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      Cuando volvía a casa al final de la semana, su madre lo esperaba sentada; el dinero que le procuraba aseguraba al menos comida para dos días. A su padre rara vez lo veía. En ocasiones, por la noche, lo despertaban sus ruidos e insultos; otras, al amanecer, cuando se vestía apresuradamente y salía a la calle con un trozo de pan en la mano, lo veía incorporarse en la cama empotrada y apoyar con dificultad los pies en el suelo. Pero también sucedía que el padre los sorprendiera regresando más temprano, sin estar lo suficientemente borracho como para dormirse enseguida, y que diera un puñetazo encima de la mesa o lo dirigiera hacia la cabeza de alguno de ellos. Jacob lograba por lo general refugiarse en la calle, donde se quedaba esperando hasta que amainaran las lamentaciones, en señal de que lo peor había pasado.

      Un día le dijo a su madre que no lo soportaba y que saldría a navegar tan pronto como tuviera edad suficiente. Ella no le respondió.

      Partió una tranquila tarde de verano, un sábado. Su padre había regresado más temprano y con su enorme mano había agarrado a Jacob por la nuca, inclinándolo hacia el suelo y rematando su acción con un golpe seco en la cabeza. Pero Jacob se enderezó de súbito y le propinó una patada en el cuerpo, haciéndolo caer hacia atrás. Acto seguido, agarró la gorra, abrió la puerta y se marchó. Oyó el croar de una rana, una vecina le gritó algo en la oscuridad. En el cuello del jubón llevaba sangre.

      Caminó durante dos días hasta llegar al puerto de Nieuwediep, sin hambre, sin cansancio. Allí vio fondeado un barco listo para zarpar. Un hombre lo llamó haciendo bocina con las manos. Jacob saltó a una yola, le dieron dinero para ir a comprar tabaco y, cuando regresó con él, estaban maniobrando el molinete del ancla. Uno le dijo que lo ayudara y así lo hizo, sin que nadie supiera que no pertenecía allí. Sólo a la mañana siguiente, cuando apareció en la cocina junto con los demás, el cocinero le preguntó quién era. Lo condujeron frente al capitán, un hombre gordo que ordenó que le dieran cinco golpes, pero que luego lo hizo volver, le preguntó por la edad e inquirió si tenía hambre.

      El contramaestre se percató enseguida de que sabía manejar la jarcia, y el maestro velero, cuando supo dónde había trabajado, pidió que se lo asignaran como ayudante. Le dijo que subiera a revisar la jarcia superior, y en su primera mañana de trabajo Jacob fue trepando de un estay a otro, cumpliendo tareas difíciles. El capitán, que había estado observando, le dio unas palmadas en la espalda y le prometió una paga. Ya no era ningún niño, en aquel primer viaje se convirtió en un joven trabajador, dedica-do en cuerpo y alma a su oficio. No hablaba, sólo se fijaba en las velas y sus jarcias.

      Se quedó navegando por las Indias hasta que le cambió la voz. Un buen día despertó de un sueño con una congoja que le hizo contemplar la lejanía como había hecho de niño alguna vez. La nostalgia le tiraba para que volviera a Ámsterdam, por más que sabía que allí no encontraría nada preciado, nada más que una escalinata en la que se había sentado su hermana, nada más que el recuerdo de un rostro. Aun así, el calor se le hizo insoportable, el color del cielo, del mar y las montañas lo aburría, las palmas le molestaban. Sintió la necesidad imperiosa de volver a ver el cielo gris y los oscuros canales de su ciudad, de oír hablar a su gente. Su melancolía no hacía otra cosa que ver y oír Ámsterdam.

      Se enroló en un barco grande. Durante la travesía falleció el maestro velero, y Jacob, muy joven aún, obtuvo su puesto.

      Regresó y volvió a ver la casa en la que había nacido, una fachada inclinada hacia delante, ladrillos corroídos de color marrón, los peldaños desgastados que conducían a la vivienda del sótano. Había una chica sentada a la mesa, su hermana pequeña, una pobre figura, un rostro pálido. Habla-ron toda la mañana y ella sirvió café. La madre había fallecido, el padre era peor que antes. También ella tenía que salir a trabajar, y además pedir mucho prestado, porque el dinero no alcanzaba. Jacob la escuchaba mientras hablaba, y deslizaba al mismo tiempo la vista por las paredes; le pareció estar buscando algo que no encontraba. Le dio dinero a su hermana y se marchó.

