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mi vecina Tina. ¿Cómo has…?

      –¿Dónde está mi hijo? –preguntó él con tono exigente, interrumpiéndola. Tenía la mandíbula tensa y una dura mirada de desaprobación. Era la misma expresión que había mostrado cuando ella lo había dejado hacía años.

      Al parecer, las noticias volaban. Habían pasado menos de dos horas desde que Sabine se había encontrado con Clay.

      –¿Tu hijo? –repitió ella, intentando ganar tiempo para pensar en algo. Deprisa, salió al pasillo del edificio y entrecerró la puerta de su apartamento, lo justo para poder mirar por una rendija y comprobar que Jared estaba bien.

      –Sí, Sabine –afirmó él, mientras daba un paso hacia ella–. ¿Dónde está el niño que me has ocultado durante tres años?

      Maldición, estaba tan guapa como él recordaba. Un poco mayor, con más curvas, pero seguía siendo la atractiva artista que lo había vuelto loco en aquella galería de arte. Esa noche, llevaba unas mallas para hacer ejercicio que se le ajustaban al cuerpo y le recordaban todo lo que se había estado perdiendo en los últimos años.

      La gente no solía quedarse mucho tiempo en su vida, pensó Gavin. Su infancia y juventud habían sido un desfile de niñeras, tutores, amigos y novias, mientras sus padres lo habían cambiado de un internado a otro. Aquella belleza morena con un piercing en la nariz no había sido una excepción. Se había marchado de su vida sin pestañear.

      Sabine le había dicho que no eran compatibles porque sus vidas y sus prioridades eran diferentes. Era cierto que eran polos opuestos, pero eso era una de las cosas que más habían atraído a Gavin. Ella no era otra joven rica y mimada con el objetivo de casarse con un buen partido e ir de compras. Lo que habían compartido le había parecido distinto.

      Pero Gavin se había equivocado.

      La había dejado marchar, pues sabía que no tenía sentido intentar perseguir a alguien que no quería estar con él… pero no la había olvidado. No había dejado de soñar con ella. En más de una ocasión, se había preguntado qué habría estado haciendo.

      Pero jamás, ni en sus más extraños sueños, se había podido imaginar que ella había estado criando a un hijo suyo.

      Sabine se enderezó y levantó la barbilla con gesto desafiante.

      –Está dentro –señaló ella, mirándolo a los ojos–. Y ahí es donde se va a quedar.

      Sus palabras le sentaron a Gavin como un puñetazo. Así que era cierto. ¡Tenía un hijo! No se había creído del todo la historia que Clay le había contado hasta ese momento. Conocía a su mejor amigo desde la universidad, pero no siempre podía confiar en su versión de la realidad. Esa noche, Clay le había insistido en que buscara a Sabine cuanto antes para conocer a su hijo.

      Y, por una vez, Clay había tenido razón.

      Sabine no lo negaba. Gavin había esperado que ella le dijera que no era hijo suyo o que estaba cuidando al hijo de una amiga. Sin embargo, siempre había sido una mujer sincera. Sin dudarlo, acababa de admitir que se lo había ocultado. No solo no se había disculpado por ello, sino que tenía la osadía de dictar las normas.

      Ella llevaba demasiado tiempo dirigiendo la situación. Y Gavin estaba decidido a que lo incluyera, de una forma u otra.

      –¿Es hijo mío de verdad? –preguntó él. Necesitaba escucharle decir las palabras. De todas maneras, al margen de lo que Sabine dijera, le haría una prueba de ADN para confirmarlo.

      Ella tragó saliva y asintió.

      –Parece una réplica tuya.

      Gavin se sintió cada vez más furioso. Habría podido entender que ella se lo hubiera ocultado en caso de haber dudado de si era el padre. Pero no había sido así. Sabine había querido tener que compartir a su hijo con él. Si no hubiera sido por su encuentro fortuito con Clay, seguiría ignorando que era padre.

