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de la leche materna ni conoció el cariño y el afecto de sus padres ni el calor del regazo materno. Allí creció luchando por sobrevivir entre las miles de enfermedades traicioneras que todos los días se llevaban a sus amigas a las estrellas, como le hacían creer, hasta que un día, con horror, descubrió que las sepultaban en el campo de atrás del hospicio, donde solía jugar. Jamás lo volvió a hacer, y a las novatas les dijo que aquel era el verdadero campo de las estrellas, adonde iban las niñas enfermas que nadie más volvía a ver, lo que le valió una enérgica paliza y una reclusión de un mes, que le impusieron aquellas mujeres feroces que dirigían el hospicio. Fue en esa ocasión cuando contrajo una neumonía que la dejó al borde de la muerte, y ni siquiera entonces los padres la fueron a ver para darle un beso o algo de afecto. Pero sobrevivió, igual que había resistido a todas las enfermedades que diezmaban a sus amigas.

      “De eso tal vez no haya hablado mi madre”, pensó Marcela. Y, por el contrario, meditaba la maestra mientras caminaba apurada a su casa, de seguro le habría contado –para demostrar que la madre odiaba tanto a su amiga como ellas dos al rico padre de don Antonio– que ella y el padre, ya siendo una mujer hecha y derecha, la habían enviado, durante unos meses, a casa de unos familiares en Madrid, para que de una vez por todas terminara su amistad con Elisa. Marcela recién se había enterado de la decisión la víspera de la partida y, en medio de un ataque de nervios, le escribió a su amiga para contarle lo sucedido. El viejo debió hacer valer sus galones, intercambiar ácidas palabras y recurrir a lo mejor del glosario que había aprendido en el cuartel para impedir que Elisa se despidiera de Marcela, ante el temor de que ambas tuviesen un plan para huir del destino que le había impuesto a su hija.

      Marcela miró hacia atrás y vio las dos siluetas a lo lejos, que doblaban la esquina en dirección a la casa. Su pensamiento volvió a don Antonio. “¿Será que el juego llegó demasiado lejos?”, se cuestionó. Habían sido días terribles, hasta convencer a Elisa de que no tenía que preocuparse de nada y que tan solo había cumplido el plan que ambas habían trazado, quizás arriesgando un poco más de lo debido. Pero Elisa estaba furibunda. No podía tolerar su infidelidad, aunque hubiese sido una sola vez. Ha­bían discutido violentamente, a tal punto que los vecinos les habían golpeado la puerta.

      Cuando se calmó, Marcela le confesó lo que la preocupaba.

      –Elisa, estoy embarazada. No me vino la regla y tengo mareos. Y los pechos se me endurecieron.

      La maestra se quedó muda, mirando a su amiga, con la mente nublada. Dio varias vueltas alrededor de la mesa, en un silencio sepulcral, llenó una jarrita con vino tinto de Berrantes y lo tomó de un trago, haciendo una mueca al final, mientras pensaba vertiginosamente en la noticia y sus consecuencias.

      Marcela sentía miedo, el mismo miedo que la habitaba hacía más de una semana, desde el momento en que había to­mado plena conciencia del estado en que se encontraba y con el que no sa­bía cómo lidiar. Finalmente, vio que su amiga se había sentado y lloraba compulsivamente. Se acercó y la abrazó. Elisa la abrazó también y se recostaron, tratando de dormirse juntas, una al lado de la otra, en posición fe­tal. Aunque no lo lograron, demasiado desconcertadas ante los acontecimientos.

      –¿Te acuerdas de la primera vez que te vi?

      –¡Claro que lo recuerdo! Fui a la oficina administrativa de la escuela y allí estabas tú, con una imagen tan bonita de la Virgen del Pilar frente a ti.

      Elisa alzó las cejas al recordar el momento, cuando le explicó a Marcela que el pilar era, a fin de cuentas, una columna de jaspe que Nuestra Señora había dejado en la visita que le había hecho, antes de la Asunción a los Cielos, al apóstol Santiago, en Zaragoza. Se acordaba de que Marcela había sonreído ante la improbabilidad del acontecimiento, y también por lo bello de la leyenda y de la Virgen, a quien rezaba en los momen­tos de dolor en el hospicio de su infancia, cuando no le alcanzaban san José o santa Águeda, a quien había sido encomendada en su bautismo, recibido en aquel hospicio que tan malos recuerdos le traía.

