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      Primera edición en MINIMALIA, noviembre de 2011

      Director de la colección: Alejandro Zenker

      Coordinadora editorial: Fatna Lazcano

      Gestor de proyectos editoriales: Rasheny Lazcano

      Cuidado editorial: Elizabeth González

      Coordinadora de producción: Beatriz Hernández

      Coordinadora de edición digital: Itzbe Rodríguez Ciurana

      Portada: Carlos González

      *La traducción de esta obra se realizó con el apoyo del Fondo de las Letras Neerlandesas (Nederlands Letterenfonds).

      © 2011, Solar, Servicios Editoriales, S.A. de C.V.

      Calle 2 número 21, San Pedro de los Pinos.

      03800 México, D.F.

      Teléfonos y fax (conmutador):+52 (55) 55 15 16 57

       [email protected]

       www.solareditores.com

       www.edicionesdelermitano.com

      ISBN 978-607-7640-98-1

      Hecho en México

      para mi hijo Arthur

      Índice

       I

       II

       III

       IV

       V

       VI

       VII

       VIII

       IX

       X

       XI

       XII

       XIII

       XIV

       XV

       XVI

       XVII

       XVIII

       XIX

      I

      La fragata de tres palos Johanna Maria fue botada en los astilleros del barrio de Oostenburg, de Ámsterdam, un día de febrero de 1865. No soplaba nada de viento y el ambiente estaba cargado de humedad, pero el blanco resplandor del sol atravesaba la neblina, iluminando el rojo recién pintado de la quilla y el igualmente flamante del pabellón. Una vez libe-rado por la mano de una niña, el casco comenzó a deslizarse lentamente acompañado de los gritos de hombres, precipitándose luego hacia delante y zambulléndose con estrépito en el agua, que salpicaba por encima de la proa, hasta que crujieron y rechinaron los cables que lo sostenían. Flotaba allí un barco que se mecía en el ligero oleaje con los colores de su bandera reflejados en el canal.

      Mañana y tarde había en el muelle hombres con sotabarba mirando; a veces alguno guiñaba un ojo antes de seguir su paso, a veces otro se quitaba la pipa de la boca para decir una palabra; una inclinación de la cabeza denotaba admiración, pero ninguno dejaba de entornar los ojos en señal de duda al medir la altura de los palos y masteleros. En efecto, aunque la Johanna Maria era de factura robusta y contaba con una proa elevada y una opulenta armadura, sus gallardetes coronaban un aparejo por demás temerario. Cuando estuvo concluida y los armadores —los señores Ten Hope— vinieron a pasarle revista, acompañados del maestro constructor y del capitán, ellos mismos consideraron que los mastelerillos debían recortarse; sin embargo, el capitán, que era un hombre feliz, les habló sonriente de unos aparejos idénticos con los que los ingleses registraban velocidades portentosas, y se comprometió a emularlos siempre que los señores le consiguieran una carga adecuada. Después de estas palabras, visitaron cada sector de proa y de popa, las bodegas, la cocina y el rancho, y cuando estuvieron de vuelta en la cámara, satisfechos por la solidez e impecabilidad de los trabajos, ratificaron con vino renano su confianza en la divisa que ostentaba su propiedad. A partir de ese día, el capitán Jan Wilkens ejerció el mando.

      En el trajín de los días siguientes se desgastó lo nuevo de la cubierta; los barriles de aceite y de cebo formaron en ella manchas que hacían relucir las vetas de la madera, las cadenas y poleas le produjeron abolladuras al caer, las pesadas cajas, arcas y cubas dibujaron en ella gruesas líneas, las botas de los estibadores trajeron barro que pese al fregado no tardó en colorear los contornos de las escotillas. Era una carga generosa, si bien su diversidad no agradó al capitán, con lo que él mismo descendió a las entrañas de la bodega para cerciorarse de la distribución correcta de las distintas piezas. Mientras tanto, también se había personado a bordo el piloto, en quien confió desde el primer encuentro, pero aún ignoraba sus capacidades y él siempre había preferido hacer en persona lo que no le estaba permitido delegar en otro.

      Al quedar el barco más sumergido, el aparejo parecía aún más alto; con todo, una noche en que soplaba un fuerte viento, el capitán y el piloto no percibieron prácticamente ninguna oscilación contra el cielo estrellado.

      La tripulación se había enrolado y subió a bordo. Para la mayoría, la embarcación no sería más que un lugar de paso, donde encontraban trabajo, comida y lecho, un cobijo temporal que abandonarían por otro mejor o peor, cada cual por su propio motivo, aunque casi todos por la inquietud que atormenta a los marinos, sea al navegar, sea en tierra. A quien se hace a la mar lo embelesan los horizontes, el espacio y la luz, aun cuando al mismo tiempo ve, mejor que quien se queda a vivir

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