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Los árboles en la cuesta. [Sung-won Hwang
Читать онлайн.Название Los árboles en la cuesta
Год выпуска 0
isbn 9786077640905
Автор произведения [Sung-won Hwang
Жанр Языкознание
Серия Colección literatura coreana
Издательство Bookwire
—Es verdad, al principio me dolió mucho porque la herida se infectó.
—Y, ¿qué sabes de Yungu?
—¿Yungu? Está aquí. ¿Por qué?
—Qué bien. Creí que esa noche le había pasado algo fatal.
—Ese día lo capturaron, pero después logró escapar.
—Caray, experimentó lo bueno. Y, ahora, ¿dónde está?
—Creo que esta mañana fue a Jwachon. Necesitaba informar sobre la comunicación. Como son las cuatro, ya debe estar de vuelta.
Los soldados que conocían a Jyonte se acercaron y lo saludaron. Había varios nuevos. Eran soldados llegados para cubrir ciertas ausencias, lo cual le reconfirmó que muchos compañeros habían muerto en los combates sucedidos días antes del armisticio. Al nombrar uno por uno a los ausentes, se pusieron tristes. Sin embargo, no se podía negar que esa tristeza se mezclaba con la alegría de que ellos, en cambio, estaban vivos. ¿Quién podía reprochárselo? Nada más se cuidaban de no expresarla ante otros.
Yungu llegó de Jwachon poco antes de la hora de la cena. Después de comer, cuando volvieron a su tienda de campaña, Jyonte le habló:
—Creí que te había pasado algo malo. Pregunté por ti a los heridos que llegaban al hospital, pero nadie me supo dar noticias tuyas. Mira, traje esto pensando en celebrar un humilde rito por tu alma —sacó de su mochila dos botellas de aguardiente y tres calamares secos—. Ahora será para celebrar tu vuelta a la vida. A ver, aunque el estómago esté lleno, tomemos mientras me cuentas cómo te fugaste.
Destapó la botella con los dientes y le sirvió a Yungu en el pocillo. Yungu, cogiendo el envase con mucho cuidado, comenzó su relato:
—Aquella noche decidí escaparme hacia el sur, desde donde se oían los cañones de nuestra tropa. Más tarde supe que había cometido un error. Debí ir hacia el este.
Los enemigos los habían sitiado por el oeste y el sur en varias líneas. Por lo tanto, aunque él creía que se había escapado, prácticamente se encontraba dentro de las líneas enemigas. Así, toda la noche dio vueltas en el territorio sitiado, bajo una terrible lluvia.
Al amanecer se metió en un hueco lleno de agua y ahí encontró a otra persona. Era el famoso y problemático cabo Kim. Ambos, agotados y sin ganas de hablar, estuvieron quietos dentro del mismo agujero. Después de un buen rato, Kim balbuceó: “Qué bueno sería si atacaran en la mañana”. Después de un rato, habló otra vez: “Dicen que es preferible ser capturado por los chinos que por los norcoreanos”. Por esta guerra el pueblo llegó a saber una verdad: los coreanos son más crueles con sus propios hermanos. Era muy común que, en vez de tratar a los capturados como rehenes de guerra, después de un breve e inmediato juicio los fusilaran.
Sería por suerte o quizá no, el caso es que Yungu y su gente fueron capturados por el ejército chino, que los llevó a Kumsong, donde estaban los campamentos enemigos. Los metieron en una casucha junto a un edificio destruido que apenas los protegía del viento y la lluvia. El piso de tierra estaba cubierto por unos tapetes empapados de agua. Habría unos cincuenta capturados. Pronto empezaron a examinarlos.
