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a cambiar de opinión. Fui a solicitarle su consentimiento para desposarte, querida…

      –¡El amor no se compra ni se obliga, don Antonio!

      –¡Sé que no! Pero si hay gente loca, capaz de matar para evitar nuestra relación, yo no me voy a quedar sentado. Recuerdas bien lo que sucedió después de que regresaste a mi casa para darle clases de Gramática a mi sobrina menor, ¿no es cierto?

      Marcela recordó aquel episodio de principios de abril, en casa de don Antonio de Traba. Luego de terminar de darle la lección a la niña, cuando ambos pensaban que pasaría una hora y media en catequesis, la pequeña regresó más temprano, porque el cura estaba enfermo. La sobrina los encontró en la cama, en la habitación de don Antonio. Y a pesar de las amenazas del tío, en poco tiempo todos los compañeros se enteraron de lo sucedido y el asunto se convirtió en el tema predilecto de los lavaderos públicos de la aldea y de las charlas junto al fogón. Y, una o dos semanas más tarde, llegó también a oídos de Elisa, la maestra de la parroquia de Calo, a quien los vecinos llamaban “el Civil”, por su aspecto viril y su carácter un tanto tosco. Además, todos sabían que cuando Elisa iba a Dumbría a pasar los fines de semana con la maestra Marcela, lo hacía portando lo que llamaban “el despertador”, un revólver siempre listo para disparar. Y también llevaba un puñal y una navaja, escondidos debajo de las ligas.

      Y con ese mismo revólver y después de recorrer al galope los once kilómetros que la separaban de Dumbría, Elisa se presentó frente a la casa de don Antonio y lo desafió a duelo.

      –¡Si eres hombre, acepta un duelo! ¡Sabes que Marcela está de novia y buscas seducirla y manchar su nombre! ¡Esto debe limpiarse con sangre, cretino!

      Don Antonio les pidió consejo a su padre, al médico Pomar y al sacerdote de la aldea. Y todos fueron terminantes en disuadirlo de aceptar el duelo, algo que era una ofensa para la ley divina, pues semejante tradición, ya fuera de uso, según su parecer, solo se podía llevar a cabo entre hombres.

      –¡Esa mujer está loca! Cuando alguien se mete con su amiga parece un toro embravecido. Pero no vamos a manchar el nombre de la familia con su sangre. Hay otras maneras de resolver la cuestión, hijo mío.

      Don Antonio renunció al duelo a disgusto, ya que habría preferido sacar a Elisa de su camino y que este le quedara libre para desposar a Marcela, como pretendía.

      Sin embargo, no tenía idea del elaborado plan que las dos maestras habían concebido, cuando se dieron cuenta de que él estaba decidido a casarse con Marcela y que, con su poder y su influencia, las podía poner en peligro. Desafiar a la familia Traba era el camino directo hacia la desgracia.

      En ese contexto, el plan que urdieron para hallar una salida diferente de la que inicialmente habían previsto era arriesgado. Pero el pacto estaba sellado y debían llevarlo hasta el fin.

      La relación con don Antonio no había sido pacífica para ninguno de los dos. Marcela se resistía como podía a la seducción de las palabras de ese hombre diestro en el arte de conquistar, y a veces su espíritu dudaba, deslumbrado por las riquezas que él le exhibía con disimulada discreción. Solía ruborizarse, con remordimiento, cuando se descubría a sí misma admirando los rasgos rectilíneos de aquel rostro, y él la atrapaba con una sonrisa que la desarmaba. El aristócrata, por su parte, pasaba las noches enteras imaginando la forma de convencerla de sus propósitos. Y siendo el juego de seducción de resultado imprevisible, este se inició despacio y, poco a poco, fue haciendo que Marcela comenzara a vacilar respecto de la opción que debía elegir. Después de todo, ese era el camino normal en la vida de toda mujer: encontrar a un hombre y casarse. ¿Y qué más podría desear, cuando el hombre más poderoso de la región quería desposarla?

      La relación entre ambos continuó y los recíprocos juegos de seducción, las palabras dulces, las sorpresas y los obsequios no se hicieron esperar, hasta que, una tarde de primavera, ella, incapaz de negarse, se dejó llevar hacia la blancura y el calor de las lujosas sábanas del cuarto de don Antonio y permitió que la carne de él se fundiera con la suya, como desde la Creación lo han hecho hombres y mujeres, por pasión, necesidad física o instinto de procreación.

