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La fragata Johana Maria. [Frederik Van Eeden
Читать онлайн.Название La fragata Johana Maria
Год выпуска 0
isbn 9786077640981
Автор произведения [Frederik Van Eeden
Жанр Языкознание
Серия Colección de literatura holandesa
Издательство Bookwire
El deber hacia el barco se hizo sentir por primera vez con creces cuando no le concedieron más que una semana de luna de miel. Su mujer lo acompañó hasta el puerto de Nieuwediep, y el pañuelo que agitó o con el que se enjugó las lágrimas fue lo último que alcanzó a divisar en tierra firme, una mancha blanca que significaba tristeza en los pensamientos con los que el viaje se hizo corto de días y largo de felicidad. Hizo su trabajo casi con alegría.
Sin embargo, a su primer regreso a casa lo esperaba un cúmulo de preo-cupaciones, tantas que Wilkens, al multiplicarse como suelen hacerlo con el correr de los años, sólo atinó a afrontarlas con la fuerza de la juventud, sin lograr nunca ahuyentarlas del todo. Una mujer enclenque, una criatura enclenque, gastos demasiado elevados para su fortuna, soberbia y deshonestidad por parte de los nuevos parientes, indignación causante de desavenencia, varias cosas que quedaron sin aclarar cuando hubo que volver a levar anclas. Así, Wilkens partió con incertidumbre sobre la suerte de los suyos al igual que tantos otros, sólo que él vivía atormentado por ello; si las necesidades del barco lograban distraer sus pensamientos, aquello que mueve el corazón estaba firmemente orientado hacia el cuarto donde su mujer amamantaba a su hijo. De no haberlo colmado de continuo el deseo, los tormentos tal vez habrían resultado más ligeros, pues le estaba dado lo mejor: amor y amor correspondido, un hogar donde nacían hijos, y ventura en el trabajo.
Jan Wilkens era joven todavía cuando los armadores le confiaron el mando de su nuevo barco. Ya al cabo del primer viaje pudieron manifestarle su satisfacción ofreciéndole una participación en la carga mayor a la estipulada. El diario de navegación mencionaba un viaje de ida de ochenta y cinco días, sin más percances que la pérdida de unos palos; el de vuelta, de una duración mayor, no registraba más daños que los sufridos por alguna que otra vela menuda y algunas perchas. Las particularidades correspondientes carecían de la importancia necesaria para justificar su asiento.
En el Atlántico meridional reinaba una calma chicha, que tuvo al barco cautivo durante varios días bajo un sol de justicia. Todos esperaban con impaciencia que volviera a soplar el viento, en primer lugar el capitán, pues le tiraba su hogar y había prometido a los propietarios un viaje veloz. Cuando el viento llegó, se volvió inesperadamente tan fuerte que no consiguieron cargar y arrizar las velas a tiempo y dos perchas del palo trinquete se rompieron. Antes de ponerse a reparar las velas, que, como ya había dicho anteriormente, en su opinión eran demasiado anchas, Brouwer pidió permiso al capitán para acortarlas. Éste se negó, recrimi-nando al velero que no entendía su oficio, ante lo cual Meeuw y otro levantaron la vista asombrados, porque todos a bordo sabían que no era verdad. Brouwer devolvió las velas a su estado original, sus camaradas vieron que no podía hacerse mejor, y el mismo día volvieron a rifarse. Si bien le costó trabajo, el capitán Wilkens comprendió que era necesario decirle a Brouwer que las estrechara y reconoció que se había equivocado, pero el tono de su voz reveló que estaba irritado. Este hecho, por nimio que fuera, lo rebajó ante los verdaderos navegantes, porque un barquero que no pone su barco —con todo lo que a él pertenece, incluidas las vidas humanas— por encima de todo, por encima de sí mismo, de sus sentimientos, su ambición, su orgullo o mal talante, no es hombre en que puedan confiar.
Hay personas que ejercen su profesión a conciencia, y sin embargo todo su trabajo permanece ajeno a su vocación. Si un barco pudiera hablar, le habría dicho a Wilkens: ciertamente has hecho por mí lo que correspondía atendiendo a tu deber, pero nada más. Y pocos entienden el significado de ese “más”.
