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de vivir entre ingleses, yo he llegado a hacer un descubrimiento que no vacilo en calificar de trascendental. Helo aquí: los ingleses son los hombres más alegres del mundo. Nosotros vemos a un inglés en medio de una juerga andaluza o montmartresa, y cuando todo el mundo hace más ruido y dice más tonterías, a la hora de alzar las piernas y de rodar por el suelo, el inglés está como en el primer momento, con una cara muy seria y una actitud muy digna. Entonces nosotros pensamos que ese inglés es un hombre muy aburrido. Pues no, señores. Ese inglés se está divirtiendo de una manera loca.

      Los ingleses se divierten por dentro, y los españoles nos divertimos por fuera. Un inglés se sienta al lado de una chimenea y permanece inmóvil y silencioso durante dos, tres, cuatro horas.

      —¡Qué tíos más tristes! —decía yo al principio.

      Pero a lo mejor se me acerca uno de estos tíos tan tristes y me confiesa que al lado de la chimenea ha pasado una tarde deliciosa. ¿Es que no se necesita humor para eso? Así es que muchas veces yo bajo al salón de mi casa, me encuentro a todo el mundo dormitando en las butacas y me digo:

      —¡Qué juerga se están corriendo estas gentes!

      Otras veces en el bar de mister Wod, cuando cualquiera de mis amigos ingleses tiene un aire más desolado, le pregunto:

      —¡Qué! ¿Se divierte usted mucho?

      —¡Mucho! Esto está muy alegre, muy alegre. Le aseguro a usted que me estoy divirtiendo una atrocidad.

      Y me lo dicen con una cara tan seria, tan grave, tan solemne, que no hay más remedio que creerlo.

      Entonces yo exclamo:

      —¡Olé! ¡Viva la gracia!

      Y el inglés a quien le explico el sentido de esta frase, repite con voz de ultratumba:

      —¡Olé!

      Inglaterra le reserva a uno muchas sorpresas. Por mi parte, yo he entrado en sospechas de que éste puede ser un país muy cómico. ¡Mire usted que sería ridículo, después de haber estado tomando tanto tiempo en serio a los ingleses y después de que tantos españoles han venido aquí a tomar lecciones de seriedad, que mis sospechas resultasen ciertas!

      Por lo que respecta a las diversiones, los españoles no hemos logrado tomarlas todavía en serio. Para nosotros una broma es una broma. Nosotros llegamos hasta a reír a carcajadas en medio de la broma más grande. En cambio, un inglés le da a la broma toda la importancia que ella se merece. Un inglés termina su trabajo y dice:

      —Yo necesito divertirme.

      Luego se va donde sea y comienza a divertirse metódica, sistemáticamente, con la seriedad que debe acompañar a todas las grandes determinaciones. ¡Vaya usted en ese momento a distraer su atención con cualquier tontería! El inglés le mirará a usted con una altiva majestad y le dirá:

      —No me interrumpa usted. No estoy para cuentos. He venido a divertirme.

      El procedimiento sencillo.

      Dice un proverbio que «cuando una inglesa se pone a ser bonita…». En cambio hay que ver cuando una inglesa se pone a ser fea. Yo no he conocido en ninguna parte del mundo mujeres tan bonitas ni mujeres tan feas como las que he conocido aquí. Como ésta es una gente muy práctica, cuando se propone ser una cosa no para hasta conseguirlo. La inglesa que sale bonita es delicada, ideal y adorable, como no lo es mujer bonita de ningún otro país; pero la inglesa que sale fea da miedo. Es fea de un modo rotundo, fundamental y definitivo. Parece como si a lo largo de su vida hubiera ido cultivando el horror de su cara y de su cuerpo con un cuidado especialísimo, procurando no omitir ninguno de los detalles que deben constituir una fealdad perfecta. En otras partes, una mujer fea tiene los ojos bonitos, la boca agradable o la nariz fina; si es absolutamente fea de cara tiene un cuerpo apetecible; generalmente es simpática y, en último caso, es distinguida. Yo me echaba a temblar en España siempre que me anunciaban la presentación de una señorita muy distinguida, porque sabía de antemano que iba a ser horrible. Ahí las feas son distinguidas, simpáticas, inteligentes o buenas. Aquí son malas, desgarbadas, antipáticas, estúpidas y cortas de vista; usan lentes y hacen propaganda a favor del sufragio femenino.

