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      —Tiene que ver con Saskia, ¿verdad? —digo, luchando por mantener la voz tranquila—. Alguien piensa que uno de nosotros la mató. Quizá no lo sabe a ciencia cierta, porque, de lo contrario, iría a la policía, pero sospecha y, por eso, nos ha traído hasta aquí. Para descubrir al asesino.

      Espero que la culpa no esté pintada en mi rostro.

      «No pasa nada. Nadie sabe lo que hiciste».

      No sé qué me da más miedo: la perspectiva de que me descubran o la posibilidad de que Saskia no muriera como yo imaginaba, sino a manos de una de las cuatro personas que están aquí conmigo.

      Por cómo nos miramos los unos a los otros, parece que todos los demás se preguntan lo mismo:

      «¿Mataste a Saskia?».

      Excepto, por supuesto, si uno de ellos es la persona que la asesinó.

      Curtis carraspea:

      —Mirad, ni siquiera sabemos si mi hermana está muerta o no.

      Dale masculla algo.

      Curtis salta:

      —¿Qué has dicho?

      Mierda, otra vez no.

      —Dejémoslo aquí —propongo, mientras Curtis da la vuelta a la mesa en dirección a Dale—. Es tarde y todos estamos nerviosos. Hablaremos largo y tendido mañana por la mañana.

      Brent se interpone entre Curtis y Dale.

      —Vamos a dormir, amigo.

      Curtis mira a Dale. Luego, gira sobre sus talones, agarra las bolsas y sale en tromba del restaurante. Algo acerca de la caída de sus hombros me hiere. Parece como si, de nuevo, estuviera roto. Miro a Brent, nerviosa por dejarlo a solas con Dale, cojo mi bolsa y sigo a Curtis.

      —¿Cuántos dormitorios hay abiertos? —pregunto. Curtis empuja una doble puerta.

      —No me acuerdo.

      Quiero que se apague la luz, pero Curtis presiona todos los interruptores y permanece encendida.

      —No me apetece compartir habitación con Heather —reconozco.

      Cuento los dormitorios mientras Curtis sigue abriendo puertas.

      —Uno, dos. —El armario con la ropa de cama—. Tres, cuatro. Genial. Heather y Dale pueden compartir uno.

      Curtis empuja la última puerta con el pie.

      —¿Quieres este?

      —Gracias —digo, y arrastro mi bolsa al interior.

      Se queda en el umbral. Tiene una marca roja en la sien.

      —Necesitas ponerte hielo —recomiendo.

      Curtis chasquea la lengua e inspecciona sus nudillos. Están enrojecidos.

      —¿También te has hecho daño en la mano?

      —Estoy bien. —Descansa la cabeza contra la puerta.

      —¿De verdad?

      —Sí.

      Lo observo mientras inspira profundamente.

      —¿Soy yo o Dale ha cambiado? —pregunta.

      —Parece bastante tenso. —«Como tú», podría añadir, pero no lo hago. Cambio de tema—. ¿Por dónde paras estos días?

      —Londres, pero viajo mucho. ¿Y tú?

      —Sigo en Sheffield.

      Se yergue.

      —Buenas noches, Milla. Estaré en la habitación de al lado. Como en los viejos tiempos.

      Siento una punzada en el pecho. No es exactamente arrepentimiento, sino más bien una especie de nostalgia de lo que pudo ser.

      Lo sigo hasta el pasillo. Quizá no sea el mejor momento para preguntárselo, pero necesito saberlo.

      —¿Sales con alguien?

      Trato de que suene casual, pero no lo parece en absoluto. ¿Se habrá dado cuenta? Se gira despacio y observo su cara, pero sus ojos azules son tan impenetrables como siempre. Creo que es una de las cosas que me atrajo de él, junto con el muro que puso entre los dos cuando Brent y yo estuvimos juntos. Me fascinaba. Todavía lo hace.

      —Rompí con alguien hará unos meses. ¿Silvi Asplund? —Lo pronuncia como si tuviera que reconocer el nombre.

      —Ya no sigo las clasificaciones.

      —Es noruega. Su estilo era big air. —Curtis se apoya en la pared—. Salimos durante unos años, pero no era nada serio. No es fácil convivir con exatletas.

      —Qué me vas a contar —concuerdo—. Sobre todo con los que fracasan.

      Su expresión se suaviza.

      —Tú no fracasaste.

      Arqueo las cejas.

      —Aquel invierno te esforzaste más que nadie, Milla.

      —No es verdad.

      —No hablo sobre lo que podías hacer. Me refiero a los riesgos que corriste.

      —Todos nos arriesgamos —señalo.

      —Sí, pero llevaba años practicando las piruetas que hacía. Y Saskia y Brent, igual. Las habíamos probado en trampolines y, luego, sobre colchonetas de aire en los campamentos de verano. Tú las probabas sobre el hielo.

      No me lo había planteado así. Solo veía que era la peor atleta del grupo y siempre trataba de estar a la altura de los demás.

      —¿Por qué lo dejaste? —pregunta.

      Hay una respuesta sencilla a esa pregunta. Por lo de tu hermana. Y por Odette también, claro. Pero, sobre todo, por su hermana.

      —Hice cosas que no debería haber hecho. —Trago saliva—. Y me equivoqué muchas veces.

      Muchas.

      Curtis me observa con intensidad y, de repente, pienso en un error en concreto, una decisión que tomé en este mismo pasillo hace diez años. La elección entre seguir con mi sueño de convertirme en una deportista profesional del snowboard o rendirme a una atracción que se convertiría en una distracción para mi carrera.

      Me pregunto si adivina en qué pienso. Separa los labios, pero las dobles puertas se abren y los demás aparecen, acarreando sus bolsas. Brent nos mira con curiosidad y se mete en uno de los dormitorios. Detrás de Heather y Dale, la puerta se cierra en el dormitorio adyacente.

      Estoy a punto de entrar en el mío cuando Curtis murmura:

      —¿Sabes que jamás encontraron el cuerpo de mi hermana?

      Me giro para mirarlo.

      Vacila.

      —Quizá esté loco, pero me ha parecido oler el perfume de Saskia cuando he abierto esa taquilla. Y también en el pasillo.

      Se me pone la piel de gallina. Recuerdo la intensa fragancia de vainilla.

      —Yo también lo he notado —musito con voz débil—. Pensaba que era el perfume de Heather.

      Mira hacia el pasillo y baja la voz todavía más.

      —Siempre he tenido mis dudas acerca de lo que pasó. En los registros de su tarjeta de crédito aparecieron muchas transacciones después de que desapareciera.

      Lo miro fijamente.

      —¿Qué dices?

      Los ojos azules de Curtis parecen turbados.

      —No lo sé.

      —¿De verdad crees que…?

      Comprueba el pasillo de nuevo, casi como si esperara verla allí.

      No parece feliz ante

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