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Gavin Thomas, así que me pareció adecuado –contestó ella, antes de proseguir con sus normas–. En segundo lugar, no le digas que eres su padre. Hasta que no esté legalmente confirmado y los dos estemos preparados. No quiero que se preocupe ni se sienta confundido.

      –¿Quién cree que es su padre?

      –Todavía no ha cumplido dos años. No ha empezado a hacerme preguntas sobre eso.

      –Bien –repuso él, aliviado porque su hijo no hubiera notado su ausencia–. Ya está bien de reglas. Quiero ver a Jared.

      –De acuerdo –aceptó ella, y abrió la puerta despacio.

      Gavin la siguió dentro. Había estado en su apartamento en otras ocasiones, hacía mucho tiempo. Pero, en vez de toparse con una bolsa de pinturas como en otros tiempos, estuvo a punto de pisar una cera azul. Un rápido vistazo le bastó para confirmar que las cosas habían cambiado. En una esquina, había un triciclo con dibujos de superhéroes y, a un lado, una pelota de colores. La televisión estaba encendida, con una serie infantil a todo volumen.

      Cuando Sabine se hizo a un lado, Gavin pudo ver al pequeño que había sentado delante del aparato. Ajeno a su presencia, el niño movía la cabeza y canturreaba siguiendo una canción que sonaba en la televisión.

      Gavin tragó saliva, clavado al sitio.

      Sabine se acercó a su hijo y se acuclilló a su lado.

      –Jared, tenemos visita. Ven a saludar.

      El niño se puso de pie y, cuando se volvió, Gavin se quedó sin respiración. Jared era exactamente igual que él de niño. Era como una fotografía suya. Tenía las mejillas sonrosadas manchadas de tomate y unos ojos enormes que lo observaban con curiosidad.

      –Hola –saludó Jared con una sonrisa.

      Tenso de tanta emoción, Gavin tardó más de lo que hubiera deseado en responder. Estaba delante de su hijo por primera ver.

      –Hola, Jared –saludo él y, sin mucha convicción, dio un paso hacia el pequeño y se agachó para ponerse a su altura–. ¿Cómo estás, campeón?

      Jared respondió en su idioma, que Gavin no supo descifrar. Solo pudo entender algunas palabras sueltas, como «macarrones», «cole» y «tren». Sin esperar respuesta, el niño tomó su camión favorito del suelo y se lo tendió.

      –¡Mi camión!

      –Es muy bonito. Gracias –repuso su padre, tomándolo en la mano.

      Entonces, alguien llamó a la puerta. Sabine se incorporó.

      –Es la niñera. Tengo que irme.

      Gavin tragó saliva, irritado. Solo había pasado dos minutos con su hijo y Sabine ya quería echarlo. Ni siquiera habían hablado sobre cómo iban a manejar la situación.

      –Hola, Tina, entra. Ya ha cenado y está viendo la tele –saludó Sabine a la mujer de edad mediana que acababa de entrar.

      –Lo bañaré y lo meteré en la cama a las ocho y media.

      –Gracias, Tina. Volveré a la hora de siempre.

      Con reticencia, Gavin le devolvió el camión a Jared y se levantó. Cuando se giró, vio a Sabine poniéndose una sudadera con capucha y echándose al hombro una manta enrollada para hacer ejercicio.

      –Gavin, tengo que irme. Esta noche doy clase.

      Él asintió y volvió a mirar a su hijo. El pequeño se había vuelto a sumergir en su programa favorito. Tuvo deseos de abrazarlo y despedirse, pero se contuvo. Habría tiempo para eso en otra ocasión.

      Por primera vez en su vida, había alguien que iba a estar vinculado a él durante, al menos, los siguientes dieciséis años. Y no lo dejaría marchar con tanta facilidad. Habría muchas más oportunidades de estar juntos.

      En ese momento, sin embargo, la prioridad era hablar con la madre de su hijo.

      –No necesito que me lleves.