      Las inglesas feas no tienen más que cuatro articulaciones: dos para mover las piernas y otras dos para mover los brazos. Los codos, las rodillas, el cuello, la cintura, etc., son inarticulados. Una inglesa fea se levanta de su asiento sin que de medio cuerpo arriba su actitud cambie en un solo milímetro, y se queda rígida, inmóvil, mirando a lo alto. Luego alarga una zanca, también rígida, y avanza un paso; en seguida alarga la otra zanca. Los brazos, que sólo giran por la parte superior, caen a plomo y terminan, cerca de las rodillas, en dos manos muy grandes y muy abiertas. Y así camina la inglesa fea. Su andar reviste una majestad ridícula. Parece que la inglesa está poseída de su alta fealdad y que la ostenta con orgullo. Nada de atenuarla con una sonrisa, que, por lo demás, resultaría espantosa. No. La fealdad es una cosa muy seria. Hay que llevarla dignamente.

      Cuando la inglesa fea llega al fin de su camino se para en seco, como los automóviles. Si tiene que llamar a una puerta, su brazo derecho, que cuelga del hombro, se yergue, sin perder su rigidez, como un brazo de compás. Si tiene que decir alguna cosa, la dice con una voz muy áspera y sin mirar a su interlocutor, no sólo por el desprecio que le inspira, sino también porque no le es posible hacer oscilar el cuello. Y cuando la inglesa se sienta, después de su caminata, el cuerpo, desde la cintura para arriba, está matemáticamente en la misma actitud en que estaba antes de que la inglesa hubiera comenzado a andar.

      Yo he ido comprobando poco a poco todos estos extremos: la inmutabilidad de las inglesas feas, el número de sus articulaciones, su amor al sufragio femenino, su miopía, etc., y hoy puedo afirmarlo con una seguridad absoluta. Al principio yo no veía a las inglesas feas y llegué hasta dudar de su existencia.

      —Pero ¿y esas inglesas horribles que se pasean por España con billetes de la agencia Cook? ¿Dónde están? —le pregunté cierto día a un amigo, paseándonos por Hyde Park.

      —¿Que dónde están? Ahí tiene usted una —y me la señaló. Estaba entre unos árboles, a pocos pasos de mí. Como no se movía, yo la había tomado por un espantapájaros.

      Verdaderamente estas inglesas revelan el espíritu práctico de Inglaterra: dos listones sujetos por un eje a la extremidad inferior del cuerpo; otros dos, sujetos a los hombros, y ya está hecha una inglesa. Los pies muy grandes, para que no se caiga, y los dedos muy separados, como en esos brazos que les pintan los chicos a sus monos, disponiendo cinco rayas en abanico al final de una raya muy larga. Eso es todo.

      Y como el procedimiento de hacerlas es tan sencillo, pues por eso hay tantas inglesas feas.

      El mecanismo humano.

      ¡Hay que ver la reputación de vago que tengo aquí!

      —Yo —me decía el otro día mister Arvey— no podría vivir sin trabajar.

      —¿Es que usted cree que yo no trabajo?

      A esta pregunta mía sucede una carcajada general.

      —¡Claro que no trabaja usted!

      La unanimidad y la convicción con que es formulada esta respuesta me sumergen en un mar de reflexiones. Yo resulto un vago terrible en Inglaterra, y, sin embargo, yo voy convirtiéndome en uno de los hombres más trabajadores de España. Mis amigos están asombrados de mi fecundidad, y hay quien me escribe cartas entusiastas. «Debe usted aburrirse mucho ahí —me dicen—, porque trabaja usted como nunca». Es decir, que un español activo equivale a un inglés indolente. ¿Qué idea tendremos nosotros de la actividad?

      Los ingleses, por su parte, tienen de la actividad una idea mecánica.

      —Yo

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