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contra la violencia de la represión de la Guardia Civil.

      En medio de la crispación social que estallaba en las calles, Mario y Marcela vivían un noviazgo atormentado, con la urgencia de concluir todos los trámites del casamiento.

      –¡Debemos resolver esto sin demora, querida! No es bueno que nos quedemos aquí mucho tiempo.

      Mario fue a ver Marcela a su posada, y mientras caminaba iba mirando para todos lados, receloso hasta de su propia sombra. No le contó la conversación con Jacoba ni las insinuaciones del acólito. Pero ya estaba seguro de que alguien lo perseguía. Más allá de que los rumores fueran verdaderos o falsos, desconfiaba de todas las personas que veía a su alrededor sin ninguna ocupación aparente. Y la tarea se tornaba cada vez más difícil, con todo el movimiento de los huelguistas y de la gente que curioseaba en las calles, concentrada sobre todo en la calle de la Cordelería, en la calle Alta y en Orzán.

      –Hoy iremos a casa de mi madre. Quiero que esté en mi casamiento y conseguir la madrina que nos falta. –Marcela también comenzaba a sentir la urgencia de la formalización del enlace.

      –Afuera está todo muy conmocionado. Lo mejor es que vayamos a la tarde.

      En los balcones de las sedes de las asociaciones laborales y en varias casas se veían trapos negros y frases que instaban a responder a la tragedia del día anterior. El Sindicato de Oficios Varios había convocado a una manifestación junto con la Asociación Tipográfica, sin comunicarla al gobernador civil, que se apresuró a prohibirla.

      Por eso, los novios pasaron la mañana en la cama, mimándose y haciendo proyectos para el futuro. Ambos ansiaban superar esa etapa e irse de La Coruña, para vivir en paz el resto de sus días lejos de aquellas tierras.

      –¡Nos iremos a Buenos Aires, Marcela! Es lo mejor. Ya averigüé el costo de los pasajes y dónde podemos embarcar.

      –Vayamos a cualquier parte, con tal de librarnos de esta gente que nos detesta. Pero no te olvides de que pasaremos la luna de miel en Portugal. Me gustaría conocer Oporto. Muchos gallegos viven allá y dicen que es una ciudad agradable y acogedora. ¡Quizás incluso nos podríamos quedar allí!

      –No me parece muy conveniente. Oporto está muy cerca de Galicia y, como dices, allí viven muchos gallegos. Quién sabe lo que podría suceder…

      –¡Qué tontería! Después de casados, un hombre y una mujer, con un hijo…

      –… o hija…

      –Nunca me dijiste qué preferías…

      –¡Una hija! Ya tengo el nombre para ella –respondió Mario, sin vacilar.

      –Mmmh… ¿Qué nombre le pondrías?

      –Cleide.

      Durante un largo rato, Marcela se quedó pensando en el nombre. Hasta que una gran sonrisa se dibujó en sus labios, y el rostro se le iluminó, radiante de felicidad.

      –Claro que sí: ¡Cleide! “Mi hija es Cleide y es tan bella que solo la puedo comparar con las flores doradas. ¡En ellas, como en un espejo, encuentro su imagen repetida!”, ¿te acuerdas?

      –Ese hermoso obsequio que me hiciste siempre está conmigo, mi amor. Lo sé casi de memoria.

      Mario la abrazó, recordando el momento en el que, en una librería de viejo de Santiago de Compostela, había encontrado el libro del que Marcela hablaba y que compró de inmediato para regalárselo a su amada.

      –Yo también quiero que sea una niña, mi amor –concluyó Marcela, abrazándolo con toda su fuerza. Y se quedó así, sin ganas de separarse–. Antes de que nos vayamos del país, necesito regresar a Dumbría –agregó.

      –¡¿Qué?! ¡Jamás volveré a ese lugar! ¡Ni pensarlo!

      –Asumí un compromiso al que no quisiera faltar.

      –¡¿Qué compromiso?!

      –Terminar las clases con los niños. Son pocos días, no puedo irme con el remordimiento de no haber finalizado el año lectivo con ellos. Está a punto de concluir.

