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con permiso, el propietario de una plantación, un administrador; sin embargo, eran en su mayoría personas jóvenes al principio de sus carreras, un comerciante que tenía allí un negocio que atender, flamantes funcionarios de gobierno, tenientes recién salidos de la academia, un hijo de padres acomodados que regresaba del internado, señoritas que eran enviadas a las Indias. Promediando mayo, cuando en el norte de Europa todavía puede escarchar por las noches, se embarcaron con sus arcas, fardos, cestas colmadas de abastos de cuanto pudiera resultar necesario durante el largo viaje. Ello provocó una gran algarabía en la popa, de gente haciendo las presentaciones mutuas de rigor, llamando al mayordomo aquí y allá, distrayendo de sus tareas al piloto para entablar conversación con él, los rostros encendidos pese a que había granizo en el aire, aunque todos se retiraron temprano a dormir.

      Y quienes al día siguiente madrugaron oyeron cómo estaban baldeando ya la cubierta, se dictaban y ejecutaban órdenes, se hacían correr las po-leas y usaba su silbato el contramaestre mientras golpeaba el agua contra la banda.

      Cuando el viento sopló desde la dirección adecuada, y sin esperar la hora establecida, el capitán le dio al barco lo que requería: la mar. Transcurridas cuatro ampolletas de la guardia de alba, casi todas las velas estaban llenas y la Johanna Maria, cómodamente sotaventada, hendía las aguas de color verde claro, salpicando y espumando en la proa, produciendo el salino burbujeo que refresca y despierta la sed y da ganas de avanzar rápidamente.

      El capitán Wilkens, desde el castillo de popa, contemplaba la escena des-de los gallardetes hacia abajo, los ojos radiantes de alegría. Las nubes, de las que acababa de caer un chaparrón que había abrillantado la blancura del velamen, se movían con rapidez en pos de las claras dunas de la costa, aun cuando desde el norte se aproximaban otras más coronando un mar oscuro. Para zarpar no cabía desear un viento mejor. Cuando supo que la velocidad era de doce nudos, se frotó las manos. En ese instante divisó al maestro velero mirando hacia arriba delante del palo mayor, y algo en su mirada lo contrarió. En un arrebato de irritación, lo mandó llamar y le preguntó qué era lo que fallaba. Brouwer, sorprendido por el tono, respondió simplemente que no había nada malo, pero que sólo ahora podía valorar a ciencia cierta sus velas. No obstante que el capitán sabía que no tenía motivo para el disgusto, sentía que algo había en aquel hombre que no terminaba de agradarle. Ambos eran hombres rectos, pero no se entendían, y la mirada con la que Brouwer escrutaba el velamen era suficiente para que el capitán lo soportara poco, aun a sabiendas de que no le hacía justicia. Debe de ser una fuerza que sale de entrañas más profundas que el corazón la que hace que dos hombres, cuyas bondades muchos atestiguan, sientan mutua aversión, acompañada a veces de odio; no hay razón ni buena voluntad que les valga, uno no entiende la palabra que pronuncia el otro, por más clara que sea para cualquiera.

      Ya al comienzo de la primera travesía se puso de manifiesto de forma desagradable esa desavenencia. El viento norte remitió, y cuando la Johanna Maria se adentró en el canal de la Mancha, había niebla. A la altura de Beachy Head quedó prácticamente inmovilizada y casi no brandaba, pese al oleaje. Todo el mundo había salido a cubierta. Al promediar la mañana se puso en movimiento, y cuando la niebla se disipó, por más que habían hecho sonar la sirena a intervalos regulares por ambas bandas, divisaron de pronto una pequeña embarcación atravesada de frente. No sabía el capitán de dónde había salido, pero vio inesperadamente a Brouwer dando un brusco golpe de timón. Tan sólo el botalón de bauprés dio contra el otro barco. El capitán Wilkens soltó una maldición e insultó al velero, ordenándole que abandonara el castillo. Arend Bos, allí presente, consideró que el capitán trataba injustamente a su compañero, y aunque tenía edad suficiente para conocer las reglas, no pudo contenerse y le dijo que había sido precisamente esa intervención la que había logrado evitar males mayores. Acto seguido, como se merecía, el capitán lo conminó a callar.