      Antes de partir se encontró con Jan de Ruiter, Dirk Janse y Hendrik Meeuw, muchachos del barrio que, al enterarse de cómo le había ido, también quisieron salir a navegar. Todos se embarcaron en el mismo barco con rumbo a las Indias.

      Jacob se sentía aliviado. En el cementerio había una lápida con un nombre. Ahora que ya no podían maltratar a su madre, dejaba atrás únicamente a esa hermana menor, a la que después de cada viaje podía entregar dinero suficiente para su manutención. Sabía que su único hogar estaba en la mar, aunque a su ciudad volvería a verla periódicamente. A bordo viajaban amigos de su misma calle.

      Si bien continuó siendo serio y parco de palabras, por las noches escuchaba las canciones y las historias. Por lo demás, dado que no hacía guardias, se le veía levantado desde temprano hasta tarde, ora aquí, ora allá, envuelto en hilos y cordones, empuñando punzones y la maza. Gracias a su atención continua a las herramientas, a la manera en que querían ser utilizadas, a la particularidad de cada paño y cada vuelta, a cómo una cosa sirve mejor para esto, la otra para aquello, adquirió la capacidad que satisface más al trabajador que el elogio que cosecha. A la edad de veintitrés años, Brouwer tenía fama de ser el mejor maestro velero que pudiera encontrarse.

      Sucedió que, estando con licencia, presenció en el astillero la botadura del barco que en la popa llevaba la inscripción Johanna Maria. Meeuw, De Ruiter y Janse afirmaban que nunca habían visto nada más hermoso que la manera en que el casco hendió las aguas, y a los tres les pareció un barco a su gusto. Por eso decidieron esperar junto con Brouwer hasta que hubiera terminado de construirse.

      Brouwer fue el primero en ser contratado por los armadores. El día en que subió a bordo sintió un hormigueo en la sangre, fue su radiante felicidad lo que vio en él el capitán cuando enfiló hacia la proa, la dicha excepcional de aquellos que extraen certeza de una simple fe. La mano que tocó el mástil era suave y fuerte, no por la ternura del ánimo o por la fortaleza de los músculos, sino por el calor que emanaba. El afecto puro y desinteresado se percibe por más que se intente esconderlo; los marineros no tardaron en decir que Brouwer podía hacer con el barco lo que quisiera, al comprobar que no eran sólo sus músculos los que le permitían hacer sin esfuerzo un trabajo que a otros hacía sudar, tras advertir en un instante cómo debía hacerse. Tesaba un amante con un par de movimientos, como deslizándolo por las manos, mientras que otro hombre igualmente vigoroso debía tirar de él con todas sus fuerzas. Buscaba conocer todo lo perteneciente al barco, no para poder sacarle provecho ni por mero interés o curiosidad, sino para saber qué podía ser mejor para éste. Hacía el trabajo tanto con el alma como con las manos.

      Los armadores eran los propietarios; el capitán Wilkens, el patrón del barco, de forma pasajera como suelen serlo los patrones y los propietarios; Brouwer lo conocía y lo entendía, y poseía la perdurabilidad del entendimiento.

      IV

      Antes de la segunda partida, el capitán Wilkens se despidió de uno de sus hijos que estaba postrado y del que el médico había dicho que podría quedar con una pierna coja. Se había visto obligado a pedir un anticipo a los armadores. Cuando largaron velas, impartió las órdenes de forma hosca, la mirada orientada hacia tierra. Soplaba un fuerte viento nordeste, y mientras ponían a la Johanna Maria en derrota, bajo el cielo oscuro se vislumbró la costa, blanca por la nieve. El barco comenzó a cabecear y a embarcar agua, escoró por un exceso de paño, pero Wilkens, que iba y venía a barlovento, no le prestó atención. Pasado el mediodía, el piloto mandó recoger algunas de las velas, tras lo cual varios pasajeros se ani-maron a salir a cubierta. Cuando desapareció de su anteojo lo último de la costa holandesa, el capitán dio orden de fachear tan

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