Él mismo conocía la carencia, pero el daño que causaba sólo pudo sentirlo cuando ya no tuvo fuerzas para otro. En aquel primer regreso a casa se apostó orgulloso —y con razón— en el castillo cuando la Johanna Maria se aproximaba al puerto de Nieuwediep y, describiendo una elegante curva, llegó a su fondeadero.
III
Jacob Brouwer había nacido en Oostenburg, una barriada próxima al puerto de Ámsterdam, en una calle donde las casas, viejas y medio hundidas, se encontraban por debajo del nivel del agua. Fue en un sótano compuesto por una sola habitación que, como la camareta de una barcaza, recibía la luz del día desde arriba. La puerta era tan baja y tan estrecha que su padre, un hombre corpulento, capataz de obras de cimentación, tenía que franquearla de lado, agachando profundamente la cabeza. No tenía cerradura, porque unas grandes botas siempre la abrían y cerraban de una patada.
Jacob tenía seis años cuando la emoción forjó por vez primera una ima-gen que recordaría toda su vida. En la pared humeaba una lámpara que producía una luz rojiza; pisando agua, los pies bien separados, su madre se inclinaba sobre una tina, sosteniendo en brazos a una criatura recién nacida y amamantándola con el pecho al aire. En la negra abertura de la puerta apareció una bota que la alcanzó en medio de los riñones, haciendo que cayera hacia delante encima de la tina. Hubo un grito clamoroso, se percibió un olor acre a ginebra y moho. Jacob sintió la salinidad de una lágrima en sus labios.
La mayor emoción posterior no sólo engendró una imagen en el re-cuerdo, sino que permaneció y se acrecentó, convirtiéndose en la pasión de su vida, su servicio y veneración. Ignoraba cuántos hijos habían tenido sus padres, no conocía más que a dos hermanas, una que lo había llevado en brazos cuando todavía no sabía andar, la otra con la que jugaba. La mayor inclinaba a veces su pálido rostro hacia él, agachándose, y entonces él veía en sus ojos algo que le era más caro que su propia madre y le hacía estirar los brazos para tocarla. Cuando ella pasaba al otro lado de la puerta y se sentaba en un peldaño a pelar papas al sol, él se apartaba de los otros niños y se sentaba junto a ella, contemplando sus manos. Cada vez que ella pronunciaba su nombre, sentía la suave sonoridad de su voz.
Era invierno cuando ella empezó a toser, y le tocó a él hacer todos los recados. Un domingo, al regresar con una cesta de turba, vio a su hermana sentada en una silla, las piernas desnudas bajo una simple camisola; le sangraba la rodilla y en el suelo yacían trozos sucios de nieve caídos de una bota. Después de aquel día, rengueó.
Luego llegó la gran emoción, que no fue más que silencio.
Por los vecinos, que contemplaban la escena cuando se llevaron el féretro, se enteró de que su nombre era Johanna, y así la llamó en adelante en sus pensamientos. El invierno mantuvo su oscuridad por mucho tiempo. Con la otra hermana ya no pudo seguir jugando cuando la lejanía empezó a tirar de él; ésta lo conducía por caminos desconocidos, pero él no veía nada que lo detuviera, y escrutaba siempre el final, donde debía haber otro camino. Así, en una ocasión llegó hasta las puertas del nuevo cementerio y supo enseguida que la habían llevado allí. Entró como otros y siguió a unas personas que iban leyendo los nombres de las lápidas. Había aprendido a leer por su cuenta en poco tiempo, pero no encontró ninguna lápida con el nombre de su hermana, y por eso nunca más regresó.
Se mantenía alejado de casa errando por los muelles del Y,2 pues había pasado a ser él el blanco de los golpes, y su madre le daba la venia para volver al hogar cuando el padre dormía. Se iba solo, ya que los otros niños se quedaban jugando en el barrio, y su boca se fue sellando. Junto al agua empezó a conocer la luz cambiante de las nubes. A veces pescaba algún trocito de madera procedente de un barco, sentía el sabor salado que traía del mar y aspiraba el olor a alquitrán.
En un taller de velería, frente al cual se había quedado mirando a me-nudo, le dejaron deshilar cuerdas viejas para hacer estopa, lo que le permitió llevar cada semana un chelín3 a casa de su madre. Se familiarizó con la lona tal y como venía del tejedor, y con las cuerdas tal y como venían del cordelero. Como tenía brazos fuertes, le dejaban desenrollar los paños de lona y ayudar a extenderlos, y no tardaron en permitir que