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mismo, en el parque del Turó, entre esa luz fantástica del atardecer. Sus aspavientos no son menos exagerados que los de estos quinceañeros corriendo tras el balón, para nada: tiene una fuerza al hablar y al gesticular capaz de impresionar a la propia Fabia. La tiene atemorizada, de hecho, desde un día en que, enfadada, le dio un fuerte golpe.

      Ahora Fabia sigue observando el juego de los muchachos, de un lado para otro, pidiéndose el balón y reclamando más defensa, gritando a poco que una jugada les sale bien. Dicen «uuaaaahh» o algo por el estilo. Es difícil describir un alarido de esas características, antes preferiría describir el ladrido de un perro. Esta tarde no cuento demasiados perros, a propósito, y los que hay están al otro lado del parque, en la zona que da a la avenida de Pau Casals, donde están los juegos para niños. Desde aquí se ven las mesas de ping-pong y algunos columpios. Se ve mucho mejor aquello que la parte donde los muchachos pusieron la otra portería. Todavía cae un resol que nos impide diferenciar lo que hay ahí, apenas un todo afectado de fantasía al que Fabia dirige la mirada fijamente. Se preguntará hasta cuándo esta fantasía, hasta cuándo algo puede permanecer oculto tras un rayo de sol y sin embargo estar tan cerca. Claro que podríamos ir y simplemente echar un vistazo, pero quién nos dice que nos gustará lo que vayamos a encontrar.

      En la cabeza se me mezclan varias ideas. Pienso en Mariana, pero también en la cena con mis suegros. Ni Fabia ni yo las tenemos todas con nosotros, y nos miramos dudosos, como diciéndonos si esta noche de verdad van a venir o en última instancia llamarán con alguna excusa. No sería la primera vez, desde luego. Nos han llamado para decirnos que les había surgido un compromiso con el que no contaban lo mismo que para hablarnos de un nuevo restaurante en el que no pudieron evitar reservar mesa. Esto lo hicieron una vez y a mi mujer le sentó fatal, era el colmo, dijo, después de haber salido antes del trabajo para preparar la cena. De modo que es poco probable que se repita, que de nuevo arriesguen los nervios de su hija por un restaurante. Por otros temas puede que lo hagan, claro, ya que madre e hija no logran aceptar sus diferencias y eso las pone en guardia; provoca entre ellas una tensión de la que suelen saltar chispas.

      A su madre le sabe mal que todavía no tengamos hijos, y digo todavía, ojo, porque somos jóvenes y en cualquier momento pueden volverse las tornas. Fabia y yo sabemos que esto es lo que más le duele. Si no, ¿por qué habría de hablar tanto del amor de madre? Siempre lo saca, es inevitable, el amor de madre está pegado al discurso de mi suegra como el viernes al sábado. Y la vez que le pegó la patada a Fabia vino a cuenta de esto, sin lugar a dudas, ella diciendo a voz en cuello que el amor de una madre hacia su retoño es único e indescriptible, mientras a mi suegro ya le estaba dando el calambre en la mejilla, lo que sulfuró definitivamente a mi mujer. Más no puedo contar, porque luego vino la patada y ahí me cuadré: no iba a permitir que se tomara esas libertades con Fabia. Pronuncié el nombre de mi suegra tan enérgico que se acabaron de golpe los calambres en la mejilla y los amores de madre.

      Nos preguntó si éramos conscientes del vacío que supone una vida sin descendencia, del vacío, sobre todo, que dejaremos a nuestra muerte. ¿Lo éramos, lo somos, lo seremos? Mi suegro debe de ser quien más lo siente pues en realidad no es el padre de mi mujer, sino que se juntó con su madre cuando ellas tenían cuatro y veinticinco años respectivamente. Ignoro si ya entonces le daban calambres en la mejilla. Aquella noche se encerró en el baño mientras mi mujer discutía con su madre y yo le daba unos masajes a Fabia. Será bruta, me decía. Le pegó en las patas con tal mala baba que la perrita anduvo coja varios días. Estuve por llevarla al veterinario, pero mi mujer también quería que le lamiera las heridas y, entre una cosa y la otra, al fin todo se solventó.

      Menos mal que Fabia es un perro fuerte. No sé cómo no se rebotó, porque del mismo modo que mi mujer saltó, ella podría haberle pegado un mordisco a mi suegra. Se lo tenía bien merecido, siempre dando la vara con las mismas historias, que si el dinero, que si los hijos… Y dale, dale, dale… ¿Acaso no conoce usted a su hija? El amor de madre, nada menos, el eterno amor de madre que se extiende delante de ella como un biombo y le impide ver a su hija. Lo curioso es que comparten varios rasgos, y eso nos da miedo, quiero decir a Fabia y a mí, nos da miedo que a esos rasgos un día se les sume el mal humor. Por eso probablemente aún no tenemos hijos. Un hijo podría cambiarla y yo prefiero saberla feliz, ser feliz a su lado, coleccionar sus miradas igual que colecciono los cortes y desaires que de cuando en cuando me pega. Además, el trabajo la absorbe tanto… A veces me da la impresión de que le faltan horas para hacer todo lo que quisiera. Pero, en fin, somos jóvenes, ella, yo y hasta Fabia, somos jóvenes y éste es nuestro momento.