      –¿Pensabas contármelo algún día, Sabine?

      –No –reconoció ella, sin dejar de mirarlo a los ojos.

      Ni siquiera iba a molestarse en mentir o fingir que no era una egoísta. Se quedó allí parada, desafiante.

      Sin poder evitar fijarse en sus curvas, Gavin intentó procesar la respuesta que le había dado, preso de un fiero deseo y de la más profunda indignación.

      –¿Qué quieres decir? –rugió él.

      –¡Habla bajo! –ordenó ella entre dientes, mirando nerviosa hacia su casa–. No quiero que nos oiga. Y tampoco quiero que los vecinos se enteren de todo.

      –Bueno, siento avergonzarte delante de tus vecinos. Resulta que acabo de descubrir que tengo un hijo de dos años. Creo que eso me da derecho a estar furioso.

      Sabine respiró hondo, aparentando una sorprendente calma.

      –Tienes todo el derecho a estar enfadado. Pero gritar no cambiará nada. Y no consiento que levantes la voz delante de mi hijo.

      –Nuestro hijo.

      –No –negó ella, levantando el dedo en señal de advertencia–. Es mi hijo. De acuerdo con su certificado de nacimiento, es hijo de madre soltera. Ahora mismo, no puedes reclamarlo legalmente. ¿Lo entiendes?

      Esa situación iba a ser remediada, y pronto.

      –Por ahora. Pero no creas que tu egoísta monopolio de nuestro hijo va a durar mucho.

      Sabine se sonrojó. Era obvio que no le gustaba su amenaza. Peor para ella, pensó Gavin.

      Ella tragó saliva, pero no retrocedió.

      –Son más de las siete y media de un miércoles, así que te aseguro que así es como van a quedar las cosas en el futuro inmediato.

      Gavin rio ante su ingenuidad.

      –¿Acaso crees que mis abogados no responden mis llamadas a las dos de la madrugada? Por lo que les pago, hacen lo que yo quiera y cuando yo quiera –señaló él, al mismo tiempo que se sacaba el móvil del bolsillo–. ¿Llamamos a Edmund para ver si está disponible?

      –Adelante, Gavin –le retó ella, aunque sus ojos delataban un poco de miedo–. Lo primero que harán tus abogados es solicitar una prueba de ADN. Y los resultados de una prueba de paternidad tardan, al menos, tres días. Si me presionas, te aseguro que no verás al niño hasta ese momento. Si hacemos la prueba mañana por la mañana, calculo que eso no será hasta el lunes.

      Gavin apretó los puños. Sabía que ella tenía razón. Lo más probable era que los laboratorios no trabajaran durante el fin de semana, así que el lunes sería lo más pronto que podría comenzar a interponer una demanda para exigir sus derechos como padre. Sin embargo, una vez que lo hiciera, era mejor que Sabine se anduviera con mucho cuidado.

      –Quiero ver a mi hijo –dijo él. En esa ocasión, su tono de voz fue menos exigente y acalorado.

      –Entonces, cálmate y suelta el móvil.

      Gavin se guardó el teléfono en el bolsillo de nuevo.

      –¿Contenta?

      Aunque Sabine no parecía contenta, asintió.

      –Ahora, antes de que entres, tenemos que aclarar algunas reglas básicas.

      Él tuvo que hacer un esfuerzo para no responder una grosería. Pocas personas se atrevían a imponerle normas. Pero Sabine era distinta. Por el momento, acataría sus reglas. Aunque no por mucho tiempo.

      –Tú dirás.

      –Primero, no puedes gritar cuando estás en mi casa o cerca de Jared. No quiero que lo disgustes.

      Jared. Su hijo se llamaba Jared.

      –¿Cuál es su nombre completo? –preguntó él, sin poder contener la curiosidad. De pronto, ansiaba saberlo todo sobre su hijo.

      –Jared Thomas Hayes.

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