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de la vida. Desde que había nacido, lo habían educado para dirigir Envíos Brooks Express. Había recibido la mejor educación, había estudiado en Harvard. Todo encaminado a seguir los pasos de su padre. Aunque le resultaba un peso demasiado agobiante.

      Sabine tenía razón en algunas cosas. Sin duda, su familia daría por hecho que Jared iba a ser su sucesor en la compañía. La diferencia era que Gavin pensaba asegurarse de que su hijo sí tuviera elección.

      Tras sentarse ante su escritorio, encendió el ordenador. Lo primero que hizo fue enviar un correo electrónico a su asistente, Marie, para que concertara una cita con el laboratorio de pruebas de ADN. Y le puntualizó que era un tema confidencial. Nadie debía saberlo.

      Marie no llegaría hasta las ocho, pero estaba seguro de que, en el trayecto en tren hasta allí, tendría tiempo de arreglarlo todo con su smartphone.

      A continuación, sacó de una bolsa una taza de café caliente y un bollo que había comprado en la cafetería de abajo. Mientras desayunaba, echó un vistazo al montón de mensajes que llenaban la bandeja de entrada.

      Uno de ellos captó su atención. Era de Roger Simpson, el dueño de Exclusivity Jetliners.

      La pequeña compañía de jets de lujo era especialista en viajes privados. Pero Roger quería retirarse. Lo malo era que no tenía un heredero preparado para tomarle el testigo. Tenía un hijo, Paul, pero al parecer Roger prefería vender la compañía que dejarla en manos de un joven tan irresponsable.

      Enseguida, Gavin le comunicó que estaba interesado. Desde niño, había estado enamorado de los aviones. A los dieciséis años, sus padres le habían regalado un curso de vuelo.

      Incluso había pensado enrolarse en las Fuerzas Aéreas como caza de combate. Sin embargo, su padre había cortado su sueño de raíz. Una cosa era consentir el pasatiempo de su hijo y otra permitir que amenazara su imperio familiar.

      Gavin tragó saliva ante aquel amargo recuerdo. Su padre había ganado la batalla entonces, pero, en el presente, él y solo él era el dueño de su vida.

      Envíos Brooks Express estaba pensando abrir una nueva línea de negocio dirigida a clientes de élite que quisieran que sus envíos fueran tratados con el máximo cuidado. La pequeña flota de Exclusivity Jetliners sería perfecta para esos casos especiales en que se requería el transporte de un Picasso y su entrega en el mismo día.

      Si su plan funcionaba, le daría a Gavin algo que había echado de menos toda su vida: la oportunidad de volar.

      Sabine lo había animado siempre a encontrar una forma de compatibilizar sus obligaciones con sus sueños. En el pasado, le había parecido imposible, pero no había dejado de darle vueltas.

      La noche anterior tampoco había podido dejar de pensar en lo que ella le había dicho. Sabine siempre había tenido la habilidad de calarle muy hondo e ir al grano.

      Ella no veía a Gavin como un poderoso hombre de negocios. El dinero y el poder no eran algo que le interesara. Después de haber sido perseguido por las mujeres durante años, Sabine había sido la primera a la que había perseguido él. La había estado observando en aquella galería de arte donde la había visto por primera vez y había sentido la urgencia de poseerla.

      Aunque ella no había dado ninguna importancia su riqueza, no había podido ignorar lo diferentes que eran sus vidas.

      Su relación había durado el tiempo que habían podido mantenerla dentro de la burbuja del dormitorio, sin acudir a reuniones sociales ni mezclarse con la clase alta con la que él solía codearse. Para ella, su riqueza no solo no era una cualidad, sino que le había resultado casi un estorbo. ¡Ni siquiera había querido contarle que había estado embarazada!