      Lo dijo mi suegro otra noche más relejada, en una de las pocas intervenciones acertadas que le recuerdo. No suele meterse en las cosas de su hija; y si a eso añadimos que es un hombre callado, hay que agradecer que ese día diera un voto a nuestro favor. Dijo que a la gente de nuestra generación no hay que meternos prisas, que el mundo laboral está muy complicado y cada vez es más exigente. Lo dijo con una soltura poco habitual en él, ajeno tanto a su mujer como a los temores que suelen acecharlo. Lo dijo sin más, de pronto, y a todos nos gustó. El amor de madre se escondió detrás del biombo, de donde no hubo de salir un solo momento.

      Somos jóvenes, qué le vamos a hacer, aunque no lo suficiente jóvenes para venir un viernes por la tarde al Turó Park e inventar un nuevo deporte entre el fútbol y el rugby. Yo soy así, de pronto veo a estos chavales corriendo ahí delante y me dan envidia. Por eso Fabia, supongo, por eso y por otros motivos que tampoco voy a enumerar pues me iría por las ramas y se nos haría tarde. No quiero llegar tarde a la cena, faltaría más. Mi mujer ya debe de haber regresado y no es cosa de entretenerse más de la cuenta con Fabia. Luego se lo toma a mal. No entiende que cuando Fabia y yo salimos no vamos solamente a que ella estire las patas y haga sus necesidades, no, vamos y vemos cosas y nos entretenemos y nos dejamos impresionar si hace falta.

      Nos preguntamos, por ejemplo, quién sería el señor con el que antes vimos a Mariana, al otro lado de la Diagonal. Se los veía sonrientes y arrullados, para qué engañarnos, los dos conocemos de sobra a Mariana y sabemos cuánto le gusta andar con hombres. Menos mal que Fabia torció en seguida, con sorprendente intuición. Habría sido engorroso vernos y tener que saludarnos a lo lejos, de bulevar a bulevar, como en otro juego de espejos. Mariana habría levantado un brazo para decir hola o adiós, al igual que yo, mientras el señor y Fabia se quedaban quietos, uno con su apostura de traje y corbata y la otra moviendo apenas la cola. Y eso que el señor no parecía mala persona, uno como cualquier otro, se entiende, todos bien vestidos y repeinados, el prototipo de hombre con el que se la suele relacionar.

      A Mariana la conocí hace algunos años, en nuestra época universitaria, cuando éramos aún más jóvenes y los días fluían de otra manera. Yo terminaba mi licenciatura en derecho y me tiraba largas horas en la biblioteca, donde ella preparaba las oposiciones para juez. Me figuro que ese señor con el que andaba sería un abogado, o puede que un cliente, claro, no hay por qué pensar mal, que le gusten los hombres no significa que… Son simples suposiciones, ¿verdad, Fabia?, simples suposiciones de las que sólo un balonazo podía sacarnos tan repentinamente. ¡Zas! Sonó fuerte, un balonazo de los que deben resolver un partido pero dudo que haya servido. Dio en el mismo punto donde antes no alcanzábamos a ver.

      Ahora sí. El sol se ha escondido tras los edificios y se ve bien lo que hay allí: un muchacho tendido junto a la portería, en el césped, al que poco a poco van arropando sus compañeros, entre risas y consuelos. Conque sólo era un muchacho. ¿Y a quién se lo ocurre meterse en el palo de una portería sin palo, de una portería marcada con montones de zapatos? Al balonazo lo secundó un grito de dolor que nos ha alarmado a Fabia y a mí. Ha sido como un calambre de mi suegro, que nos pone a todos en guardia y nos trae de vuelta a la realidad. No pasa nada, Fabia, los balones a veces van al palo.

      Pasan pocos minutos de las ocho ya, de modo que será mejor irnos para casa y darle una sorpresa a mi mujer, entrar silenciosamente y dejar que Fabia se meta entre ella y el bacalao, entre ella y el arroz, entre ella y la comida, en fin, y le pegue un lametazo. Vamos por las mismas calles de antes salvo que más deprisa, para poderla sorprender, de Cubí a Amigó y de la Diagonal a Muntaner, hasta la puerta de casa. Cuando voy a abrirla, sin embargo, advierto que sigue cerrada con vueltas. Mi mujer todavía no ha llegado, debe de haberse entretenido con ese señor con el que la vimos. ¿Por qué

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