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años de nuevo. La silla tiembla cuando me subo. Salto en el aire. Uf. Aterrizo mal. Llevo años sin saltar de nada más alto que un StairMaster.

      —No tenemos suficiente recorrido —alega Dale, y su mirada se posa en un pedazo de tronco cortado para hacer la función de mesa. Levanta una mesa pequeña y la coloca encima; luego, sitúa una silla en lo alto. La estructura se tambalea peligrosamente cuando se sube encima. Brent la agarra justo a tiempo. Dale salta, se da contra la mesa y cae directo al suelo.

      —Basta —dice Curtis—. Dejémonos de tonterías.

      Dale se levanta y se frota el hombro.

      —¿Qué problema tienes?

      —Pues que alguien me ha robado el móvil y el ordenador.

      —Anímate.

      Curtis se inclina sobre la mesa.

      —Devuélveme las cosas y lo haré.

      Dale y él se miran fijamente. Reparo en que el vaso de whisky al lado del plato de Curtis está vacío. No me había dado cuenta de que estaba bebiendo.

      —No has cambiado nada, ¿eh? —comenta Dale—. Aburrido como el que más. Sabía que no deberíamos haber venido.

      —¿Por qué lo has hecho, entonces? —replica Curtis.

      Dale señala a Heather con la cabeza.

      —Ella quería venir.

      ¿En serio? Miro a Heather. ¿Por qué querría hacerlo? Siempre tuve la impresión de que odiaba este sitio.

      —Y para contestar a tu pregunta anterior —aclara Dale—, no, no me acosté con la hija de puta de tu hermana.

      Curtis se pone en pie.

      —Solo una persona tiene derecho a hablar mal de mi hermana y ese soy yo. Pero no lo hago porque, a diferencia de ti, soy respetuoso.

      Hay un silencio tenso.

      El ambiente cambia con tanta facilidad como las condiciones meteorológicas.

      10

      Hace diez años

      Brent y Curtis están sentados frente a mí en la cabina del teleférico. El viento sopla con fuerza y nuestra burbuja se balancea de lado a lado. Gruño y me agarro el estómago.

      —No te atrevas a vomitar sobre mis pantalones de snowboard nuevos —me advierte Brent, con su marcado acento de Londres.

      —Sí, tienes que vigilar tus pantalones cuando Milla está cerca —bromea Curtis—. Ayer me rompió los míos.

      Compruebo la parte inferior de los pantalones que lleva Curtis. No hay desgarrón. Son nuevos. Ahora que la presión de la competición ha desaparecido, Curtis y Brent son todo sonrisas. Y tienen motivos para ello. Curtis ha quedado tercero y Brent, quinto. Un buen resultado para los chicos británicos.

      Otra ráfaga de viento sacude la cabina y mi estómago da un vuelco. La peste a tabaco tampoco ayuda. Quien haya viajado en la cabina antes que nosotros se ha saltado la prohibición de fumar a la torera.

      He subido para ejecutar unos saltos y dar rienda suelta a mi ira, pero lo cierto es que me alegro de que hayan subido conmigo, porque así no me devano los sesos pensando en el día tan desastroso que he tenido. Cuando Curtis clava sus ojos azules en mí, es difícil pensar en otra cosa.

      —Creía que estaríais abajo, celebrándolo —digo.

      —Siempre doy un par de saltos más después de una competición, para bajar la adrenalina. —Curtis mira a Brent de reojo—. Y a Brent lo perseguía una chica suiza de anoche. Tenía que salir por piernas.

      Sonrío y miro las tablas apoyadas contra la ventana. La de Brent está recubierta con todas las marcas de sus patrocinadores y apenas veo qué modelo es. Burton no sé qué. El modelo profesional de Shaun White, supongo. Si Brent sigue ejecutando sus saltos como lo ha hecho hoy, es posible que el año que viene los de Burton saquen el modelo Brent Bakshi.

      Señalo una pegatina de Smash.

      —¿De verdad bebes esa mierda?

      —¿Por qué? ¿Quieres una? —Brent rebusca en su mochila y saca una lata naranja resplandeciente, la abre y me la tiende.

      —No —respondo—. Bueno, de hecho, sí. Jamás la he probado. —Tomo un sorbo—. Ugh. Sabe a enjuague bucal. —Se la devuelvo—. Dicen que tiene la misma cantidad de cafeína que tres cafés.

      —Cinco —corrige Brent, y se pone en pie. Su pelo negro toca el techo de la cabina. El frío entra cuando abre la ventana y vacía la lata por el agujero.

      —¿Qué haces? —le reprocho—. Las marmotas no podrán hibernar este año.

      —No lo soporto. —Brent cierra la ventana y mete la lata vacía dentro de la mochila—. No se lo digas a nadie, porque son ellos los que me pagan la temporada.

      Me gusta Brent. Me recuerda a uno de los amigos de mi hermano, Barnsey.

      —¿Te pagan más que Burton? —pregunto.

      —Me pagan más que todos los demás patrocinadores juntos.

      —¿En serio? —Pero tiene sentido. Brent es el chico que va a por todas. Es el modelo perfecto para una bebida energética.

      —Cuando me dijeron lo que me pagarían, les aseguré que me tatuaría el nombre de la bebida en el culo.

      —¡No lo dices en serio!

      Brent se levanta la chaqueta y agarra la cintura de sus pantalones como si fuera a bajárselos.

      —¿Quieres verlo?

      No estoy segura de si bromea o no y miro a Curtis.

      Este levanta las manos en el aire.

      —A mí no me mires. ¿Por qué piensas que le he visto el trasero?

      Brent se ríe y se sienta de nuevo. Tiene la confianza descarada que viene con ser excepcionalmente bueno en un deporte, y no uno cualquiera, sino uno en el que hay que volar por los aires hasta lo más alto. Pero es divertido. Por no mencionar que, además, es atractivo, con una sonrisa fácil e increíbles ojos oscuros.

      Lo he visto en una entrevista esta mañana en la televisión, antes de venir aquí. La presentadora, Anna no sé qué, una mujer guapa de unos cuarenta años, le ha preguntado qué músculos había que trabajar para practicar snowboard. Casi todos, ha respondido. Ella le ha convencido para que se quitara la camisa, así que Brent lo ha hecho; la mujer no podía parar de tocarlo. El presentador masculino casi ha tenido que llevársela a rastras.

      Ha sido un ejemplo hilarante de sexismo a la inversa. Si uno intercambiase los géneros, con un presentador hombre y una atleta mujer, habría generado una polémica a nivel nacional. Pero en la entrevista, la mitad del público se ha reído de ella y la otra mitad se ha vuelto igual de loca por Brent como ella. Brent se ha sentado tan tranquilo a disfrutar del espectáculo.

      Y sí, esos pectorales suyos. Ya, lo entiendo. Pero no me afecta, no como Curtis.

      Me agarro al asiento cuando la cabina se balancea de nuevo. La burbuja disminuye la velocidad al llegar a su destino.

      —¿Sabes que Dale me ha pedido un smash esta mañana? —dice Brent a Curtis.

      —¿Ah, sí? —se sorprende Curtis.

      —Anoche se marchó a casa con la camarera.

      —¿Con quién, con Heather?

      —No sé cómo se llama.

      —Pelo negro.

      —Sí.

      —Vive con mi hermana —comenta Curtis—. Así que lo dejó seco, ¿eh? Bueno, eso seguro que te ha ayudado.

      Los

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