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Los árboles en la cuesta. [Sung-won Hwang
Читать онлайн.Название Los árboles en la cuesta
Год выпуска 0
isbn 9786077640905
Автор произведения [Sung-won Hwang
Жанр Языкознание
Серия Colección literatura coreana
Издательство Bookwire
A Tongjo le decían “poeta” desde que pasaron un precipicio profundo. Al mirar hacia abajo todos dijeron: “¡Me tiemblan las piernas!” o “¡Me mareo!”, pero él dijo: “¡Qué frío!” Desde esa vez se ganó el apodo.
Tongjo comenzó a comer sus galletas. Jyonte le habló otra vez:
—Oye, poeta, hace unos momentos tuve una sensación espantosa. No comprendo por qué si nos dirigíamos a un pueblo vacío, no podía respirar, como si estuviera encerrado. También te vi muy serio, como si estuvieras peleando contra algo. De verdad, no me gustó nada esa sensación.
Así que Jyonte, tan sereno y audaz, siempre en estado alerta, también había sentido aquella opresión en ese espacio transparente y silencioso… Tongjo quiso contestarle que para él fue algo parecido a traspasar un vidrio tremendamente grueso. Y que ver a los enemigos en ese espacio hubiera sido menos pesado. Pero se calló, porque no quiso imaginarse qué habría pasado si en verdad los enemigos les hubieran disparado. Era la persona menos indicada para hablar de combate delante de Jyonte.Varias veces éste lo había visto desorientado en la batalla.
Cierta vez, cerca del pico Chuparyong, el enemigo los atacó a cañonazos. Como era una planicie, no había dónde esconderse. Tenían que permanecer tendidos. Tongjo, sin darse cuenta, metió la cabeza debajo del brazo de Jyonte, que también estaba tumbado a su lado. De repente, Jyonte se levantó, y Tongjo, alzando la cabeza, lo vio avanzar a ras de suelo hacia el hueco dejado por el cañonazo de hacía unos segundos. Pensó que él también debía dirigirse hacia allá, porque sabía que una bala de cañón nunca cae dos veces en el mismo lugar, aunque no le cambien la mira. Era la “teoría de los cañones”. Vio que otros soldados iban allí uno tras otro. Yungu, entre ellos. Sin embargo, él no se movió, sus piernas estaban tiesas. Jyonte le hacía señas con las manos. Sólo se veían sus ojos debajo del casco antibalas en medio del humo polvoriento. Aun así, no pudo mover su cuerpo, como si los huesos se le hubieran derretido. Jyonte era sargento primero; él era sargento segundo, pero ese comportamiento no se debía a la diferencia de experiencia en combate. Yungu era sargento segundo también, pero era mucho más ágil. Jyonte volvió corriendo por él, metió sus manos entre las axilas de Tongjo y lo llevó arrastrando al hueco. Tongjo estaba ensordecido por los cañonazos. En su mente se preguntaba: “Y esto, ¿qué consecuencias me traerá? Jyonte quedará como un valiente, y yo, como un cobarde”. El combate fue largo y hubo varios muertos y heridos. Los heridos fueron los que se quedaron donde había estado Tongjo. Al terminar los cañonazos, Jyonte bromeó: “Oye, eres flaco, pero pesas como un plomo —sus dientes relucían blancos en el rostro asoleado y polvoriento—. De vez en cuando tienes que sacar lo que debes desechar. Así el cuerpo te obedecerá más rápido”. En su tiempo libre, Yungu y Jyonte iban al prostíbulo; Tongjo, en cambio, jamás iba. La broma se refería a eso. Cuando volvían, Jyonte le decía:
—Oye, poeta, no me eches esa mirada. Parece que estuvieras viendo algo asqueroso. Ahora me siento mucho más puro que cualquiera. Con una fresca sensación, sin amor ni odio, liberado de toda esa basura emocional de las relaciones humanas, con una tranquilidad divina que en este momento me hace indiferente ante la mujer más bella, pero tú no entiendes nada…—divagaba borracho antes de quedarse dormido.
Tongjo no le contestaba y esperaba que se durmiera, pero ese día, después del feroz combate, le dijo:
—Me alegro de que hoy no estuvieras libre de las fastidiosas relaciones humanas. Si así fuera, no me habrías llevado a ese hueco, ¿no?
Jyonte aprovechó:
—¿Sí?, pues hice lo que no debía. Inútil valentonada que pudo costarme la vida.
Tongjo tampoco se quedó callado:
—Gracias a esa acción recibirás el honor de soldado valiente y audaz.
