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a usted o no? Hacían falta trajes, y se llamaba a un sastre.

      —¿Puedo contar con los trajes el lunes al mediodía?

      —Mire usted que el lunes… Yo haré todo lo posible.

      —Nada de hacer lo posible. ¿Puede usted tener los trajes listos o no? El sastre decía que sí, y el lunes no había trajes.

      Total: que al cabo de quince días, el empresario, que había presupuestado veinticinco mil pesetas para el negocio, llevaba ya gastadas treinta mil.

      Y es que los negocios se hacen muy bien con los ingleses. Como todo lo ven en números no tienen más que decirse: «¿Cuánto?». «Tanto». Se citan a una hora y acuden exactamente; se comprometen a hacer una cosa, y la hacen. Los ingleses son hombres de precisión. Pero ni los franceses, ni los belgas, ni los españoles, ni los italianos son como los ingleses. ¡Mire usted que querer entenderse por medio de monosílabos con cincuenta coristas, que el que más y el que menos se cree un Talma!

      ¡Pues no es labia la que hay que tener para manejar a esa gente!

      «Sí». «No»… ¿Y el pero? ¿Y el como? ¿Y el según? ¿Y el verá usted? ¿Y el tal vez? El hombre de negocios a la inglesa no cuenta con ninguno de estos formidables obstáculos continentales. Los ingleses son máquinas. Hacen una cosa o no la hacen. No tienen complicaciones ni reservas. Pero los hombres del continente son otra cosa. En el continente, para ganar dos pesetillas, hay que hablar una barbaridad. Aquí, un viajante de comercio, enseña una muestra. Si la cosa conviene le hacen un pedido, y si no, no. Ahí cada viajante tiene que ser una especie de don Segismundo Moret. Don Segismundo Moret vendería el género más abominable del mundo; y en cambio Merino no lograría colocar ni un retazo del mejor paño inglés.

      Yo compadezco a toda la juventud que está preparándose aquí para lanzar negocios en España. Llegarán ahí, no querrán pronunciar discursos, no se valdrán de influencias, no embriagarán a la gente, procederán con mucha seriedad y se quedarán sin un céntimo.

      Cómo moriría un atleta.

      —¿Usted juega al tennis?

      —No.

      —¿Y al foot-ball?

      —Tampoco.

      —¿Y al criquet?

      —Menos todavía.

      —En fin. Usted será aficionado a algún sport.

      —Sí. Mi sport favorito consiste en meterme en un café a conversar con los amigos.

      —Pero todos los españoles no serán como usted.

      —Casi todos.

      —Entonces la raza se debilitará. Ustedes van a morir por falta de ejercicio al aire libre.

      El otro día, un inglés me llevó a jugar a la pelota a Meidenhead, a orillas del Támesis. A los diez minutos yo estaba cansado.

      —¿Por qué no hace usted un poco de pesas?

      —Porque me cansaría mucho más. ¿Vamos a entrar?

      —¿Lo ve usted? Ustedes son unos hombres débiles. No resisten ustedes el aire libre.

      —Es cierto; pero nosotros resistimos la atmósfera del café y ustedes no.

      ¿Cuáles el hombre más fuerte? ¿El que se recorre treinta kilómetros en una tarde, o el que es capaz de pasarse seis horas sentado ante una mesa de café? Los amigos sportivos compadecen a los que se quedan en el café.

      —Se fatigan a los diez minutos —dicen. Pero yo cogería a un hombre de sport, lo sentaría delante de mí en un turno de confianza y me pondría a viciarle la atmósfera con unos cuantos pitillos; a los diez minutos el hombre de sport comenzaría a sentir mareos, y a la media hora se desmayaría. «Tenemos que acostumbrarnos al aire puro». No. Los que hemos de pasarnos la vida en Madrid, tenemos que acostumbrarnos al aire enrarecido. De lo contrario nuestra muerte es inminente. Suponed a un pastor, a un hombre de la montaña, fuerte y curtido, trasladado de pronto a Madrid; que se esté dos horas en una tertulia literaria, que se vaya luego a la Princesa a ver una obra de los Quintero, que duerma en una fonda, que almuerce al día siguiente, que tome café y que asista a una sesión del Congreso. A la salida del Congreso ese hombre estará agonizante.

      La fortaleza de los hombres de ciudad es muy distinta de la de los hombres del campo. Hay una porción de enfermedades que al hombre de la ciudad no le producen apenas efecto. En cambio, cuando se conquista un territorio de negros, cuya vida es perfectamente natural, los negros comienzan a reventar que es un gusto. Muy fuertes, muy sanos, aptos para luchar con el tigre, y el rinoceronte, pero sin resistencia ninguna ante el microbio más pequeño. Ahora bien; si en las ciudades tuviésemos que luchar con fieras, muy lógico que tratáramos de adquirir para ello la fuerza necesaria; pero con quien tenemos que luchar es con el microbio, y al microbio no se le mata a golpes ni a tiros.

      El error fundamental de los hombres de sport consiste en creer que para vivir en las ciudades hace falta mucha fuerza. No. Mucha habilidad, mucha coba, mucha frescura: eso es lo que se necesita. Hércules, en Madrid, tendría que dedicarse a transportar baúles, y como esto le produciría muy poco dinero, iría lentamente perdiendo las fuerzas.

      —¿De modo que va usted a pasarse la tarde en el café?—Sí, señor.

      —Yo no podría resistir eso.

      —¿Ve usted cómo es usted un hombre débil?

      El negocio del porvenir.

      Hace días apareció en el Daily Telegraph el siguiente anuncio: «Doctor en medicina desea un negro para hacer con él experiencias de decoloración. Garantiza la inocuidad del procedimiento». Yo conozco a un chico que está empleado de negro en casa de una señora inglesa.

      —¿Para qué tiene usted a este negro? —le pregunté un día a la dueña.

      —Para vestirlo de rojo —me contestó.

      Desde que se levanta hasta que se acuesta la única ocupación del chico consiste en ser negro. Los criados blancos sirven la mesa, barren, friegan, hacen recados… El negro no trabaja. ¿Acaso es poca cosa el ser un criado negro, en casa de unos amos blancos? Los días de soirée, las chicas le llaman en el salón con toda clase de pretextos. A su lado se sientan unas rubias. El negro va, y cada vez que se acerca a un albo descote, parece decir:

      —Reconozca usted, señorita, que si no hubiera hombres tan negros como yo, no tendrían un gran mérito las mujeres tan blancas como usted.

      Yo pensé en el negrito de la señora inglesa, al leer el anuncio del Daily Telegraph, y fui a verlo. Le expliqué la cosa, y le dije:

      —¿Qué? ¿Quieres blanquear?

      —¿Y de qué voy a vivir después? Si me vuelvo blanco tendré que trabajar como un negro.

      —Pero hombre. Cuando te miras al espejo, ¿no te da vergüenza? ¿No se te pone la cara colorada al vértela tan negra?

      Todos mis argumentos fueron inútiles. El negro no se dejó convencer. Cada día está más negro.

      Londres está lleno de negros. Cantantes, bailadores de cake-walk, groms, lacayos, boxeadores… En los restaurants puede verse a todas horas este espectáculo que ocho años atrás produjo el asombro y la indignación de un filósofo: el de un negro servido por un blanco. La victoria de Johnson les ha animado. Sus ademanes son retadores. Parece que quieren conquistar el mundo a puñetazos. Hace algunos años, si un médico hubiera podido despintar a los negros, hubiera realizado la obra más humanitaria

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