      Eran ya dos —y de los mejores— los navegantes que pensaban que el capitán juzgaba con demasiada precipitación. Si bien era cierto que Brouwer no tenía derecho a sostener la rueda del timón, es obligación de todo marino, independientemente de su rango o condición, intervenir en favor de la nave al advertir en una emergencia si otros no lo hacen; el timonel era un joven inexperto, Bos no había visto el peligro, el capitán tampoco, y éste se negaba a reconocer que Brouwer lo había evitado.

      Cuando el barco volvió a navegar a vela llena, quedaron otra vez todos contentos. Pero entre el capitán y el contramaestre ya no hubo más que una gran reserva, y no intercambiaron más palabras que las que les imponían sus obligaciones.

      Mientras, la fragata había acometido su tarea, comportándose acorde a su construcción y a las expectativas, con solidez y calma, honorabilidad y perseverancia, emulando a los barcos que llevaban siglos forjando la prosperidad de Holanda, barcos cuyas historias no diferían de las de los señores y los marinos: trabajo, cuidado, retribución, lealtad.

      II

      Aunque abundaran los barcos que navegaban bajo pabellón holandés, los capitanes crueles o aviesos debieron ser una rareza, pues todos los marineros conocían sus nombres. Quien se hace a la mar a edad temprana aprende a dar y a recibir ayuda pronto, comparte día y noche con sus camaradas idénticos intereses, en los que, libre de envidias, puede medrar cuanto hay de bueno en su carácter. Y cuando tiene edad suficiente para cargar con la responsabilidad del mando, conoce a sus subalternos, sus empeños y su buena voluntad, y les ofrece su bondad a cambio.

      Pero Jan Wilkens era un hombre de corazón tierno, a tal punto que a veces su debilidad lo hacía fallar. Además, era de aquellos individuos cuyo corazón aspira a colmarse de un solo sentimiento y para quienes, cuando lo más preciado se encuentra en tierra, navegar se convierte en una carga. Siendo aprendiz, se marchó a las Indias y permaneció allí varios años, reservando lo mejor de sus pensamientos para la casa donde vivía su madre. En la rada, dejaba que otro disfrutara su permiso para bajar a tierra y se quedaba a bordo, contemplando la noche con la mirada absorta, intentando imaginarse cómo estaría la casa, hasta que, sin que nadie lo viera y sin vergüenza, soltaba las lágrimas. Únicamente la tarea que él mismo se había impuesto lo retenía en esas comarcas; servía de segundo piloto en un pequeño barco que navegaba entre las islas periféricas y Java, lo que le permitía enviar a su madre la mayor parte del sueldo. Sin embargo, después de trabajar ocho años por ella sin descanso, anhelándola, llegó la noticia de su defunción. El golpe tuvo en él un gran impacto, le sobrevino una profunda congoja. Regresó a Holanda alegando que ya era hora de hacer los exámenes, pero callando lo que realmente lo impulsaba: la urgencia de vol-ver a ver su hogar, las habitaciones, los muebles, que en su recuerdo ha-bían adquirido brillo. Y cuando hubo pasado un largo verano rodeado de libros en una casa solitaria, a la sombra de los árboles que bordeaban un pequeño canal, y aprobado el último examen, se buscó una colocación sobre todo para librarse del vacío asfixiante. Wilkens ya era consciente de que la navegación marítima, que había de ser su oficio, no podía darle satisfacción.

      Ésta llegó de forma inesperada a su regreso del primer viaje. Fue en una fiesta ofrecida por los armadores donde conoció a la muchacha que despertó en él un nuevo y mayor amor. Los días discurrieron rápidamente entre la descarga y la carga y tan sólo pudo trasladarse unas pocas veces a Ámsterdam, donde, sin embargo, no supo hacer otra cosa que pasar por el domicilio de ella y seguir de largo. Encima Wilkens, zurdo como todos los que sucumben al primer encantamiento del amor, nunca había aprendido el arte de pretender la mano de una chica. Pero antes de zarpar, la ocurrencia lo llevó a hacer lo mejor que podía hacer: llamó a la puerta, lo hicieron pasar y pidió su mano al padre. La respuesta fue una breve negativa, aduciéndose como motivo la diferencia de condición social. Entonces escribió una larga carta, se puso a otear la calle hasta que la vio salir y la dejó boquiabierta con la carta en la mano cuando desapareció. Y antes de levar anclas le llegó una carta de respuesta, que guardó sobre el pecho todos los meses que permaneció en el océano. En las horas más tranquilas de guardia, volvió a ver por encima de los mástiles, entre las estrellas ora a barlovento, ora a sotavento, la imagen más querida

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