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Poesía y le dije que tenía sida. Se quedó mirando aterrorizado la sangre que me corría por los labios y su puño lastimado. Capaz que lo encontrás en algún buen hospital de Buenos Aires…

      –¿Que vos…? ¡Guido, ahora entiendo! ¡Dame un abrazo, por favor!

      –Bueno, no te preocupes, dicen que ya no se muere de sida. Y la verdad, desde que supe que había contraído el virus, cada vez menos me quiero morir. Solo quiero vivir y escribir –respondió apoyado en el reconfortante hombro de su amiga.

      –¡Esperame en la entrada, por favor! Yo ya voy. Tenemos que hacerte curar esas heridas.

      Cuando llegó a la oficina, vio que el teléfono celular tenía decenas de llamadas perdidas de Marcelo, con varios mensajes pidiéndole que lo llamara. Raquel dudó, pero lo hizo.

      –¡Vení, por favor! Tenemos que hablar.

      –Sí, ya sé. Desde ayer que te estoy diciendo que tenemos que hablar. ¿Dónde estás?

      –Recién salgo del Hospital Italiano. Encontrémonos en plaza Italia, al lado del Jardín Botánico.

      –No antes de una hora, como mínimo. Ahora tengo asuntos que atender.

      Raquel le envió un mensaje a Carmela, explicándole que tenía que irse de manera urgente por motivos de salud y llevó a Guido has­ta el primer centro médico que encontró y donde se quedó hasta asegurarse de que lo estaban atendiendo en la guardia.

      –Si necesitás algo, ya sabés, ¡llamame! ¡Sin falta! Y no me vengas con tonterías. ¡Con la salud no se juega!

      –Lo único que preciso es una tarjeta de crédito para ponerme el diente, antes de que me detengan por portación de cara.

      No bien subió al auto de Marcelo, Raquel se encontró con un hombre cansado, ojeroso y atemorizado. Él encendió el motor y continuó en silencio durante varias cuadras, hasta que entraron en Libertador. Cuando llegó a la esquina de Agüero, dobló a la derecha y estacionó junto a la Fuente de Poesía.

      –¿Por qué me trajiste acá? –Raquel rompió el silencio.

      –Ayer no escuché tu explicación, como era mi deber. Vamos, contame todo.

      Bajaron del auto y se sentaron al fondo de las escalinatas de Arjonilla, una de las calles más cortas de la ciudad, al lado de la fuente de fondo verdoso, con la estatua ecuestre de Mitre a sus espaldas.

      –No tengo nada en particular que contarte. Encontré a Guido acá, absolutamente por casualidad. Solo es un buen amigo, a quien admiro como poeta, nada más. Lo que te conté sobre lo que pasó cuando éramos jóvenes es un recuerdo que forma parte de mi intimidad. Como todos. Vos también tendrás los tuyos.

      –Pero tu cara… tus labios…

      –Guido no está atravesando un buen momento. Me dio un abrazo y sus lágrimas me corrieron el maquillaje. No me di cuenta, si no, jamás habría aparecido en ese estado.

      Marcelo inclinó la cabeza; los ojos miraban sombríamente los pequeños adoquines de la calzada.

      –Disculpame, fui un tonto e hice una estupidez. Me voy a tener que hacer análisis en el hospital durante un tiempo. Sabías que está enfermo, que tiene…

      –Ayer no lo sabía. Hoy sí, me contó todo. Creo que le tenés que pedir disculpas y pagarle los gastos médicos que va a tener. Y el arreglo del diente. Como mínimo.

      –¡Por supuesto! Estoy muy ansioso y muy presionado. Ayer venía con otra idea y eché todo a perder. Y, además, sus lágrimas te tocaron la cara...

      –¡Olvidate de las lágrimas! ¡Nadie se contagia el sida a través de lágrimas ni de abrazos! Vení, vamos a caminar un poco. Hace bien caminar, aclara las ideas.