El hombre de más de cuarenta años, con la insignia de capitán del ejército norcoreano, estaba sentado detrás de una mesa vieja en otra casucha pequeña y rústica, igual a la de los capturados. Le preguntó con amabilidad nombre y edad, luego su categoría. Soldado raso. La mentira preparada salió sin titubeos. ¿Lugar de nacimiento? Seúl. Yo también soy de Seúl. ¿Y sus padres? Fallecieron cuando era niño. ¿Entonces? Crecí bajo la tutela de mi tío. ¿Dónde se encuentra su tío ahora? Su familia murió durante el bombardeo del 28 de septiembre. Aquí el examinador mostró compasión por la situación de Yungu. Luego siguió preguntando: ¿En qué trabajaba su tío? Agente de una compañía de seguros. ¿Qué hacía usted cuando estalló la guerra? Estudiaba en la universidad. ¿Qué especialidad? Comercio. El hombre meneó la cabeza. ¿Cómo pudo su tío, siendo agente de una compañía de seguros, educar a su sobrino hasta la universidad? Trabajé como profesor particular y vivía en la casa de mi alumno. Ah, usted sufrió mucho. Otra vez movió la cabeza. ¿Cuándo entró al ejército? En la primavera de este año. ¿Cómo evadió el servicio militar hasta los veinticuatro años? Huía. El hombre tocó en la mesa con el lápiz que tenía en la mano. Y cuando Seúl estaba bajo nuestro mando, ¿por qué no se enroló en nuestro ejército? Yungu no tenía la respuesta para esa pregunta. No podía contar la verdad: vivía escondido debajo de la sala. Al verlo vacilar, el hombre sonrió. ¿No quisiera entrar en nuestro ejército en este momento? Dudó. Claro, no tiene que responderme de inmediato. Piénselo más. Luego cambió de tema. De los que están aquí, ¿quiénes son oficiales? No hay ninguno. Yungu comprendió por qué le preguntaba por ellos: querían averiguar algunos secretos. Por esa razón, antes de que los atraparan, habían arrancado de sus uniformes todas las insignias y tirado todas las identificaciones, de manera que ni ellos sabían quién era soldado raso y quién era oficial. Yungu había contestado así no porque abogara por los oficiales, sino porque en realidad no conocía a ninguno. El hombre se puso serio. Eres un mentiroso. ¿De verdad no hay ningún oficial? No, señor. El hombre alzó la voz. Eres un perrito del capitalismo. Mira, dijiste que eres de la especialidad de comercio, ¡qué mentira! No tienes la menor noción numérica. En primer lugar, te confundiste al calcular el tiempo. Dices que entraste al ejército esta primavera, pero estoy seguro de que llevas más de dos años en la vida militar. ¿Ves? Lo correcto no es la primavera de este año, sino de hace dos o tres años. Tu mirada lo dice todo. Mirada tranquila, pero en pleno movimiento. Es suficiente con echar un vistazo a tus ojos. Cuando tu pueblo estuvo bajo nuestro control, debes haber estado planeando algo contra nosotros y soñando algo reaccionario.
Después del interrogatorio les dieron un puñado de arroz mezclado con cebada. Cuando todos comían, entró un soldado del norte y llamó a alguien. Todas las bocas dejaron de masticar. Silencio absoluto. Otra vez dijo el nombre. Uno se levantó apenas. Era un joven de baja estatura. Caminó detrás del soldado. Por un momento movió la garganta. Había pasado la comida contenida en la boca.
A mediodía cesó la lluvia y el cielo empezó a despejarse. En la tarde escampó completamente. Tenían ganas de secar al sol su ropa mojada. El crepúsculo seguía con un hermoso color rojizo, ajeno al sentimiento de los prisioneros de la casucha. Cuando la noche empujó al crepúsculo, los sacaron, los formaron en fila y los hicieron caminar. Hasta ese momento el joven de la mañana no había vuelto.
Por cada cinco o seis rehenes había un guardia con carabina. Los capturados caminaban sin saber hacia dónde. Las estrellas les hacían suponer que iban hacia el norte.
Habrían caminado unos cuatro kilómetros, cuando llegaron a un valle angosto. De repente dieron la orden de alto. Al principio creyeron que era un descanso, pero nadie les dijo que se sentaran. Más bien, les pidieron que mostraran todas sus pertenencias. Pronto se oyeron amenazas. ¡Carajo!, ¿crees que soy tonto? Tienes cosas escondidas. A Yungu también le quitaron el reloj que se había guardado en la cintura, amarrado en la punta de su camisa, previniendo este caso.
Reanudaron la marcha. Yungu, a pesar de la oscuridad, empezó a contar las colinas que pasaban: hasta ahora eran cuatro. Al bajar de la cumbre de la quinta colina los dejaron descansar. Los soldados del norte fumaban ocultando las luces del cigarrillo con las manos.
De nuevo empezaron a caminar. Cuando pasaron la segunda colina después del descanso, de repente se oyeron explosiones. Luego aparecieron aviones de las tropas de la onu disparando. Parecía que su blanco estaba en la montaña, del lado por donde ellos caminaban. En el cielo, otra vez las nubes ocultaron las estrellas. Allí un avión surgía como un cometa, disparaba y se iba, y detrás de él venía otro y otro.
Los vigilantes les gritaron que se sentaran y se quedaran quietos, pero algunos, aprovechando el momento, corrieron hacia la ladera. Se oyeron disparos de carabina y pasos de dos o tres soldados