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entre Brent y Curtis me interesa. Son rivales, pero también amigos. Curtis es mayor, tendrá veinticuatro o veinticinco años, demasiado para ser un deportista profesional de snowboard. Los chavales que ganan competiciones hoy en día a veces solo tienen quince años y lo cierto es que muy pocos compiten pasados los veintitantos. Los huesos jóvenes y blandos no se rompen con tanta facilidad. Es posible que Curtis se sienta amenazado por el vertiginoso ascenso de Brent.

      Me abalanzo hacia delante cuando la burbuja se detiene con brusquedad. Mierda. Solo estamos a mitad de recorrido de la empinada montaña.

      —Dicen que, una vez, un esquiador se tiró de esos peñascos —comenta Curtis.

      Miro la cara de la montaña, de pura roca.

      —¿En serio? ¿Tú lo harías?

      —No sin paracaídas.

      Se oye un crujido en los altavoces y el locutor hace un anuncio en francés.

      —¿Qué ha dicho? —pregunta Brent.

      —¡Agarraos, agarraos! —grito.

      Curtis se ríe.

      —Qué mala eres, Milla.

      —En serio, ¿qué ha dicho? —insiste Brent.

      —No lo sé —confieso—. No sé mucho francés.

      —Tienen un problema técnico —explica Curtis—. Y lamentan el retraso.

      Brent suelta un exabrupto.

      —¿Alguien tiene comida?

      Busco en mi mochila y saco una barrita de muesli.

      —Tengo esto.

      —Genial.

      La burbuja se balancea de lado a lado como si estuviéramos en una feria. Una corriente helada entra por la ventana abierta. Aprieto las rodillas contra el pecho.

      —Aquí nos vamos a congelar.

      Curtis se cambia de sitio para sentarse a mi lado. Al cabo de un momento, Brent hace lo mismo, así que estoy apretujada entre los dos. Es bastante íntimo y creo que no soy la única que se da cuenta, porque se hace un silencio.

      El crepúsculo tiñe la nieve de un color dorado. La nieve fresca más arriba sigue las líneas ondulantes de mil descensos. Debería preguntarles cosas acerca de los trucos que emplean para saltar, pero no puedo pensar en nada excepto en la presión del muslo de Curtis contra el mío.

      Me mira de nuevo.

      —¿Mejor?

      —Sí. —Tengo que salir de aquí. No aguantaré si me sigue mirando así. Lo último que quiero este invierno es una distracción.

      El locutor vuelve a hablar por los altavoces.

      —¿En serio? —se queja Curtis—. El viento ha activado el cierre automático del sistema. Van a evacuar las cabinas de una en una. Mejor poneos cómodos. Estaremos aquí un buen rato.

      Se oye el zumbido de un helicóptero sobre nuestras cabezas. Estiramos los cuellos para verlo. Se pasea por encima de una de las burbujas que está más abajo en la pendiente. Un hombre desciende por una cuerda. Me soplo los dedos. Esto tardará un siglo.

      —¿Quieres mi chaqueta? —pregunta Curtis.

      —No, gracias —respondo.

      —¿Y la mía? —dice Brent.

      Capto la mirada furibunda de Curtis a Brent. «No te pases».

      —No. ¿Alguno de los dos quiere la mía? Bien, porque no tengo intención de prestarla.

      Los tres nos reímos y la tensión se rompe. Dejan de flirtear y volvemos a hablar de snowboard. De lugares donde hemos competido, de los días buenos y malos; del récord de Terje Hakonsen de 9,8 metros en el aire en el Reto Ártico. El cielo se transforma y pasa de rosa a púrpura y a azul marino.

      —¿Cómo os conocisteis vosotros dos? —pregunto.

      —En el Open Burton de Estados Unidos, hace unos años —explica Curtis—. Alquilamos un apartamento juntos durante la última temporada.

      —Con su hermana —añade Brent.

      Curtis y él cruzan una mirada. ¿De qué va esto? Pero ahora no quiero pensar en ella. Simplemente me alegro de haber quedado atrapada en la burbuja con estos dos y no con ella.

      Otro anuncio por los altavoces.

      —Falta poco —informa Curtis.

      —¿Hablas bien francés?

      —Yo no diría eso.

      —También habla alemán —añade Brent—. Si hubiera sabido que me iba a dedicar a esto, me habría esforzado más en las clases de idiomas en la escuela.

      —Yo igual —convengo—. Pasé toda una temporada en Suiza el año pasado, en Laax, y solo sabía decir dos frases en alemán.

      —¿Y cuáles eran? —se interesa Curtis.

      Intento hablar con mi mejor acento alemán.

      —«Ich verstehe nicht». —La mirada de Brent denota que no lo pilla—. Quiere decir que no lo entiendo.

      —¿Y la otra? —pregunta Curtis.

      —«Wo ist der Krankenhaus?». Dónde está el hospital.

      Curtis se ríe.

      —Buena elección. De hecho, se dice «das Krankenhaus».

      Finjo que le doy un puñetazo en las costillas.

      Se oye un ruido persistente por encima de la burbuja y se proyectan luces sobre la cabina.

      —Ha llegado el helicóptero —anuncia Brent.

      Una figura entre sombras desciende con una cuerda. Nos apartamos cuando el hombre fuerza la puerta de nuestra cabina y se planta dentro. Dice algo en francés.

      —¿Quién va primero? —dice Curtis.

      Levanto la mano.

      —¡Yo!

      Siempre tengo esta necesidad absurda de demostrar que puedo con todo. Que no tengo miedo. La culpa es de mi hermano. Jake y sus amigos se lanzaban a hacer un montón de locuras en los bosques cercanos a nuestra casa y la única manera de que me dejaran ir con ellos era que me comportara como la más aguerrida de todos. «Venga, Milla. ¿A que no te atreves?» Me rompí varios huesos al intentar seguir su ritmo. Jamás me negaba ante un reto, y sigo igual. Es un hábito. Milla la Atrevida. Es lo que espera la gente.

      El hombre me engancha al arnés de seguridad.

      —No ze preocupe, zeñorita.

      —No lo estoy —aseguro—. Siempre he querido hacer algo así.

      Me mira con curiosidad y Curtis y Brent se ríen a mandíbula batiente.

      —Ánimo, Milla —dice Brent cuando empiezo el descenso.

      De hecho, estoy muy lejos de estar tranquila. Las rocas a nuestros pies parecen muy escarpadas. «Venga, aguanta». Paso a paso, desciendo por la fachada del precipicio, atada a la cuerda. El viento me azota y me empuja. «Vaya». Me agarro a la cuerda con una mano y estiro la otra justo cuando me balanceo contra la pared de roca. Espero a que pase la ráfaga helada y sigo bajando.

      Diez metros más. Por fin la pendiente se aplana y mis botas se hunden en la nieve.

      Un Snowcat ha zigzagueado y ha cubierto la corta distancia al pie del glaciar para iluminar la zona donde aterrizamos. Me protejo los ojos del brillo de sus faros.

      Y Saskia emerge de entre las sombras como un fantasma.

      Me sorprende tanto verla que casi choco de espaldas contra las rocas puntiagudas.

      —¿De

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