      Cruzaron la calle y entraron en la plaza Evita –que, en su época, vivió en las inmediaciones–, identificada por la estatua de la primera dama argentina, que reemplazó, con opiniones a favor y en contra, a la del poeta nicaragüense Rubén Darío. Al fondo se divisaba un moderno y alto edificio de vidrio, con vista a Libertador en la esquina de Austria.

      Los dos comenzaron a andar por los senderos serpenteantes de tierra removida del parque, bajo un cielo nublado, pero que no amenazaba con llover.

      –Ayer tenía que decirte algo, pero me quedé muy perturbado cuando te vi.

      –Me lo podés decir ahora, Macelo, si te sentís mejor.

      –No sé cómo decírtelo después de todo lo que pasó.

      Al fondo, hacia donde se dirigían, se veía la silueta de la estatua de bronce sobre un pedestal de piedra. Marcelo se apoyó en la base y sacó del bolso una pequeña caja adornada con una lazo rosa, y se lo entregó a su novia. Ella la abrió con delicadeza y se quedó petrificada.

      –¿Puedo ofrecértelo?

      Sin esperar su respuesta, Marcelo tomó el delicado anillo de oro con varias piedras preciosas engarzadas y un fino diamante en el centro.

      –¿Querés casarte conmigo?

      Si hubiera tenido que describir el torbellino de emociones que sintió en aquel momento, Raquel no habría podido hacerlo. Respiró profundamente, lo besó y lo abrazó hasta que sus lágrimas se secaron.

      –¡Si no lo deseara, no estaría de novia con un tonto celoso como vos! Claro que quiero casarme con vos y formar una familia feliz, a pesar de que les pegues como un salvaje a mis amigos.

      Marcelo la besó. Parecía estar más calmo y sosegado.

      –Sí, vamos a ser muy felices. Pero tengo otra cosa que decirte.

      –Y yo también…

      –Buena o mala.

      –Buena. ¿Y la tuya?

      –Pienso que también es buena…

      –¿Quién lo cuenta primero?

      –Vos…

      –Vos…

      –Muy bien, entonces, aquí va: recibí una propuesta para trabajar en Silicon Valley, en los Estados Unidos. Me van a pagar una pequeña fortuna mensual, por lo menos durante dos años. Y me gustaría que vinieras conmigo, después de casarnos en la basílica de Nuestra Señora del Pilar. ¿Te acordás de que me dijiste que era el único lugar donde te llevarían al altar?

      Raquel se quedó helada. Los confusos sentimientos que le atravesaron el cuerpo y la mente le produjeron un mareo, como si estuviera en la cresta de una ola gigante y tratara de agarrarse al mástil de una cáscara de nuez. Sintió que las piernas le temblaban y perdían fuerza.

      –¿Amor, te sentís bien? ¡Sentate, por favor!

      El joven la ayudó a sentarse en el piso de piedra. Raquel lo miraba con ojos inexpresivos, aunque repletos de emociones contradictorias.

      –¿Qué pasa, Raquel?

      –Mi jefa me propuso para que la sustituya como directora de la librería. En breve se va de El Ateneo, porque tiene que cuidar a su madre. Es algo que siempre deseé. Era eso de lo que te quería hablar. Que compartieras esa decisión conmigo.

      Él se quedó sorprendido, mirándola con incredulidad, mientras respiraba agitado.

      –¿Y tenés dudas de qué decisión tomar?

      –Marcelo, a lo mejor no es el momento para hablar del tema. Es viernes, hoy ya no vuelvo a la librería. Le dije a Carmela que tenía una urgencia de salud. Y, en verdad, tuve dos.

      Marcelo respiraba jadeante, tratando de controlar sus impulsos, consciente de que no podía decir lo que sentía, pues opacaría para siempre el momento que quería eternizar.

      Raquel transpiraba, tratando también de serenarse, respirando

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