      –Marcela, yo te comprendo. Pero no vamos a correr ese riesgo. Sabes bien que no es prudente… Después de lo que pasamos, no vamos a echar todo a perder.

      –Nadie podrá meterse con nosotros. Volveré casada, con mi marido a mi lado. Mientras termino las clases, te quedarás en casa. Después, partiremos.

      A la tarde, la ciudad se transformó. Alrededor de las cuatro, cerca de siete mil personas, casi todas con pañuelos negros en el brazo izquierdo, recorrieron las calles de la Cordelería, Orzán, la Fuente de San Andrés, Real, Riego de Agua, María Pita, Campo de la Leña y Torre hasta llegar al Cementerio de San Amaro. Jamás se había visto un funeral tan concurrido en la ciudad. Y menos por un hombre anónimo, pero que ya se había convertido en mártir de los derechos de los trabajadores coruñeses: Mauro Sánchez.

      Con las calles temporalmente en calma, Marcela pensó que había llegado el momento de visitar a su madre. Mario la acompañó, pero se quedó a cierta distancia de la casa, para no exaltar los ánimos de su futura suegra.

      Marcela tocó a la puerta, con el corazón sobresaltado. Era consciente de que tendría una dura conversación con su progenitora, pero pensaba que terminaría bien. El tiempo pasaba y nadie abría la puerta. Ni siquiera se oían ruidos en el interior. Miró alrededor y divisó a las vecinas Ricarda Fuentes y Francisca Ramos, que iban acompañadas por un adolescente.

      –¡Hola, Marcela, qué gusto verte! ¿Qué haces por aquí? –la interpeló Ricarda.

      –Vengo a visitar a mi madre. Me voy a casar en breve y querría que viniese a mi boda. ¿Saben por dónde anda? ¿Habrá ido al entierro?

      Las mujeres se miraron por debajo de sus pañuelos y chales negros. Poco después, Ricarda soltó la lengua.

      –Luego de la visita de tu novio, desapareció. No entiendo por qué no está feliz con el casamiento de su hija, pero no sé qué decirte.

      –¿Y no saben adónde fue? ¿Si está cerca o lejos?

      –Dijo que se iba a Santiago. Habló vagamente de un tratamiento o de una operación… No la volvimos a ver.

      Como Marcela tenía la llave de la casa, entró para recoger algunas de sus cosas. Le conmovió ver a su muñeca de trapo, la que la madre le había regalado después de sacarla del asilo. Había sido su primer juguete. La primera amiga, con la que había dormido noches eternas, a quien le contaba sus temores y sus sueños, a la que le pedía consejos en la preadolescencia. Se abrazó a la muñeca con los ojos llenos de lágrimas. Tenerla en el regazo era como volver a una etapa de la infancia que no había tenido y a otra que sí había vivido, luego de salir del hospicio. De pronto, una mezcla de sentimientos le sacudió el corazón, que comenzó a palpitarle con tanta fuerza como si fuera a desbordarse. Aquella muñeca tenía el don de serenarla y también de despertar su inconsciente y darle la posibilidad de percibir cosas que estaban por suceder, cosas no siempre buenas, en especial cuando la apretaba contra el pecho y este se aceleraba, como si estuviera a punto de explotar. Permaneció con los sentidos alertas y empezó a mirar para todos lados, temerosa, congelada por los escalofríos que le recorrían la espalda y le erizaban la piel. Con ese extraño presentimiento aún presente, se frotó los párpados y recogió con prisa alguna ropa que todavía le podía servir. Era todo lo que llevaría consigo, además de su muñeca de trapo.

      Cuando se disponía a cerrar el baúl con sus pertenencias, en los alrededores se oyeron dos estampidos. Dos disparos, seguidos de los gritos de la vecindad. Marcela sintió una opresión en el pecho y solo atinó a pensar en Mario. Fue rápido hasta la ventana. Ricarda, Francisca y otros vecinos iban hacia el lugar donde lo había dejado. Afligida, bajó las escaleras a toda prisa, se levantó las

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