      Gavin sujetó la puerta abierta de su Aston Martin con el ceño fruncido. Sabine no quería sentarse con él. Ella sabía que eso implicaría hablar de algo para lo que no estaba preparada. Prefería mil veces tomar el autobús, con tal de evitarlo.

      –Sube al coche, Sabine. Cuanto más tiempo discutamos, más tarde llegarás.

      Ella maldijo al ver cómo se le escapaba el autobús. No iba a llegar a tiempo a su clase, a menos que Gavin la llevara. Suspirando con frustración, se subió al coche. Él cerró la puerta del copiloto y se sentó a su lado.

      –Gira a la derecha en el semáforo –le indicó ella. Si se concentraba en darle instrucciones para llegar, igual tendrían menos posibilidades de hablar.

      Sabine no podía evitar sentirse culpable. Nunca había pretendido engañar a Gavin. Sin embargo, cuando se había quedado embarazada, le había asaltado un fiero instinto protector. Gavin y ella eran de dos planetas diferentes. Él nunca había correspondido a su amor. Lo mismo sucedería con su hijo. Había temido que Jared fuera para su padre una adquisición más del Imperio Brooks. Y Jared se merecía algo mejor.

      Por eso, había hecho lo que había creído necesario para proteger a su hijo y no pensaba disculparse por ello.

      –La segunda a la derecha.

      Mientras Gavin permanecía en silencio, Sabine se estaba poniendo cada vez más nerviosa. Era evidente que estaba muy tenso, cada músculo de su cuerpo parecía contraído. Tenía la mandíbula apretada, y no apartaba los ojos de la carretera.

      Lo cierto era que Gavin tenía mucha habilidad para ocultar sus sentimientos. Siempre lo había hecho cuando salían juntos. La noche que ella le había dicho que lo suyo había terminado, él no había demostrado ninguna reacción. Ni rabia, ni tristeza. Solo había aceptado su adiós con resignación y se había olvidado de todo. Era obvio que ella nunca le había importado.

      Cuando llegaron al centro donde Sabine impartía los talleres de yoga, él aparcó y detuvo el motor. Se miró el Rolex.

      –Llegas pronto.

      Era verdad. Todavía le quedaban quince minutos antes de poder entrar. Sería absurdo salir del coche y quedarse de pie delante de la puerta, esperando que el local se quedara libre para la siguiente clase. Así que lo único que podía hacer era quedarse allí sentada, con Gavin. Perfecto.

      –Dime, ¿tan malo he sido contigo? –preguntó él al fin, tras un largo silencio–. ¿Tan mal te he tratado? –añadió en voz baja, sin mirarla.

      –Claro que no.

      Gavin volvió la mirada hacia ella.

      –¿Te dije o hice algo mientras estuvimos juntos para que pensaras que iba a ser un mal padre?

      ¿Mal padre? No, pensó Sabine. Quizá, un padre distante, sí.

      –No, Gavin…

      –Entonces, ¿por qué? ¿Por qué me has ocultado algo tan importante? ¿Por qué me has impedido compartir la crianza de Jared? Ahora es pequeño pero, antes o después, se daría cuenta de que no tiene un padre como los demás niños. ¿Y si él pensara que yo no lo quiero? Cielos, Sabine. Aunque no lo hubiéramos planeado, sigue siendo mi hijo.

      Al escucharlo hablar así, todas las excusas que ella había preparado le resultaron ridículas. ¿Cómo iba a explicarle que no había querido que Jared creciera siendo un malcriado, rico, pero sin amor? ¿Cómo podía decirle que había querido tenerlo en casa con ella y no en un internado? ¿Cómo reconocer que no había querido que su hijo se convirtiera en un hombre egoísta y sin sentimientos como su padre? Eran solo excusas, admitió para sus adentros, fruto de un miedo irracional.

      –Temía que, si te lo decía, lo perdería.

      –¿Creíste que iba a quitártelo? –preguntó

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