      Al final, mientras don Antonio sonreía, feliz de haber consumado su conquista, Marcela corrió al cuarto de baño, se miró al espejo y vio allí a una mujer con los cabellos desordenados y los ojos vacíos y húmedos. No se reconoció. La imagen le pareció un espectro de sí misma. Percibió que un torbellino le removía las entrañas y le perturbaba la razón. Puso la mano entre sus piernas y por primera vez sintió la viscosidad seminal y algo de sangre que se escurría entre sus dedos. Estremecida, empezó a lavarse y a limpiarse frenéticamente. Finalmente, se acurrucó en un rincón y comenzó a llorar, en silencio. Acababa de tener relaciones con alguien a quien no amaba. Y se dio cuenta de que por sus venas comenzaba a correr el intenso veneno del remordimiento.

      El fin de semana siguiente, cuando Elisa regresó, no le contó enseguida su vergüenza. Ya se había arrepentido mil veces ante la imagen de santa Baia, en la iglesia. Pero su amiga advirtió que estaba rara, con la mirada perdida y que no escuchaba las preguntas que le hacía. Después de mucho insistir, Marcela, llorando, le confesó la verdad. Enfurecida, empuñando el revólver y a los gritos, Elisa no tardó en llegar hasta la puerta del pazo de los Traba, a retar a duelo a don Antonio, para lavar la honra de su hermano, que no se encontraba allí para poder defenderse.

      –Lo recuerdo, don Antonio. Lo recuerdo bien. Pero lo que sucedió en aquella ocasión fue un error.

      –No, Marcela. No hay errores en el amor. Yo te amo perdidamente. Tal vez sea débil al confesarlo así, de manera tan abierta. Pero no escondo lo que siento. Si no hubiera sido por mi padre y los demás, habría aceptado el duelo. Y todo estaría resuelto.

      –¡Ay, Jesús, don Antonio! Eso ya no se estila… Y, además, alguien habría muerto. O estaría preso.

      Marcela se quedó helada ante la posibilidad de que Elisa hubiese muerto de aquella forma. A pesar de saber que se había en­trenado en el uso de armas para defenderse de los peligros de los caminos en aquellas tierras tan distantes de la civilización, siempre debía convencerla de refrenar su espíritu. Tener los nervios a flor de piel podía costarle la vida y echar por tierra todos los sacrificios por los que ya habían pasado.

      –No habría sido la primera vez en mi familia. Y siempre salimos victoriosos. Sé muy bien cómo ganar un duelo. Y entre nosotros, el valor más importante es el honor. La prisión no dura para siempre en casos como este, principalmente cuando se tienen relaciones importantes. Recuerda bien lo que te digo: para mí, el honor está por encima de todo. Y siempre haré lo necesario para preservarlo en mi familia, por más extraña que parezca la forma de defenderlo.

      –¿Esa es una amenaza, don Antonio? –preguntó la maestra, temerosa y sintiendo unas náuseas que la aturdían.

      –No es una amenaza. Es una certeza –respondió él, bajando la vista hacia el vientre de Marcela, mientras los caballos empezaban a relinchar, una diligencia detenía su marcha, produciendo una nube de polvo, y un ruidoso grupo de chiquillos se aproximaba para acariciar y admirar a los animales. Marcela se sonrojó al mismo tiempo que se estremecía. ¿Qué quería decir don Antonio? ¿Qué sabía o qué sospechaba?

      Cuando el cochero le entregó la carta, Marcela vio que el padre de don Antonio bajaba del carruaje. Sabía que había llegado de La Coruña, donde también había visitado a su madre. El humor del anciano don Manolo de Traba se puso peor que de costumbre al notar la presencia de la maestra, a quien le dirigió una mirada severa y cargada de desprecio. Aunque Marcela no tenía idea de lo que había conversado con su madre, no precisaba ser adivina para saber que esta le habría dicho que estaba profundamente en contra de la amistad de las dos maestras y, seguramente, hasta habría recordado que esa mala compañía había acelerado la muerte de su debilitado marido, Manuel Gracia Blasco, un valiente capitán de infantería en sus tiempos de gloria.

      Pero

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