Jyonte se rio y añadió:
—Dios mío, éste que estaba temblando por lo menos tiene viva la lengua. Como dices, quizá te traje no por amistad o compañerismo, sino por una manifestación de heroísmo. En otras palabras, por una falsa valentía.
En la batalla del río Kumsonggang la pelea fue cuerpo a cuerpo y los aviones de las fuerzas amigas, por confusión, los atacaron. Ante esa inesperada situación, Tongjo no supo cómo reaccionar. Jyonte lo jaló debajo de un árbol grande. Allí, abrazándolo, se ocultó detrás del árbol de cara a los ataques. Los aviones llegaron con tremendo ruido y comenzaron a disparar. Las balas horadaban la tierra, como frijoles que reventaban; otras caían sobre las ramas del árbol a intervalos muy cortos. Tongjo tuvo la sensación de que las balas atravesaban su corazón. De ese y aquel lado se oían gritos de dolor. Tongjo, dominado por el miedo, quería huir del árbol, pero Jyonte no lo soltaba. Lo agarraba más fuerte. Después de un ataque, los aviones regresaron y se acercaron de nuevo. Entonces Jyonte, haciendo cálculos, se puso en dirección del ataque y, con gran tranquilidad, le aconsejaba: “No te agarres del árbol porque es peligroso”. Tongjo se sintió atrapado. Igual a aquella sensación infantil de opresión y ahogamiento cuando, por el camino de su barrio, un muchacho robusto que llegaba por detrás lo abrazaba, le tapaba los ojos y no lo soltaba aunque pataleara a muerte… Pero ese día Tongjo saboreó dos sentimientos al mismo tiempo: su limitación y la amistad fuera de toda duda.
—A ver… ¿con qué grado de quemadura de piel se muere uno? —dijo después de pasar unos pedazos de galleta por su garganta. Hizo la pregunta sin especificar a quién.
Yungu, que enrrollaba la mitad de un cigarrillo con un pedazo de papel, contestó:
—Creo que con la quemadura de más de una tercera parte del cuerpo.
—¿Con cuántos pedazos de vidrio se puede morir uno?
—¡Quién sabe! —Yungu encendió su cigarrillo con el fuego del de Jyonte y continuó—: El vidrio es algo temible. Una vez que entra en la piel, avanza hacia adentro. De niño pisé una botella rota, y ¡qué dolor! El cuchillo no es nada comparado con el vidrio. Aunque saqué el pedazo, seguía el dolor punzante. Esa noche no pude cerrar los ojos. Al día siguiente tuve que ir al hospital. Había todavía dos pedazos como granos de mijo que se metieron muy profundo. Esos eran los causantes del punzante dolor, porque toda la noche penetraron poco a poco en la carne.
Tongjo experimentó otra vez la sensación de aquel vidrio grueso que lo aprisionaba como allá, en el pueblo, que se rompía en miles de pedazos y que los más filosos caían en todo su cuerpo.
Jyonte se puso de pie.
—Oye, ¿estás por escribir algún poema acerca del vidrio? Está bien pensar en la poesía, pero ahora tenemos que cambiar de lugar.
El sol ya no era tan intenso como antes; sin embargo, el calor todavía era fuerte. Estaban a principios de julio. Se dirigieron a la sombra de una roca.
—Bien, aquí sí podrás pensar en imágenes poéticas cuanto quieras. Pero, hombre, deja a un lado eso del vidrio y cuéntanos algo hermoso.
Tongjo entendía qué significaba eso de “algo hermoso”. Se refería a su enamorada. Todavía no les había dicho que tenía una, pero Jyonte y Yungu lo sospechaban al ver las cartas que le llegaban. Cuando recibía carta de ella, Tongjo nunca abría el sobre inmediatamente. La guardaba en su bolsillo, iba a un lugar solitario y allí la leía. Una vez Jyonte lo hizo enojar. Fue dos semanas antes, a la hora del almuerzo. Ese día no había novedades en el frente. Jyonte agarró la mochila de Tongjo y empezó a esculcarla. Al verlo, Tongjo intentó quitársela. Jyonte, que suponía esa reacción, pasó la mochila a Yungu, como habían acordado, y agarró a Tongjo. El plan era que, mientras Jyonte lo tuviera sujeto, Yungu leería en voz alta las cartas de la enamorada. Pero Jyonte, que intentó agarrar de la cintura a Tongjo, se apartó apresuradamente porque le mordió la mano. Casi le sangraba. Luego Tongjo se lanzó sobre Yungu, quien después de un ¡ay! cayó de espaldas, tras haber recibido un cabezazo cerca de la sien. No habían imaginado tal reacción. Tongjo agarró su mochila y respiró aguantando el enojo. Sus ojos estaban enrojecidos, como los de un borracho.