      –Sí, por eso te di ese bonito medallón de plata, con la Virgen en el centro, con su halo protector y el Niño Jesús en brazos, y dos ángeles protegiéndola.

      –Nunca más me lo quité –respondió Marcela, acariciándolo con la mano derecha–. Pero no me parecen ángeles, tal vez sean dos “ángelas” –bromeó, acercando más su espalda al vientre de su amiga.

      –Tonta, los ángeles no tienen sexo.

      Luego de decir esto, Elisa permaneció en silencio por un rato. Finalmente, deslizó su mano sobre la delicada piel aterciopelada de su amiga, hasta alcanzar su vientre. Allí se dejó estar, acariciándolo como si protegiera algo sumamente precioso. Y en un susurro, repitió bajito: “Los ángeles no tienen sexo”. Y le besó suavemente los hombros y el rostro.

      Marcela se enterneció y le retribuyó las caricias, besándole el cuello y lamiéndole los lóbulos de las orejas. Elisa se estremeció y se le­vantó incitando a Marcela a seguirla. Ya de pie, aproxi­mó el brasero y comenzó a quitarle el camisón, despacio, mientras le mor­disqueaba la piel. Bajó un bretel, después el otro, hasta que la de­jó totalmente desnuda, y la abrazó. Del mismo modo, Marcela

      le sacó la vestimenta a Elisa, mientras la acariciaba, de la forma que tanto le gustaba. Enseguida, comenzó a bajarle las ligas.

      –No vas a necesitar esto, querida –le susurró al oído, mientras apoyaba el revólver en la mesa de luz, viéndola acompañar el movimiento con una sonrisa.

      –No, tengo otras armas para ti.

      Completamente desnudas, se abrazaron y se recostaron sobre las sábanas y los cobertores. Las manos de ambas enseguida buscaron la suavidad de la piel de la otra, deslizándose por los cabellos, bajando hasta los pezones, que se endurecieron en simultáneo, y luego hacia el vientre y los muslos, hasta que las manos descubrieron y entraron, sin prisa, como sabían hacerlo, en los montes de Venus, que se abrían generosos para recibirlas. Y a lo largo de las primeras horas de la noche repitieron aquel viejo ritual, como cuando se juntaban los fines de semana y en las vacaciones, con los cuerpos libres y abandonadas una a la otra, dejando que las manos, las lenguas y los atributos que Dios les había dado las llevaran a la conquista de los placeres que solo ellas conocían y deseaban, hasta que, extenuadas, se quedaban dormidas, una en brazos de la otra.

      A la mañana siguiente, Elisa se levantó, preparó el desayuno y lo llevó a la cama, mientras esperaba que Marcela, perezosa, saliese del sopor nocturno. En verdad, Elisa se había despertado a mitad de la madrugada y no había logrado dormir más, por el miedo que, contrariamente a su carácter, la iba dominando.

      –¿Qué te preocupa, querida? –preguntó Marcela, después de beber en silencio unos sorbos de achicoria, que se tomaba en reemplazo del café, mientras veía que su amiga estaba con el pensamiento ausente.

      –Debemos apresurar el casamiento con Mario. Ahora, en tu estado, no hay otra posibilidad. ¡Vas a ser la comidilla de todos! Te van a crucificar en la plaza pública y te van a obligar a casarte con ese tonto de Antonio.

      –¡No digas eso, Elisa! ¡No lo soportaría! Pero mira que él no es tan tonto…

      –¡Por favor, Marcela! ¿Qué pasa? ¿Te gusta? –preguntó, con la sangre a punto de hervirle–. ¡Dime la verdad! ¡No hay lugar para dos…!

      –Sin duda, es un buen partido para cualquier mujer. Pero a quien amo de verdad es a Mario, mi tontita –concluyó con una sonrisa enigmática–. Lo único que no sé es cómo puedo hacer para casarme con él.

      –Tonta –replicó Elisa, con un enojo que se le fue disipando a medida que las ideas se reorganizaban en su mente–. Creo que yo sí.

      –¿Lo sabes?

      –Pasado mañana partiré en la diligencia para La Coruña y arreglaré todo con él. Está tan ansioso como tú –concluyó, con un guiño de complicidad.

      –¿Y tú? ¿Qué será de la maestra Elisa, que les cae

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