdadera tontería. ¿Cómo iban a escribir una tesina a cuatro manos, y con Jean-Luc, además, que no veía la influencia de los autores clásicos en los modernos?

      En la mesilla de noche tenía un libro de Umbral, Travesía de Madrid, con el punto un poco más allá de la mitad. Ya estaba cansada, se le cerraban los ojos, y aun así qué ganas tenía de seguir leyendo. Cuanto más leyera cada día, más podría leer al día siguiente, y así también más autores abarcaba.

      Trabajar a un autor contemporáneo era mucho más interesante, en verdad, ya que proyectaba su atención sobre una tradición y una serie de autores a los que sus compañeros no iban a llegar. Y todavía menos Jean-Luc, en quien empezaba a ver cierto aire de holgazán o, peor aún, de seductor. ¿Acaso creía que chafando sus ideas llegaría a buen puerto? Jean-Luc no era malo, sólo que con ser más atento, no tan suyo, a lo mejor ella misma habría dado el paso definitivo. En Logroño lo echó de menos, y sin embargo él… ¿qué hizo? Le mandó alguna carta, nada más. Pauline aún las guardaba, junto con otro par que ella le escribió y al final no se decidió a enviarle. Pensó que no las iba a entender; y en tal caso, para qué complicarse la vida.

      Lamentaba no haber aprovechado en Logroño para leer la obra de Umbral en español, puesto que allí, en auténtico contacto con la lengua, le habría sido más fácil apreciarla. En Francia prefería leer las traducciones, las cuales cotejaba, a veces, con algunas ediciones españolas. «No olvides su trabajo en prensa —le decía Monsieur Caravate—, es muy importante.» Y ahí sí, ahí tenía que leerlo en español. Por aquel entonces, la colaboración de Umbral más importante era en la revista Interviú, de carácter abierto y provocativo, ya que mezclaba secciones donde aparecían mujeres desnudas con reportajes de interés general, firmados por los escritores más destacados del momento. «No dejes de leer el Interviú», insistía Monsieur Caravate, con un tono en cierto punto autoritario.

      A lo mejor era verdad lo que decía Jean-Luc y la única razón por la que Monsieur Caravate le sugirió estudiar a Umbral era por interés propio. Al pensar esto, Pauline se enfadaba consigo misma. Y también con Jean-Luc, por meterle extrañas ideas en la cabeza. Le pidió que la ayudara a conseguir ejemplares de Interviú, porque en los quioscos de Lyon no se encontraba, como era natural, y tampoco en las bibliotecas, de modo que había que pedirlo y a ella le daba vergüenza. Sabía bien lo que era Interviú, sí, sí, y por más que llevara buenos reportajes en el interior le daba reparo ir al quiosquero y preguntarle si era posible conseguir ejemplares de aquella revista, en la que salían mujeres en pelotas. Exacto, ésa misma, es para la tesina de la universidad. «Ahí va con las universitarias…» Pauline imaginaba a la perfección la cara del quiosquero. Y no quería pedírselas, pero las necesitaba. Jean-Luc tampoco lo iba a hacer, por más que le insistiera. «¿Y yo qué saco a cambio?», preguntó. Pauline le cantó las cuarenta, al grito de que si era incapaz de hacerle ese favor era un inútil, y que ya iba ella, que no se preocupara: iba a tragarse la cara de asco del quiosquero, y luego, en cuanto tuviera los ejemplares, las tías en pelotas las iba a ver ella sola. Que no le pidiera echar un vistazo.

      Pauline se molestó mucho, y con el mismo arranque se dirigió al quiosco. Lo hacía por Umbral, por su tesina, y el quiosquero que pusiera la cara que le diera la gana. Era un hombre poco hablador, aunque chismoso, eso sí, y al decírselo le dejó bien claro que necesitaba la revista para la tesina. Con un par de ejemplares bastaba, dijo. Llevaba tal empuje que apenas se fijó en la expresión del viejo. Se las conseguiría, y esto era lo importante.

      En los siguientes meses se distanció de Jean-Luc, encerrada con sus libros en el cuarto de casa donde trabajaba, en cuyas paredes fue pegando fotos de Francisco Umbral. En ellas, Umbral aparecía siempre al contrario que las mujeres de Interviú, es decir, con abrigo largo, gafas grandes, de pasta, y una bufanda amarilla al cuello. Un hombre de aspecto regio, sí, un hombre como ella creía que debían ser, con carácter para cuidar de una muchacha bajita y cabezota como ella. A ratos prestaba más atención a las fotos que colgaban de la pared que a los libros, aunque en ningún momento se dejó llevar por ensoñaciones. A Pauline no le gustaba perder el tiempo. Iba a la universidad para llevarse nuevos libros de la biblioteca y reunirse con Monsieur Caravate, lo que solía ser una vez cada dos semanas, o una a la semana, incluso, si alguno de los dos tenía noticias. Solían reunirse en el despacho de Monsieur Caravate, o bien, y esto le gustaba más a Pauline pues sentía a su profesor más despierto, en una cafetería cercana a la universidad.

      Una vez les vio Jean-Luc desde la calle, y por la noche, con cierta mala uva, la llamó a casa. «Te está comiendo el coco —dijo—. Dentro de unas semanas, Pauline, no quiero que me llames para decirme que Caravate te hizo esto o lo otro. Yo ya te avisé.» Monsieur Caravate no le hizo nada a Pauline, faltaba más, sólo le pedía cada vez más trabajo, y que, después de ver las influencias de los clásicos en Umbral, viera cómo se proyectaba su obra en el futuro. Era muy exigente, pero eso no tenía por qué ser malo. Pauline creía que iba a beneficiarse de esa exigencia. Y las últimas amenazas de Jean-Luc, por otra parte, le dieron

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