      Asimismo, Sabine lo había acusado de renunciar a las cosas que amaba por sus obligaciones. Y había acertado. Durante toda la vida, había estado abandonando sus sueños por un maldito sentido del deber. ¿Pero qué otra cosa podía haber hecho? Ninguno de sus hermanos estaba preparado para dirigir la empresa. Alan apenas se presentaba por la oficina, ni siquiera sabía en qué país estaría en ese momento de vacaciones. Su hermana, Diana, era demasiado joven y no tenía experiencia. Su padre se había retirado. Eso significaba que, si él no se ocupaba del imperio familiar, tendría que dejarlo en manos de un extraño.

      Y Gavin no quería que eso sucediera. Todavía recordaba cuando, sentándolo en sus rodillas de pequeño, su abuelo le había contado orgulloso historias de cómo su bisabuelo había fundado la compañía. No podría defraudarlos.

      El móvil le sonó para indicarle que tenía un mensaje. Era Marie. Había quedado con su médico en Park Avenue a las cuatro y cuarto. Excelente.

      Copió la información para enviársela a Sabine en otro mensaje. Sin embargo, apretó el botón de llamada casi sin pensarlo. Quería escuchar su voz. Había pasado tanto tiempo sin ella que cualquier excusa era válida para oírla de nuevo. Aunque no se dio cuenta, hasta que fue demasiado tarde, de que eran las siete y media de la mañana.

      –¿Hola? –contestó ella. Su voz no sonaba somnolienta.

      –Sabine, soy Gavin. Siento llamar tan pronto. ¿Te he despertado?

      Ella rio.

      –Claro que no. Jared se levanta con las gallinas, a las seis de la mañana, todos los días. Como siga así, va a ser granjero, como su abuelo.

      Gavin frunció el ceño antes de darse cuenta de que Sabine hablaba de su propio padre. Él no sabía mucho de su familia, solo que vivían en Nebraska.

      –Mi asistente nos ha concertado una cita para la prueba de ADN –informó él, dándole la dirección del médico.

      –De acuerdo. Nos veremos allí un poco antes de las cuatro y cuarto.

      –Yo te recogeré.

      –No, iremos en metro. A Jared le gusta el tren. Hay una parada cerca de allí, así que no es problema.

      Sabine defendía con ferocidad su independencia. Cuando salían juntos, no había dejado nunca que él hiciera nada por ella. Y eso le ponía muy nervioso.

      –Después de la prueba, ¿puedo llevaros a Jared y a ti a cenar?

      –Umm –murmuró ella, quizá pensando en una excusa para negarse.

      –Un poco de tiempo de calidad –añadió él con una sonrisa.

      –De acuerdo. Me parece bien.

      –Nos vemos esta tarde.

      –Adiós –se despidió ella, y colgó.

      Gavin sonrió. Estaba deseando volver a ver a su hijo. Y, aunque no quisiera admitirlo, también se moría de ganas de volver a ver a Sabine.

      A Sabine le sorprendió lo poco que tardaron en la consulta del médico. El papeleo fue lo más pesado. Les dijeron que los llamarían el lunes para darles los resultados.

      A las cinco menos cuarto, estaban parados en la calle, ante un semáforo en rojo en Park Avenue. Sabine ató a Jared en su sillita de paseo.

      –¿Qué os gustaría comer? –preguntó Gavin.

      Ella adivinó que la mayoría de restaurantes que él conocía no debían de estar preparados para niños. Miró a su alrededor, pensativa.

      –Creo que hay una hamburguesería bastante buena a dos manzanas de aquí.

      –¿Hamburguesería?

      –En los restaurantes caros que conoces no tienen menú infantil –repuso ella, riendo ante la estupefacción de Gavin.

      –Lo sé.

      Meneando la cabeza, Sabine comenzó a caminar en dirección a local que conocía. Gavin se apresuró a seguirla.

      –Estás acostumbrado a gastarte cantidades exageradas en cenas. Supongo que eso es lo que tus invitados esperan de ti, pero Jared y yo no funcionamos así. Para comer, necesitamos mucho menos dinero del que tú te gastas en una

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